miércoles, 4 de octubre de 2017

EL DISCURSO DEL REY: BUENAS O MALAS NO SON MÁS QUE PALABRAS

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

El mensaje el Rey sobre el conflicto independentista en Cataluña es lo que todos los anteriores: mera enumeración de lugares comunes y expresión de conceptos pensados para no cabrear a nadie (o al menos a nadie que no sea declaradamente independentista). Ha sido un mensaje inútil, por culpa del cual el Rey ha gastado saliva que más le valdría haberse ahorrado. Porque, aparte de su hinchada habitual, nada lo que ha dicho va a congraciarle con la mayoría que sin duda hoy constituye la suma de los hostiles y de los indiferentes a su persona. Es más, resulta incluso probable que sus palabras le enajenen incondicionales y le añadan hostiles a derecha e izquierda.

Como deliberadamente evita tanto entrar a analizar el problema catalán en profundidad como proponer soluciones concretas al mismo (es decir, evita ser un mensaje de contenido político), no aporta nada a los ciudadanos leales al orden constitucional establecido, a los que no les dice nada que no sepan ya. Es decir, que aunque el discurso no sea un mal discurso, resultaba y resultará completamente prescindible. Por mucho que millones de compatriotas se agarren a él como un clavo ardiendo y quieran leer entre líneas con más o menos fundamento que en realidad Felipe VI hace un llamado inequívoco a aplicar el artículo 155 de la Constitución y a actuar con firmeza digna de tiempos mejores frente al independentismo, del que deja claro que ha actuado contra la misma legalidad que justifica su poder; el discurso es inconcreto y no adelanta nada acerca de lo que nos deparará el futuro inmediato. Pero, y este es el drama de Felipe VI, a la vez es evidente que su mensaje no puede ser político, porque nadie toleraría en democracia que un tipo al que nadie ha elegido para nada, por muy Rey que sea, y que debe su posición (por otra parte carente de poder sustancial) a su carga genética se pusiera chulo y le dijera a los cargos políticos electos por la ciudadanía lo que deben hacer. No es nadie como para hacer algo así. Y si lo hiciera, se le acabaría el chollo.

Peor aún, incluso si al Rey le diera por leerle la cartilla al Gobierno por los muchos errores que ha cometido en su tarea de impedir el referéndum catalán (chapuza que, sin embargo, parece haber tenido todo el éxito que cabía esperar y que está siendo astutamente instrumentalizada por los independentistas dentro y fuera de España), tampoco importaría mucho. Se ganaría el aprecio de muchos, incluido el mío. Y quizá se labraría una posición más allá de su dignidad regia, que seguramente perdería al corto plazo. Pero difícilmente sus palabras, por concretas y encomiables que fueran, podrían contribuir a que se impida la independencia de la República Catalana. Al fin y al cabo, ¿qué poder tiene el Rey y cómo puede influir sobre el curso de los acontecimientos? Mucho me temo que Felipe VI apenas tiene poder, y que de ninguna manera puede cortar el proceso independentista ni ningún otro proceso político de alguna entidad.

Cuando otros Jefes de Estado, como pueda serlo un Presidente de los EEUU o de la República Francesa, hablan de lo que sea sus discursos no son los de un Jefe de Estado meramente protocolario, sino también los de un Jefe de Gobierno investido de importantísimos poderes y capaz de tomar cartas en esos mismos asuntos acerca de los cuales habla. Incluso si el que habla es un Presidente protocolario de una República parlamentaria al uso (esto es, de una República cuyo Jefe de Gobierno sea diferente del Jefe de Estado y sea el elegido por el Parlamento), el Jefe de Estado suele ser una figura que ha accedido a su cargo como forma de mostrarle reconocimiento por un pasado más o menos meritorio que le ha hecho acreedor de la buena voluntad de quienes lo eligen (normalmente Parlamentos o Asambleas ad hoc sin más función que la de elegir Presidente). Suele tratarse de una figura conocida de antemano y que es capaz de concitar amplios consensos políticos precisamente porque no genera el rechazo que si generan otros; y eso hace de él una figura hasta cierto punto respetada por los ciudadanos.

Lamentablemente, no puede decirse lo mismo de nuestro Rey. Porque cuando éste (o cualquier otro Monarca parlamentario contemporáneo) le habla a España, la Nación asiste al lamentable espectáculo que nos ofrece un pobre hombrecillo que tiene que tener mucho miedo de pronunciar una palabra más alta que otra, porque sabe que el día que los políticos se enfaden con él nos traen bajo el brazo la III República. Y por si esto no fuera ya de por sí patético, encima se suma ahora la humillación de que el discurso vago que no debía cabrear a nadie (al menos a nadie diferente de los separatistas) encima va y cabrea al tercer partido español y a no pocos tertulianos y opinadores profesionales. Indudablemente ha sido objeto de la hipócrita adulación del PPSOE y C's, y ha cosechado una vez más la aprobación incondicional de multitudes de acérrimos más o menos irracionales de la Monarquía. Empero, todo eso, que por otro lado era previsible, no sirve para ocultar el hecho de que se ha roto absolutamente el hechizo que antaño era propio de los universalmente alabados discursos de su papá Juan Carlos. Quizá más sean los españoles que lo desaprueban que aquellos que caen rendidos ante su "poderío".

Al final, mi conclusión es ésta: el discurso del más igual de todos los ciudadanos, Felipe Capeto, solo ha servido para demostrar que si hay algo que no cabe reprocharles a los independentistas catalanes es el hecho de querer organizar su nuevo Estado en forma de República. Que es exactamente lo que yo deseo para España. Sin necesidad de trampantojos tricolores e incluso restableciendo la digna águila de San Juan vigente en los tiempos de Franco. Maleable a los valores cristianos cuando no firmemente cimentada sobre ellos. Moderadamente descentralizada cuando no fundamentalmente centralista. Pero República al fin y al cabo en la que los principios más elementales de la democracia no sean excluidos a la hora de seleccionar a quien se ha de poner a la cabeza misma del Estado. Ni siquiera cuando ésta lo sea de modo meramente formal. Y que nos permita en todo caso otorgar la mayor distinción formal dentro del Estado de manera conjunta con el máximo poder de hecho que quepa ostentar dentro del mismo. IHS

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