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miércoles, 4 de octubre de 2017

EL DISCURSO DEL REY: BUENAS O MALAS NO SON MÁS QUE PALABRAS

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

El mensaje el Rey sobre el conflicto independentista en Cataluña es lo que todos los anteriores: mera enumeración de lugares comunes y expresión de conceptos pensados para no cabrear a nadie (o al menos a nadie que no sea declaradamente independentista). Ha sido un mensaje inútil, por culpa del cual el Rey ha gastado saliva que más le valdría haberse ahorrado. Porque, aparte de su hinchada habitual, nada lo que ha dicho va a congraciarle con la mayoría que sin duda hoy constituye la suma de los hostiles y de los indiferentes a su persona. Es más, resulta incluso probable que sus palabras le enajenen incondicionales y le añadan hostiles a derecha e izquierda.

Como deliberadamente evita tanto entrar a analizar el problema catalán en profundidad como proponer soluciones concretas al mismo (es decir, evita ser un mensaje de contenido político), no aporta nada a los ciudadanos leales al orden constitucional establecido, a los que no les dice nada que no sepan ya. Es decir, que aunque el discurso no sea un mal discurso, resultaba y resultará completamente prescindible. Por mucho que millones de compatriotas se agarren a él como un clavo ardiendo y quieran leer entre líneas con más o menos fundamento que en realidad Felipe VI hace un llamado inequívoco a aplicar el artículo 155 de la Constitución y a actuar con firmeza digna de tiempos mejores frente al independentismo, del que deja claro que ha actuado contra la misma legalidad que justifica su poder; el discurso es inconcreto y no adelanta nada acerca de lo que nos deparará el futuro inmediato. Pero, y este es el drama de Felipe VI, a la vez es evidente que su mensaje no puede ser político, porque nadie toleraría en democracia que un tipo al que nadie ha elegido para nada, por muy Rey que sea, y que debe su posición (por otra parte carente de poder sustancial) a su carga genética se pusiera chulo y le dijera a los cargos políticos electos por la ciudadanía lo que deben hacer. No es nadie como para hacer algo así. Y si lo hiciera, se le acabaría el chollo.

Peor aún, incluso si al Rey le diera por leerle la cartilla al Gobierno por los muchos errores que ha cometido en su tarea de impedir el referéndum catalán (chapuza que, sin embargo, parece haber tenido todo el éxito que cabía esperar y que está siendo astutamente instrumentalizada por los independentistas dentro y fuera de España), tampoco importaría mucho. Se ganaría el aprecio de muchos, incluido el mío. Y quizá se labraría una posición más allá de su dignidad regia, que seguramente perdería al corto plazo. Pero difícilmente sus palabras, por concretas y encomiables que fueran, podrían contribuir a que se impida la independencia de la República Catalana. Al fin y al cabo, ¿qué poder tiene el Rey y cómo puede influir sobre el curso de los acontecimientos? Mucho me temo que Felipe VI apenas tiene poder, y que de ninguna manera puede cortar el proceso independentista ni ningún otro proceso político de alguna entidad.

Cuando otros Jefes de Estado, como pueda serlo un Presidente de los EEUU o de la República Francesa, hablan de lo que sea sus discursos no son los de un Jefe de Estado meramente protocolario, sino también los de un Jefe de Gobierno investido de importantísimos poderes y capaz de tomar cartas en esos mismos asuntos acerca de los cuales habla. Incluso si el que habla es un Presidente protocolario de una República parlamentaria al uso (esto es, de una República cuyo Jefe de Gobierno sea diferente del Jefe de Estado y sea el elegido por el Parlamento), el Jefe de Estado suele ser una figura que ha accedido a su cargo como forma de mostrarle reconocimiento por un pasado más o menos meritorio que le ha hecho acreedor de la buena voluntad de quienes lo eligen (normalmente Parlamentos o Asambleas ad hoc sin más función que la de elegir Presidente). Suele tratarse de una figura conocida de antemano y que es capaz de concitar amplios consensos políticos precisamente porque no genera el rechazo que si generan otros; y eso hace de él una figura hasta cierto punto respetada por los ciudadanos.

Lamentablemente, no puede decirse lo mismo de nuestro Rey. Porque cuando éste (o cualquier otro Monarca parlamentario contemporáneo) le habla a España, la Nación asiste al lamentable espectáculo que nos ofrece un pobre hombrecillo que tiene que tener mucho miedo de pronunciar una palabra más alta que otra, porque sabe que el día que los políticos se enfaden con él nos traen bajo el brazo la III República. Y por si esto no fuera ya de por sí patético, encima se suma ahora la humillación de que el discurso vago que no debía cabrear a nadie (al menos a nadie diferente de los separatistas) encima va y cabrea al tercer partido español y a no pocos tertulianos y opinadores profesionales. Indudablemente ha sido objeto de la hipócrita adulación del PPSOE y C's, y ha cosechado una vez más la aprobación incondicional de multitudes de acérrimos más o menos irracionales de la Monarquía. Empero, todo eso, que por otro lado era previsible, no sirve para ocultar el hecho de que se ha roto absolutamente el hechizo que antaño era propio de los universalmente alabados discursos de su papá Juan Carlos. Quizá más sean los españoles que lo desaprueban que aquellos que caen rendidos ante su "poderío".

Al final, mi conclusión es ésta: el discurso del más igual de todos los ciudadanos, Felipe Capeto, solo ha servido para demostrar que si hay algo que no cabe reprocharles a los independentistas catalanes es el hecho de querer organizar su nuevo Estado en forma de República. Que es exactamente lo que yo deseo para España. Sin necesidad de trampantojos tricolores e incluso restableciendo la digna águila de San Juan vigente en los tiempos de Franco. Maleable a los valores cristianos cuando no firmemente cimentada sobre ellos. Moderadamente descentralizada cuando no fundamentalmente centralista. Pero República al fin y al cabo en la que los principios más elementales de la democracia no sean excluidos a la hora de seleccionar a quien se ha de poner a la cabeza misma del Estado. Ni siquiera cuando ésta lo sea de modo meramente formal. Y que nos permita en todo caso otorgar la mayor distinción formal dentro del Estado de manera conjunta con el máximo poder de hecho que quepa ostentar dentro del mismo. IHS

lunes, 24 de abril de 2017

FRANCIA: PRESIDENCIALES, LEGISLATIVAS Y COHABITACIONES

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

No ha terminado todavía el recuento de los votos en Francia, pero el pescado ya parece estar todo vendido. Habrá una segunda vuelta entre Macron y Le Pen. Ese era el escenario que llevaban semanas anunciando los sondeos de opinión, y el que al final enfrentarán nuestros vecinos del norte el próximo 7 de mayo. Macron, con casi toda probabilidad, barrerá a Le Pen en segunda vuelta, de tal suerte que el petimetre del sistema devendría nada más y nada menos que en Presidente de la República. El octavo desde la creación por Charles De Gaulle del actual régimen político francés en 1958.

Le Pen puede estar satisfecha con sus resultados. Mas, a la espera de lo que suceda en la segunda vuelta, tiene más motivos para la moderación que para la euforia o el triunfalismo. Ha obtenido la mayor votación popular en términos absolutos cosechada por el Frente Nacional en toda su historia. Y el mejor resultado de su formación en unas presidenciales. Pero es Macron quien ha ganado la primera vuelta de las elecciones. De manera además clara, ya que Le Pen ha estado más cerca de que Fillon o Mélenchon la relegasen a la tercera o cuarta posición y la apeasen fuera de la segunda vuelta que de ganarle la primera vuelta a Macron. Así las cosas, y a no ser que el Frente Nacional consiga alzarse con la victoria en la primera vuelta de las elecciones legislativas del mes de junio, no tendrá razones para proclamarse el "primer partido de Francia", como ha venido haciendo en los últimos años. No ha fracasado como si lo hizo Wilders en Holanda, pero tampoco ha cosechado todo el éxito que habría podido esperar obtener en estos comicios.

Por otra parte, tenemos que el Frente Nacional, a lo largo de los últimos años, ha sobrepasado varias veces en porcentaje los sufragios obtenidos en esta primera vuelta presidencial. Obtuvo el 27% pasado de los votos en las últimas regionales. Es verdad que cada elección es diferente y que no se pueden extraer conclusiones precipitadas de este dato, pero tampoco se debe obviar. Podría indicar cierto estancamiento del partido. Y genera la duda legítima acerca de qué marca es más popular: si la de Marine Le Pen o la del Frente Nacional. Con todo, esto no debería poner en peligro al medio plazo el papel protagonista de la hija de Jean-Marie Le Pen, pues es incuestionable que ha sido bajo su liderazgo que el partido ha llegado hasta donde ha llegado. Es decir, mucho más lejos de lo que jamás soñara su padre.

François Fillon, que al comienzo del año era Presidente in pectore, es ahora un presunto cadaver político. El partido gaullista, Los Republicanos, que esperaba hacerse con todo el poder, ha perdido una oportunidad de oro que nadie sabe, en los tumultuosos tiempos que parecen estar por venir, si se volverá a presentar. Por vez primera no habrá un candidato gaullista en la segunda vuelta de unas presidenciales. No mejor le ha ido al Partido Socialista Francés, cuyo candidato Hamon ha obtenido un ridículo 6% del voto. El verso libre Macron, ex Ministro de Economía de Hollande, se convertirá en Presidente de la República, y si los socialistas quieren continuar siendo una alternativa de poder, pueden verse obligados a tragarse la ira que puedan sentir contra su antiguo correligionario para aliarse políticamente con él. Ahora bien, dado que Macron ha jugado con su condición de verso libre para ascender políticamente en este año de infarto, está por ver que considere rentable hacer las paces con sus antiguos compañeros de viaje. El aún Presidente Hollande y el Primer Ministro Cazeneuve le han dado su apoyo para la segunda vuelta, pero puede ser que tras las presidenciales los socialistas opten por hacerle la puñeta.

Razones para ello podrían tener. Son quizá los socialistas el partido que enfrenta el mayor dilema de todos. Le ha sucedido lo peor que puede sucederle a un partido, que no es caer derrotado, sino quedar en ridículo. Peor aún, no hace aguas por un flanco, sino por todos. Deberán debatir seriamente su futuro y clarificar qué es lo que quieren ser. Pero, tanto si actúan y adoptan una posición como si no, corren el riesgo de quedar desdibujados como partido y de quedar imposibilitados para competir electoralmente por el poder que hasta ahora se disputaban en exclusiva con los gaullistas. Peor aún, corren riesgo de absorción a manos de terceras formaciones políticas. Tanto por el lado del flamante Presidente Macron (que podria arrastrar en pleno al socialismo más descafeinado y partidario de la mundialización y de la globalización de la economía) como por el lado de las más rancias esencias marxistas y populacheras que representaban quienes apoyaron a Hamon frente a Valls en las primarias.

Argumento de peso en el debate que los socialistas mantendrán, si son sensatos, para determinar sus posiciones de cara al futuro es el enorme ascenso experimentado por el neocomunismo francés, cuyo candidato, Jean-Luc Mélenchon, ha obtenido un imperial 19'5% de los votos, quedando en un respetabilísimo cuarto lugar (su porcentaje de votos le habría permitido acceder a la segunda vuelta en 2002 y quedar tercero en la mayoría de las demás presidenciales francesas celebradas desde 1965 en adelante), y a muy poca distancia de Fillon. Ha sido el candidato que más ha mejorado sus resultados de lejos de entre los que contendieron por la Presidencia ya en 2012. Tal ha sido su crecimiento, que probablemente su irresistible ascenso haya sido una de las razones por las que el resultado final de la también antisistema Marine Le Pen (cuyo partido lleva décadas arrebatando sistemáticamente votos al entorno comunista que ahora se ha visto revitalizado gracias a Mélenchon) ha sido algo más corto de lo esperado.

Empero, la excelente performance de Mélenchon es también una de las razones por las que Marine Le Pen, pese a no haber obtenido el resultado de sus sueños, puede estar bastante satisfecha. Ha pasado a segunda vuelta y ha obtenido el mejor resultado de la historia del Frente Nacional en las elecciones presidenciales pese a la irrupción extremadamente fuerte de un competidor que comparte con ella el importantísimo caladero electoral del voto obrero más perjudicado por la mundialización agresiva. Peor aún, en realidad ha tenido que hacer frente al surgimiento de... ¡dos competidores! Pues por el flanco más conservador ha tenido que hacer frente a la fuerte competencia de la muy estimable candidatura de Nicolas Dupont-Aignan, gaullista desacomplejado y "soberanista" que ha superado las expectativas y rebañado casi el 5% de los votos. Y, sin duda alguna, el hecho mismo de que Fillon haya aguantado el tipo y alcanzado el 20% de los sufragios es señal de que algunos electores indecisos entre el gaullista y la identitaria se hayan inclinado en última instancia hacia el primero.

Volviendo a Mélenchon, soy de la idea de que aunque éste no haya logrado cumplir su sueño de pasar a la segunda vuelta en compañía de Le Pen (permitiendo a la V República y a la UE respirar aliviadas, al menos por el momento), su incuestionable éxito puede hacer saltar en mil pedazos al Partido Socialista, animando a los que opinan que es con el Frente de Izquierda con quien debe aliarse un socialismo que debe retornar a sus orígenes más nítidamente obreristas, y llevándolos a la ruptura con quienes preconicen el entendimiento con el más que probable Presidente Macron. Que no hemos de olvidar que es considerado un traidor y un arribista ideológicamente vendido al mejor postor por gran parte de las bases socialistas, que prefirieron en primarias a Hamon antes que al catalán y hasta hace nada Primer Ministro Manuel Valls en la medida en que consideraban que Hamon se diferenciaba más claramente de Macron que su competidor (el cual, en un alarde de fidelidad hacia los procesos democráticos celebrados por su propio partido, acabó apoyando al que será próximo Presidente con la fácil excusa del miedo a la "ultraderecha", aunque según parece más bien movido por una mezcla entre revanchismo y oportunista deseo de llevarse bien con quien ya entonces se perfilaba vencedor de la contienda).

La V República enfrenta la que sin duda es su mayor crisis hasta el momento. Macron deberá ahora demostrar de qué pasta está hecho, y si es capaz de controlar los acontecimientos en lugar de dejarse controlar por ellos. Si no consigue imponer su autoridad sobre el Gobierno desde el principio, probablemente no consiga imponerla nunca y, pese a la incuestionable importancia de su cargo, sea incapaz de dictar los términos de la vida política de Francia. Su primer desafío es inmediato, porque en junio Francia celebrará la tercera vuelta de las elecciones presidenciales, que más que nunca es lo que serán las elecciones legislativas que en ese mes renovarán la composición de la Asamblea Nacional. En este momento es imposible saber qué sucederá cuando se celebren las legislativas. Partiendo de la base de que Macron es un vencedor accidental de las elecciones que debe casi exclusivamente su victoria a los escándalos de nepotismo que han salpicado a Fillon y ensombrecido su campaña (mucho más que a su propia capacidad para seducir a los votantes), y que carece de un verdadero partido detrás de él, parece imposible que consiga ensamblarlo a tiempo de obtener una mayoría parlamentaria afín que le permita designar a un Primer Ministro enteramente de su cuerda que se le someta en todo (que es lo que habitualmente desean los Presidentes de la República Francesa para ellos mismos).

Ahora bien, de su más o menos hábil proceder dependerá forjar alianzas que le permitan tener un Primer Ministro con quien, pese a su autonomía, poder colaborar de una manera más o menos fructífera y con quien, en definitiva, poder cogobernar Francia. La única alternativa a la descrita sería la de tener que lidiar con una cohabitación en virtud de la cual un Primer Ministro hostil lo desplace casi completamente del ejercicio práctico del poder y se convierta, a despecho del flamante Presidente de la República, en el verdadero gobernante de Francia (que, a despecho de las protestas presidenciales, es lo que ha sucedido siempre en casos de cohabitación, pese a los importantes poderes del Jefe de Estado). Esa para Macron sería una situación de pesadilla que lo condenaría a ver cómo su quinquenio transcurre sin más horizonte que el de las periódicas comparecencias televisivas con motivo de las cuales el Presidente transmita en nombre del país sus condolencias a las nuevas víctimas que desgraciadamente es previsible que seguirá produciendo de tanto en tanto el Estado Islámico y demás individuos u organizaciones inspirados por la criminal doctrina de la religión de Mahoma. Así pues, el juego de Macron se antoja complicado, porque, al no poder comer, tampoco puede dejar comer. Su situación es como la del famoso perro del hortelano. Al no poder forjar una mayoría propia, necesita que tampoco otros actores políticos puedan forjarla.

El hecho mismo de estrenar Presidencia es un factor que puede ayudarle a maniobrar para no verse completamente apartado del poder. A diferencia de los anteriores Presidentes, que hicieron frente a cohabitaciones tras haber ejercido durante varios años el poder y haber sido tácitamente víctimas del rechazo popular manifestado en el apoyo a sus principales rivales con motivo de las legislativas, Macron no podrá haber tenido tiempo de suscitar tal rechazo. Y quizá el electorado vería con malos ojos que se lo convirtiera en un pato cojo de buenas a primeras, marginándolo de la toma de decisiones importantes sin ni siquiera darle la oportunidad de mostrar lo que es capaz de hacer. Cosa que podría animar tanto a socialistas moderados como a gaullistas a darle una oportunidad y brindarle cierto apoyo parlamentario, máxime a tenor de su capacidad para disolver la Asamblea Nacional anticipadamente (cosa que seguramente haga a lo largo de su quinquenio a poco que se publicaran sondeos que apuntaran a la posibilidad de que ampliara su base parlamentaria y se socavara la de sus rivales).

Como ya se ha dicho, este escenario sería tanto más posible en el caso de que las legislativas no arrojaran una clara mayoría para ningún partido. Escenario que la victoria de Macron y el ascenso tanto del Frente Nacional de Le Pen como del Frente de Izquierdas de Mélenchon facilita sobremanera (hasta el punto de que no sería del todo descabellado que al final el propio Presidente Macron intentara favorecer de una manera o de otra la obtención de buenos resultados por parte del Frente Nacional y del Frente de Izquierdas en las legislativas que impidan una mayoría gaullista alternativa). Empero, una coalición del sistema amparada en la necesidad de apoyar a Macron contra los "extremismos" resultaría tendencialmente inestable, dado que implicaría un entendimiento entre unos socialistas y gaullistas que, en tradición más semeja a la española que a la alemana, jamás han gobernado juntos en una gran coalición. Dicha gran coalición que podría generar divisiones en ambos campos, ya que igual que hay socialistas que prefieren a Mélenchon hay gaullistas que prefieren a Le Pen. Sin contar con que facilitaría tanto a Le Pen como a Mélenchon articular un discurso de oposición.

Por otra parte, Fillon ha sido derrotado y su liderazgo político parece amortizado. Pero Los Republicanos no tienen por qué compartir la suerte de su líder. Si por un casual consiguen la mayoría absoluta en las elecciones legislativas (regidas por un sistema mayoritario que hace perfectamente posible contemplar esa eventualidad a causa de las grandes diferencias en escaños que pueden producir pequeñas diferencias en votos sobre lo previsto), estarían en disposición de ejercer una enorme influencia sobre los acontecimientos. Podrían colaborar con Macron, pero en calidad de socio fuerte que al final es el que se sale con la suya e impone los términos. O podrían directamente negarle el pan y la sal y disponerse a obligarle a nombrar un Primer Ministro afín que se convirtiera en verdadero gobernante de una en extremo inestable V República. Argumentos para hacerlo existirían: recordemos que Macron pasa por ser un Presidente accidental que se ha conseguido abrir camino gracias a la debacle de Fillon, y que es fácil para quien crea eso considerar que no ha recibido un verdadero mandato para gobernar Francia a lo largo del próximo quinquenio.

De hecho, si por un casual Fillon saliese airoso de sus problemas con la Justicia, bien podría promocionarse como el Presidente más que probable al que solo la perfidia y la traición de que Macron habría sido beneficiario impidieron aposentarse en el Eliseo, y podría resarcirse gobernando Francia desde Matignon en calidad de Primer Ministro completamente independiente del Presidente de la República (a diferencia de lo sucedido cuando ocupó el cargo en calidad de primer espada de Sarkozy). No descartaría que el propio Sarkozy (cuyos "abandonos" de la política no me aventuraría jamás a dar por definitivos) pudiera entrometerse y considerar la alternativa de convertirse en Primer Ministro, especialmente si la alternativa es morirse de aburrimiento sin más alternativa que la de pasar los días en compañia de Carla Bruni. Y lo mismo Alain Juppé (aunque de Juppé cabría esperar más protagonismo en caso de que Los Republicanos optasen por colaborar con Macron). O podría cederse el paso a una nueva figura (¿Copé? ¿Baroin? ¿Bertrand? ¿Rachida Dati?), aunque existiendo el riesgo de quemarla apresuradamente al exaltarla directamente al que, en este escenario, sería el cargo provisto del máximo poder político de la República, y por ende, el más impopular. Al menos en potencia.

En cuanto a Le Pen, el mero hecho de pasar a la segunda vuelta abre ante ella la oportunidad de compensar el desempeño solo moderadamente bueno que ha tenido en la primera vuelta con una actuación deslumbrante en la segunda. ¿Qué cabría considerar deslumbrante de cara a una segunda vuelta en la que la derrota está casi completamente garantizada de antemano? Es difícil asegurarlo. Yo, más que aferrarme a un porcentaje concreto del voto, diría que podría considerarse una actuación deslumbrante todo lo que implique obtener un resultado sensiblemente mejor que el esperado (todo ello en un contexto de participación de los electores en los comicios que permita atribuir dicho resultado a los méritos de la candidata y no al desencanto de los electores con Macron). Un 35% puede ser un gran desempeño si llegado el 7 de mayo los sondeos otorgan a Le Pen el 30%; pero un 40% podría saber a poco si el día de la verdad los sondeos la muestran frisando el 45%.

Sea como fuere, si Le Pen se desempeña particularmente bien en la segunda vuelta, todo lo dicho en este artículo acerca de su actuación (que, a mi modo de ver, ha sido solo moderadamente buena) quedaría en juicio de valor meramente anecdótico y carente de toda trascendencia. Tiene la oportunidad de convertir su aprobado alto o notable bajo en un incuestionable sobresaliente. Si consigue obrar tal proeza, su partido encararía las elecciones legislativas con unas perspectivas sensiblemente mejores, y con la esperanza de consagrarse, por número de votos en la primera vuelta de las legislativas, como el indiscutible "primer partido de Francia"; e incluso de conseguir algo más práctico, como lo sería conquistar una posición de alguna importancia en la Asamblea Nacional (posibilidad que existe, especialmente en la medida en que sus votos y escaños impidieran a cualquier otra formación hacerse con la mayoría en la cámara).

El camino de Mélenchon es algo más complicado. Su posición le permite plantearse tanto ejercer un papel destructivo como uno constructivo. Y puede hacer semejante cosa porque tiene la capacidad de hacer algo que Le Pen no puede hacer en absoluto: pactar con otros actores de la escena política. Le Pen solo puede ser destructiva, mientras que las posibilidades de Mélenchon son notablemente más amplias. Para ejercer un papel destructivo no tiene que hacer absolutamente nada, salvo seguir ahí en la brecha y prepararse para, junto con el Frente Nacional, concentrar los suficientes votos y escaños como para intentar impedir que los demás contendientes se hagan con una mayoría en la Asamblea Nacional. Desempeñar un papel constructivo exigiría más esfuerzo e inventiva, dado que tendría que intentar ensamblar una coalición jacobina con los socialistas, ecologistas y demás partidos radicales tradicionalmente aliados del Partido Socialista.

Sin embargo, es dudoso que ni siquiera los socialistas más proclives al entendimiento con Mélenchon estuvieran por la labor de aceptar que éste liderara la citada coalición, dado que el peso histórico de las siglas del Partido Socialista Francés es demasiado grande. Todo ello pese a que, después de su extraordinario resultado presidencial, Mélenchon tiene, por pura lógica electoral, todo el derecho a aspirar a liderar una coalición semejante. Si por un casual lo consiguiera, podrían tomar cuerpo posibilidades imagino que insospechadas para el candidato jacobino. Tengamos en cuenta que, si el socialista Hamon, y los marxistas Poutou y Arthaud se hubieran retirado de la campaña cuando aun estaban a tiempo y hubieran pedido el voto para Mélenchon, éste es casi seguro que habría pasado hoy a segunda vuelta ganando claramente la primera. Cierto que para, probablemente, perder la segunda vuelta frente a Macron. Pero, si la que hubiera pasado junto a él hubiera sido Le Pen, muy probablemente estaríamos a las puertas de su elección el próximo 7 de mayo como Presidente de la República.

Eso significa que, de cara a las legislativas, una coalición de signo inequívocamente jacobino podría aspirar a plantarle cara a todos los demás contendientes, e incluso a obtener la victoria electoral (siempre bajo la suposición de que Macron y los socialistas moderados, de un lado, y Los Republicanos, del otro, concurrieran a los comicios por separado). En la segunda vuelta de las legislativas, lo más probable es que las fuerzas comprometidas con el sistema hicieran piña contra Mélenchon. Pero, ¿y el Frente Nacional? Retirarse para cerrarle el paso a Mélenchon no casaría demasiado bien con su mensaje de que la política en Francia se reduce al Frente Nacional contra todos los demás; y le dificultaría avanzar en su proyecto de acaparar el voto obrero francés. Su ala nacional-bolchevique a buen seguro que preferiría pactar con Mélenchon antes que con el Presidente Macron. Por otra parte, la existencia de un ala nacional-bolchevique en el Frente Nacional que Marine Le Pen ha favorecido no debería llevarla a olvidar que si a lo largo de los últimos años el Frente Nacional ha crecido como lo ha hecho es, en parte, por haber sabido mantener un equilibrio entre sus diversas alas.

El Frente Nacional de su padre, Jean-Marie Le Pen, que ya en 2002 alcanzó la segunda vuelta de las presidenciales frente a Jacques Chirac era sensiblemente menos estatista en lo económico y sensiblemente más conservador en lo social, gozando de amplio apoyo en los sectores más tradicionalistas del catolicismo francés. Esos apoyos no se han perdido. En el Frente Nacional hay liberales y bolcheviques, católicos y ateos, conservadores "carrozas" y simpatizantes de la ideología de género. Es una formación para nada monolítica, en la que se dan unos equilibrios sumamente complejos que quizá constituyan la mayor amenaza a la pervivencia del partido en el futuro. Coexisten sectores que seguramente serían más partidarios de pactar con Los Republicanos, otros que preferirían a Mélenchon, y otros que cabe creer que no se aliarían ni implícita ni explícitamente con nadie en absoluto. Y la única forma de contentar a todos es seguir como hasta ahora e ir completamente por libre. Cosa que permite sobrevivir y hasta crecer y prosperar al Frente Nacional, pero que a la vez es la clave que explica por qué es tan extremadamente difícil que conquiste el poder.

A Mélenchon, sea como fuere, podría bastarle con que el Frente Nacional no tome partido. Si ese fuera el caso, y dado el peculiar sistema electoral francés basado en unas estúpidas elecciones triangulares (que permiten tomar parte en la segunda vuelta a todos los candidatos que obtengan un apoyo superior al 12'5% del censo electoral, celebrándose una segunda ronda que no garantiza que el ganador obtenga mayoría absoluta), podríamos encontrarnos con que la coalición jacobina de Mélenchon pegara con fuerza en las elecciones. De hecho, podría incluso ganarlas. Quizá por mayoría. Todo dependería de la capacidad de Mélenchon para mantener vivo el entusiasmo de quienes ahora han apostado por el aspirante neocomunista. En definitiva, que lo que planteo es que, si Mélenchon jugara correctamente sus cartas de aquí a las legislativas, podría perfectamente aspirar a convertirse nada más y nada menos que en el Primer Ministro y gobernante efectivo de Francia. Algo a lo que Marine Le Pen en estos momentos no aspira ni en sueños.

¿Se imaginan ustedes al "Chávez francés" convertido en Jefe de Gobierno de la República Francesa? Puede parecerles una locura, pero a mi me parece harto más factible que una victoria de Marine Le Pen el próximo 7 de mayo en la segunda vuelta de las presidenciales. De una cosa si estoy muy seguro: Macron se arrepentiría más temprano que tarde de haber sido elegido Presidente; y Matignon (sede del Primer Ministro) se conduciría respecto al Eliseo (sede de la Presidencia) de modo amenazadoramente parecido a como la Comuna de Danton y Robespierre se conducía respecto a la Convención Nacional. En cristiano: que Mélenchon haría lo que le diera la real gana. No creo que se anduviera preguntando "¿Qué haría De Gaulle en mi lugar?"; ni que le preocupase para nada que su forma de gobernar pudiese estar poco a tono con el espíritu de la V República.

En realidad, ya en una de mis últimas entregas especulé con la posibilidad de que Francia quedara abocada tras las presidenciales a una "IV Cohabitación" entre un Presidente de la República y un Primer Ministro de diferente signo político (ver en http://lascronicassertorianas.blogspot.com.es/2017/02/francia-hacia-una-cuarta-cohabitacion.html). Entonces no vi venir la marea roja de Mélenchon, y especulaba con que si se sumaba un cuarto contendiente a la carrera presidencial ese fuera Hamon. Y no imaginaba más posible cohabitación que la de Macron con una mayoría parlamentaria y un Primer Ministro gaullista. Si entonces las perspectivas de futuro de Francia me parecían interesantes, ahora no quepo en mi de la expectación ante lo endiabladamente intrincado del escenario político que se abre ante como abismo de Moria ante los galos.

¿En peligro la V República? ¡En peligro absolutamente todo! El escenario político francés encierra peligros para la UE, la OTAN y el equilibrio global potencialmente mayores que los que encierran el Brexit o la Presidencia de Donald Trump (quien tácitamente apoyó para esta primera vuelta a Le Pen, del mismo modo en que Obama apoyó a Macron que más que Presidente de la República parece que aspira a ser Delegado del Gobierno de los demócratas yankis en Francia-). Incluso si el sistema sale al corto plazo airoso de este lance, no por ello quedará conjurada una amenaza que es de muerte (y que se relaciona directamente con un factor al que apenas hemos hecho referencia y es quizá el más importante de todos: la presencia creciente del Islam en Francia y la escalada del terrorismo yihadista y del sectarismo religioso que conlleva). Pues bien pudiera ser que una colaboración más o menos estable entre niños buenos tales como Macron, Copé, Juppé, Bayrou o Manuel Valls solo sirviera para alimentar más todavía los extremos y fortalecer a Le Pen y a Mélenchon (cuyos partidos no cabe descartar completamente que actúen concertadamente, dentro de ciertos límites, para llevar al límite de resistencia a las instituciones de la V República).

Al final, solo es posible sacar en claro lo siguiente del escenario político que abren las elecciones de hoy en Francia: Charles De Gaulle se revuelve intranquilo en su tumba. Su experimento, a mi modo de ver un tanto chapucero y defectuoso, hace aguas por todas partes. Lo único que falta para que la V República que construyó sobre la base de la execrable traición a sus compatriotas pied-noirs de Argelia estalle en mil pedazos es, no que el Emperador se pasee desnudo a la vista de todos, sino que alguien se atreva a afirmar lo evidente delante del pueblo. ¡Candidatos a ello no parece que vayan a faltar! IHS

viernes, 3 de febrero de 2017

FRANCIA, ¿HACIA UNA CUARTA COHABITACIÓN?

Panorama político cada vez más interesante en Francia. Durante años se ha dado por hecho que Marine Le Pen enfrentaría a un candidato del conservadurismo gaullista al que ella quizá derrotara en primera vuelta, pero que luego la barrería en la segunda. Ese candidato, elegido el pasado noviembre, era François Fillon, y se daba por hecho que este hombre se convertiría en el octavo Presidente de la V República Francesa. Durante cerca de dos meses triunfales, puso en duda incluso que Marine Le Pen tuviera por qué ganar la primera vuelta de las elecciones.

Ahora las tornas parecen haber cambiado completamente gracias al ya célebre "Penelopegate" (el escándalo causado por la esposa de Fillon, que parece ser que estuvo cobrando durante años cantidades importantes de dinero por ocupar un puesto de asesora parlamentaria de su marido que le reportaba ingresos extras a cambio de no hacer nada). Como consecuencia del escándalo, un Fillon cuya campaña ya había empezado a flaquear antes de que su esposa lo metiera en más líos se hunde en los sondeos. Hasta tal punto cotiza a la baja, que ya están surgiendo voces en su mismo partido (UMP) partidarias de sustituirlo por otro candidato. Y surge con fuerza como candidato al Eliseo el ex-Ministro de Economía, Emmanuel Macron, que para mi viene a ser como una versión francesa aunque igualmente odiosa de Hillary Clinton (si bien, a tenor de su sorprendente vida sentimental -en cuya descripción no voy a entretenerme-, con toques de Bill). Sin embargo, hace apenas unos días el Partido Socialista francés celebró sus primarias, en las que un "tapado" en toda regla como Benoit Hamon arrolló al aparentemente gran favorito, el catalán Manuel Valls, que hace solo unas pocas semanas era el Primer Ministro, y que ahora parece haber tirado por la borda una prometedora carrera política (dimitió de su cargo de número dos de hecho del Gobierno precisamente para poder aspirar a la candidatura presidencial socialista). Desde su elección por los socialistas, Hamon parece ir remontando en los sondeos, y no es del todo descabellado imaginarlo en la segunda vuelta. Lo que también sería una manifestación de los sorpresivos giros de la política, si se tiene en cuenta que ya hace años que se daba por descontado que el Partido Socialista no retendría la Presidencia de la República.

En resumidas cuentas, que tenemos una competición a tres (Le Pen, Fillon, Macron) que tanto podría reducirse a dos (Le Pen, Macron) como ampliarse a cuatro candidatos (Le Pen, Fillon, Macron, Hamon). El panorama es incierto de por sí, y el hecho de que la UMP pueda sustituir a Fillon por otro (¿Copé? ¿Juppé? ¿Sarkozy?) hace aún más trepidante una carrera a la que no le falta emoción. Y que puede marcar un antes y un después en la Historia de Francia. Especialmente en caso de que Marine Le Pen gane claramente la primera vuelta y el Frente Nacional se confirme como el primer partido de Francia. Los tres posibles rivales de Le Pen luchan por una Presidencia que parece extemadamente improbable que ella pueda alcanzar, a pesar de que los sondeos llevan años considerándola favorita para ganar la primera vuelta. Ella, sin embargo, va detrás de la que probablemente sea una caza más grande. Ella va a la caza de la República, y su baza es poner de manifiesto la injusticia política que representa la total marginación en base a coaliciones de perdedores (el llamado "Frente Republicano", que consiste en que todos los candidatos de partidos diferentes del Frente Nacional se alíen en su contra) del que desde hace años parece claro que se ha convertido en el primer partido de Francia. Una victoria contundente de Le Pen (a la que no parecen hacer mella sus propios supuestos trapos sucios, publicados por Wikileaks) en la primera vuelta de las presidenciales trastocaría seriamente los equilibrios políticos vigentes desde la refundación de la República por Charles De Gaulle en 1958. Pondría encima de la mesa la necesidad de alterar profundamente un sistema político basado en la marginación sistemática del Frente Nacional de toda posición de poder político práctico, sin importar de cuánta fuerza disponga en relación a los demás partidos políticos. Eso sin contar con su repercusión internacional, que en la UE sería superior a la que ha tenido incluso la ascensión de Donald Trump a la Presidencia de los EEUU.

No voy a exagerar la nota diciendo tanto como que la victoria de Le Pen en primera vuelta supondría el golpe de gracia a la UE. En realidad, la UE seguramente estaría a buen recaudo incluso en el caso de que por un casual Marine Le Pen fuera elegida Presidenta de la República. La razón es sencilla: incluso en ese caso, Le Pen no gobernaría Francia. A las elecciones presidenciales les siguen las legislativas, y es en extremo improbable que el Frente Nacional pasara de tener una presencia testimonial en la Asamblea Nacional francesa a ganar las legislativas por mayoría absoluta. Y, a no ser que dispusiera de una mayoría, Marine Le Pen no podría hacer salir adelante su política, porque es casi seguro que no gozaría del apoyo de ningún otro partido aparte del suyo propio. El Ejecutivo francés es de tipo dualista y se basa en la existencia, por un lado, de un Jefe de Estado elegido por el pueblo -el Presidente de la República- y en un Jefe de Gobierno susceptible de ser depuesto por la cámara legislativa -el Primer Ministro-, ambos provistos de considerable poder (para entender mejor en qué consiste el dualismo y cómo funciona en Francia, se recomenda acudir a otra entrada de este mismo blog: http://lascronicassertorianas.blogspot.com.es/2013/04/monismo-y-dualismo-ejecutivos-mencion.html). Lo más probable es que una Presidenta Le Pen tuviera que nombrar a un Primer Ministro de otro partido, da igual de cual, so pena de bloquear políticamente Francia y sumirla en una ingobernabilidad que fácilmente podría degenerar en anarquía, y que posiblemente sus propios votantes no le perdonarían.

Así pues, el Primer Ministro que nombrara Le Pen sería el gobernante efectivo de Francia, al margen de que la Presidenta Le Pen dispusiera de ciertos poderes nada desdeñables con los que influir sobre la política nacional e internacional de Francia (principalmente, el de disolver la Asamblea Nacional a voluntad). Difícilmente Francia abandonaría la UE, por mucho que Le Pen hiciera propaganda contra la organización desde la Presidencia. Lo único efectivo que podría hacer contra la UE sería convocar un referéndum para abandonarla y confiar en que la Asamblea Nacional se doblegara si el resultado fuera favorable al "Frexit". Con todo, la victoria de Le Pen en primera vuelta y la consagración del Frente Nacional como primera fuerza política de Francia fortalecerían el euroescepticismo en prácticamente todo el continente, y generaría el riesgo de que incluso los grandes partidos comenzaran a adoptar una retórica cada vez más euroescéptica, como ha sucedido con el Partido Conservador británico a raíz del "Brexit". Sin contar con que sumiría a Francia en un marasmo político interno tal que la obligaría a mirarse el ombligo y a desentenderse de la suerte de una UE que hace aguas por todas partes.

No obstante, el riesgo de cohabitación ha crecido, y ya no está vinculado a una hipotética e improbabilísima elección de Le Pen. Actualmente, la volatilidad de los apoyos de los candidatos a la Presidencia es tal, que sería concebible que cualquiera de ellos pasara a la segunda vuelta, derrotara a Le Pen, se convirtiera en Presidente, y a los meses tuviera que nombrar a un Primer Ministro de otro partido. Cualquiera que fuera el resultado de las elecciones presidenciales, es más incierto que nunca en toda la Historia de la V República que sirvan para elegir al próximo gobernante de Francia, posiblemente encaminada a una cuarta cohabitación (que sucedería a las tres que se han dado hasta la fecha1: el socialista Miterrand y el gaullista Chirac, el socialista Miterrand y el gaullista Balladour, el gaullista Chirac y el socialista Jospin). A todo esto, surge inevitablemente la siguiente pregunta: ¿quién se convertirá este año en el nuevo Primer Ministro? ¿Podría ser que figuras principales de la política francesa cuyas aspiraciones políticas quedaron aparentemente cercenadas, incluso definitivamente, a raíz de derrotas en las primarias presidenciales vuelvan a primerísima fila de la actualidad convirtiéndose en jefes del Gobierno, ya que no del Estado? La verdad es que no dejaría de ser irónico que los Sarkozy, Juppé o Valls a los que ahora se descarta por sus derrotas en las primarias presidenciales acabasen saliéndose con la suya por la vía tan poco ortodoxa de ser nombrados Primer Ministro. Si esto sucediera, se demostraría algo que yo siempre he pensado: que el reformador constitucional francés de 2000 era sencillamente idiota. Y que, queriendo evitar los problemas de gobernabilidad que necesariamente suscita una cohabitación, ideó un mecanismo que no solo no los impide sino que incluso es susceptible de agravarlos, al facilitar que el Presidente quede prácticamente desprovisto del grueso del poder político durante todo su mandato de cinco años. A pesar de lo cual debo ser justo, así que desde ya afirmo lo siguiente: que, como español, cambiaba el sistema político de mi país por el francés con los ojos cerrados. IHS

1Se indica primero al Presidente de la República y posteriormente al Primer Ministro.

2En el momento en que añado esta nota, el candidato centrista François Bayrou (MoDem) ha abandonado la pugna por la Presidencia a la vista de la imposibilidad de que obtenga los resultados alcanzados en 2007 (año en que quedó tercero y hasta pareció en disposición de poder pelear la segunda vuelta y de ganar sobradamente en caso de alcanzarla). Ha apoyado públicamente a Macron, que de este modo ha experimentado un importante alza en los sondeos, consolidándose como favorito a la Presidencia y con posibilidades incluso de ganar la primera vuelta a Marine Le Pen. Con todo, el artículo sigue plenamente en vigor. Ni Macron ni menos aún Le Pen parecen en disposición de ganar las legislativas. La cohabitación y la consiguiente crisis política de la V República parecen más probables.

miércoles, 31 de agosto de 2016

CONSTITUCIÓN DE 1978: MALA TÉCNICA JURÍDICA Y ESTANCAMIENTO POLÍTICO



Aunque todavía es demasiado pronto como para afirmar rotundamente nada al respecto, parece perfectamente posible que España se enfrente a la tercera convocatoria electoral en apenas un año. Sin duda alguna, de la vieja política cabe esperarlo todo, y la nueva no parece tampoco ser ajena a los cambalaches ni a los peores usos de la que la ha precedido. Así pues, de nada tendríamos que sorprendernos si, finalmente, tiene lugar algún tipo de arreglo de última hora en virtud del cual nuestra crisis política recibe algún tipo de salida que desencalle la situación y permita que alguien (casi con toda seguridad el PP) gobierne España. Al menos por algún tiempo.


Qué destacar del momento político que vivimos? Son quizá muchas las cuestiones que merecerían atención. Por un lado, llama la atención como PODEMOS, el tercer partido político nacional, ha estado desaparecido en combate a lo largo de toda la primera parte de la legislatura. Yo no sé si son imaginaciones mías, pero a Pablo Iglesias Turrión de Suchard apenas si se lo ha visto ni oído desde su grave fracaso del pasado 26 de junio. También me llama la atención la escasa predisposición del PP a mover ficha. Puedo entender que Rajoy quiera permanecer a toda costa al frente del Gobierno, pero me sorprende que dentro del PP no hayan surgido voces sugiriendo la conveniencia de desprenderse de un político que claramente constituye un obstáculo de primera magnitud a las negociaciones con vistas a conformar un nuevo Ejecutivo. Del mismo modo que me quedo mirando cómo los secesionistas (especialmente los del PDC, ERC y la CUP) no aprovechan un escenario que, de ordinario, favorecería que el proceso independentista tomara impulso.

Empero, si hay algo que me sorprende y me choca profundamente, es el hecho de que la gravísima crisis política que padece España no motive en ninguna parte una reflexión acerca de hasta qué punto a nuestro país le conviene seguir manteniendo el sistema político del que nos dotó el nefasto constituyente de 1978. Al fin y al cabo, si vivimos instalados en la paranoia a raíz de la posibilidad de que se convoquen sucesivamente nuevas elecciones, ¿no es eso única y exclusivamente culpa del art. 99.5 de la Constitución? Y si nos lamentamos de que nuestro Gobierno no pueda ejercer plenamente sus funciones, ¿no es al menos en parte eso culpa del art. 101 de ese mismo texto -aunque, siendo honestos, la culpa principal recae en en los apartados 3, 4, 5 y 6 del art. 21 de la Ley 50/1997, o "Ley del Gobierno"-? ¿Por qué nadie pone en cuestión la forma en que funciona el proceso de investidura del Presidente del Gobierno español? Es más, ¿por qué nadie pone en cuestión la necesidad de que exista un proceso de investidura o de que limitemos estúpida y arbitrariamente los poderes del Gobierno mediante la figura jurídica tan contraproducente e inexistente en otras democracias del Gobierno en funciones? Se hace referencia al hecho de que contados dos meses desde el día de hoy tocaría convocar elecciones, y de que si no es investido un Gobierno no es posible que el actual en funciones presente un proyecto de Presupuestos Generales del Estado. Pero a nadie se le ocurre plantear si tiene sentido que nuestra Constitución y la Ley del Gobierno establezcan esta desfachatez.

Yo no soy precisamente fan del parlamentarismo, al que me opongo por considerar preciso establecer una separación clara de los poderes ejecutivo y legislativo en virtud de la cual el acceso a la jefatura del primero sea completamente independiente de la elección por el pueblo del segundo (de modo que, como sucede en países como EEUU, sea posible que distintas corrientes políticas controlen los distintos poderes del Estado). Ahora bien, si lo que queremos es mantener el parlamentarismo, parece claro que podríamos estructurarlo mucho mejor de lo que lo está actualmente. Bastaría con establecer para la investidura procedimientos de votación simultánea de candidatos como el previsto en Asturias (en virtud del cual o se vota a un candidato o se vota a otro, de manera que si uno no es elegido forzosamente lo es su contrincante excepto en caso de empate -para el cual siempre se puede prever mecanismos por medio de los cuales romperlo-), o con establecer la elección automática del candidato del partido más votado en caso de que ninguno otro alcance el apoyo de la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Es más, podría hacerse algo incluso mejor: abolir la investidura y dar paso a un sistema como el británico en virtud del cual se entienda que el Gobierno mantiene la confianza del Parlamento en tanto dicha confianza no sea expresamente revocada (manteniendo validez la confianza parlamentaria manifestada en su día al Gobierno con independencia de que el Parlamento se haya o no renovado). Del mismo modo, y si bien la figura del Gobierno en funciones la contempla la propia Constitución, un simple cambio en la Ley del Gobierno podría poner fin a las limitaciones impuestas al Gobierno en funciones en relación al Gobierno que todavía goza de la confianza parlamentaria (limitaciones que, en un escenario en el que consideraramos que la confianza parlamentaria se concede por tiempo indefinido hasta que el propio Parlamento la revoque expresamente, perderían hasta el último resto de razón de ser justificativa de su existencia).

Todo esto podría hacerse, e incluso creo que cabría pensar que al hacerlo se concitase un acuerdo amplio de las fuerzas parlamentarias. Al fin y al cabo, es difícil creer que la situación hoy reinante pueda beneficiar a los partidos políticos. Empero, es verdad que a nuestra clase dirigente lo que le gusta es chalanear y dedicarse a la política en su concepción más baja de mera competición por la conquista y/o reparto del poder. Y, si bien el dedicarse a sus quehaceres favoritos no es en absoluto incompatible con el establecimiento de otro marco jurídico-político más sensato en virtud del cual evitáramos una situación de zozobra institucional que atraviesa España en este momento, también es cierto que el establecimiento de procedimientos tendentes a evitar puntos muertos como éste al que hemos llegado perjudicaría a los partidos en al menos un sentido. Y es que les privaría de un arma que imagino que será importante a la hora de presionar a sus contrapartes para sacar lo más posible de las negociaciones que suceden necesariamente a elecciones que dan lugar a Parlamentos tan fragmentados como lo han sido los dos últimos, ya que si elimináramos las situaciones de bloqueo de la formación del Gobierno, desaparecería la posibilidad de esgrimir ese mismo bloqueo como amenaza política. Y eso me temo que implicaría por parte de nuestros partidos políticos, tanto nacionales como de ámbito territorial restringido, una renuncia que difícilmente podrían sobrellevar. Tendrían que renunciar a provocar deliberadamente la zozobra de nuestro régimen político con tal de satisfacer sus pretensiones políticas cortoplacistas del momento. ¡Demasiado pedirles!

¿O no? Hay que tener en cuenta que, en política, como en los demás ámbitos de la existencia humana, a menudo la realidad impone proceder por medio de constantes ponderaciones de bienes en conflicto. En relación con el concreto asunto que en esta entrada se debate, mi punto de vista es el siguiente: si bien es comprensible que los políticos deseen chalanear con libertad, a la vez deberían ser conscientes de que quizá no deberían hacerlo a costa de jugar con los cimientos mismos del Estado. Así pues, quizá les compensaría perder la baza de bloquear la formación del Gobierno, en la medida en que lo que perdieran de este modo lo ganarían si, como estoy seguro de que ocurriría, la imposibilidad de bloquear la formación del Ejecutivo (sumada al mantenimiento por éste en todo momento de sus poderes ordinarios) redundara en una mayor fortaleza institucional tanto de éste como del régimen setentayochista en su conjunto.

Régimen el establecido por la Constitución de 1978 que no cabe duda de que adolece de problemas como éstos por la chapucería y falta de sentido de su labor trascendental en que incurrieron todos y cada uno de los que contribuyeron a elaborar la nefasta Constitución actual. Que si no ha arruinado el país desde el minuto cero es solo porque recibió la mejor herencia posible del régimen precedente encabezado por el que sin duda es el más grande estadista que ha tenido España en al menos dos siglos: don Francisco Franco Bahamonde. De no ser por la fabulosa herencia recibida del franquismo prácticamente en todos los sentidos, probablemente el estado de cosas reinante en nuestro país ya hace tiempo que se habría degradado hasta acercarse peligrosamente a una explosiva mezcla entre disgregación y guerra civil. De hecho, es a la disgregación a lo que se aproxima a buen paso en nuestros tiempos, pese a la buena base de que partía el constituyente. Constituyente en cuyo mal hacer jurídico-técnico insisto, dado que al problema que genera nuestro estúpido sistema de investidura se suma el generado en términos de plazos por la indefinición acerca del momento a partir del cual ha de correr el plazo para convocar nuevas elecciones, caso de que no haya investidura. Indefinición que es la que ha permitido al indeseable que nos gobierna aceptar el encargo de intentar formar Gobierno a la vez que negarse a fijar un día para la investidura. Que seguramente es lo que le gustaría. Que nunca se celebrara una investidura y nunca comenzara a correr el plazo para convocar elecciones, siendo así Presidente del Gobierno en funciones con carácter vitalicio.

Siendo tan evidentes como lo son estos problemas que atraviesa España en virtud de los gravísimos defectos no ya solo de fondo, sino incluso meramente formales de los que adolece nuestra Constitución, asusta la deificación con la que a los botarates que la elaboraron les obsequian los políticos todavía menores que les han sucedido. Unos 254 de los 350 escaños de nuestro Congreso de los Diputados están ocupados por partidos que hacen de la defensa del papel histórico de Adolfo Suárez una de sus banderas y de sus señales de identidad. Y si esto es terrible, peor aún es pensar que los otros 96, si por algo critican a la Transición, es por no haber avanzado más rápido en el proceso de desmantelamiento de la mejor herencia recibida de manos del Caudillo. Los errores flagrantes de técnica jurídica como los atañentes al proceso de investidura, que en el marco de una política sana deberían en principio criticables desde cualquier trinchera política, no son objeto de debate ninguno. Seguramente porque los enemigos de este régimen en ningún caso aspiran a ser menos cutres que la Monarquía bananera que aspiran a destruir.

Sea como fuere, tanto peor para ellos. Casi lo único que me da cierta esperanza en el futuro es el convencimiento de que la opción por la chapucería deliberada, en aquellos casos en los que ni siquiera viene avalada por tradiciones de siglos, no es una opción política sensata que pueda prosperar per saecula saeculorum. Todo esto es munición política extra que se suma a la que proporciona de por sí el parlamentarismo como régimen político indeseable y socavador de sus propios fundamentos democráticos que es. Es más, creo que, bien aprovechada, es munición de primer nivel. Solo falta quién se atreva a emplearla para volarle alegóricamente los sesos a la partitocracia setentayochista que nos mal gobierna. Entre tanto, y vista la escasa predisposición de la actual [de]generación de políticos españoles a enmendar incluso los más flagrantes errores formales del constituyente, por mí podemos seguir celebrando elecciones sin fin hasta que acudir a ejercer el derecho al sufragio o abstenerse de hacerlo se convierta para la práctica totalidad de los españoles en un automatismo. ¿Quién sabe? A lo mejor se cumple el dicho en virtud del cual se afirma  que "No hay mal que por bien no venga.", y la concatenación de elecciones sin fin llega a poder ser explotada como atractivo turístico de España. Si lo que nuestra casta desea es que el país se vaya convirtiendo en una Monarquía más y más bananera, ese podría ser el mejor camino para conseguirlo. IHS

sábado, 20 de abril de 2013

MONISMO Y DUALISMO EJECUTIVOS. MENCIÓN ESPECIAL AL ENTRETENIDO CASO FRANCÉS

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

Una de las cosas que menos me gustan de una Monarquía Parlamentaria que ya de por si no se puede decir que me guste nada de nada es precisamente el hecho de que "el Rey reine pero no gobierne". Esa es una de las máximas de nuestro actual régimen político aquí en España, y es una de las afirmaciones que más me repatean el hígado y me tocan la moral. En el sentido de que uno se queda diciendo: "¡Coño! ¿Entonces para qué lo queremos? ¿No puede hacerse perfectamente cargo de sus funciones un cargo electo?"

Sin duda alguna, no preferiría una Monarquía Absoluta a la actual. E incluso se puede decir que hemos de darnos con un canto en los dientes por el hecho de no vivir gimiendo bajo el yugo del mismo despotismo regio al que estuvieron acostumbrados aun nuestros tatarabuelos o choznos. Pero, aún reconociendo que nuestra actual Monarquía es preferible a las que en el pasado hemos conocido, lo cierto es que también es conveniente reconocer que los Reyes de antaño se ganaban un respeto que hoy en día nadie siente por ningún Rey en ningún lugar del mundo occidental (ni siquiera en el Reino Unido). Por lo que a mi hace, yo directamente lo que no quiero es monarquía ninguna, ni absoluta, ni parlamentaria, ni boludo-chevique (que la hay en Corea del Norte).

De todos modos, el asunto sobre el que quiero atraer la atención de mis estimados lectores no tiene nada que ver con la Monarquía. El asunto que deseo traer a colación es el de la dicotomía que existe entre los ejecutivos monistas y dualistas. Y la opinión que me merecen unos y otros.

A falta de que se invente una fórmula nueva, hoy en el mundo existen poderes ejecutivos monistas y dualistas. Analizaremos primero los segundos, que cabe decir que son los más habituales. Los ejecutivos dualistas son aquellos en cuya cabeza se da una partición, al existir una Jefatura de Estado separada de la Jefatura del Gobierno. La Jefatura del Estado está dotada de la suprema potestad representativa, mientras que la Jefatura del Gobierno está dotada de la suprema potestad de dirección política del país.

Como se ve, el dualismo hoy día es la forma de organización del poder ejecutivo que se da en la mayor parte de los Estados occidentales. Por de pronto, se da en todas las Monarquías Parlamentarias, en las que por definición existe un Rey que es Jefe de Estado, y un Jefe de Gobierno que está dotado de legitimidad democrática -generalmente indirecta, dado que su nombramiento suele correr a cargo del Parlamento del lugar-, y por ello es quien de verdad rige los destinos del Estado. Este es el caso de España, del Reino Unido y demás Estados anglosajones de la Commonwealth, del Benelux y de las monarquías escandinavas.

Pero el dualismo ejecutivo es cosa también de repúblicas. Sirva de botón de muestra de la veracidad de ese último aserto el hecho de que en todas las repúblicas parlamentarias existe un Primer Ministro elegido por el Parlamento nacional respectivo (o por la cámara más importante de dicho Parlamento), que es quien dirige la política interior y exterior y quien, en definitiva, gobierna el país y decide el nombre de los demás miembros del ejecutivo. Además del Primer Ministro, existe en las repúblicas parlamentarias un Presidente de la República, que es el Jefe de Estado, y que puede ser elegido de modo diverso. Bien por los Parlamentos de los Estados en su totalidad, bien por algún tipo de asamblea especial de la que suelen formar parte todos los parlamentarios junto con otras personalidades, o bien directamente por el pueblo en elecciones (que suelen celebrarse a doble vuelta).

En una república parlamentaria, el Presidente de la República -pese a ser la máxima autoridad nominal del Estado, cuya más alta representación honorífica interior y exterior ostenta- no gobierna el país, cosa de la que se encarga, como dijimos antes, el Primer Ministro. Así pues, su importancia es más nominal que real. Sus funciones vienen a ser las mismas que las de un Rey en una monarquía parlamentaria, aunque con el plus añadido respecto de los reyes de su legitimidad democrática más o menos directa y del carácter no hereditario del cargo. Las funciones del Presidente son, en general, las que iremos siguientes: sancionar las leyes con su firma -a lo que suele añadirse la capacidad de vetar dichas leyes si no le agradan-, perfeccionar los tratados internacionales con los que se obligue el Estado respecto de las otras naciones, y ejercer esas funciones tan mal definidas que son las de "arbitraje" y "moderación" (que se supone que implican su deber de intervenir, en caso de ser necesario, para evitar que se enconen los conflictos políticos que se vayan suscitando).

Dentro de los sistemas políticos estructurados en torno de ejecutivos dualistas, tenemos el caso especial de Francia. El francés no es un sistema parlamentario ni uno presidencialista, sino que es un sistema semipresidencialista o semiparlamentario (como se prefiera). Es un sistema en el que existe un Presidente elegido directamente por el pueblo en elecciones a doble vuelta, junto con un Primer Ministro nombrado por el Jefe de Estado y responsable políticamente ante la Asamblea Nacional. En el sistema francés, las tornas cambian considerablemente respecto a lo que sucede en los sistemas republicanos parlamentarios. En ambos sistemas puede darse la cohabitación entre un Presidente de determinado color político, y un Primer Ministro de signo distinto.

Este fenómeno apenas tiene importancia en la marcha de la vida política de las repúblicas parlamentarias, por las escasamente trascendentes competencias confiadas al Jefe de Estado. No obstante, en Francia el de la cohabitación es un periodo provisto de especial trascendencia política. Existen buenas razones para que así sea. A diferencia de lo que sucede en la mayoría de las repúblicas, en Francia el Presidente está dotado de competencias políticas de primer orden, especialmente en materia de relaciones internacionales y de defensa, pudiendo disolver la Asamblea Nacional cuando lo estime conveniente -competencias todas las cuales en una república o en una monarquía parlamentarias habitualmente corresponden al Jefe de Gobierno-. Las competencias relativas al interior son las que quedan en manos del Primer Ministro y de su Gobierno.

El poder de la Presidencia en Francia, como se ve, es bastante grande. Además, se trata de un poder que en la práctica -no así en la teoría- resulta sumamente cambiante, al igual que el del Primer Ministro. En teoría, el Primer Ministro podría ser más o menos tan poderoso, por sus atribuciones constitucionales, como el Presidente. Pero en la práctica las cosas funcionan de una manera que poco tiene que ver con las estipulaciones constitucionales.

Intentaré explicar lo más brevemente que pueda la naturaleza del reparto de poderes en Francia entre el Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno (modelo seguido, en el ámbito comunitario, por Portugal). Dado el poder de la Presidencia, aumentado desde que se impuso la elección directa de su ocupante (único cargo público del país elegido por toda la ciudadanía), los líderes de los grandes partidos franceses tienden a luchar siempre que pueden por la Jefatura del Estado, que es la que posee poder sobre el más impresionante fundamento del poderío internacional que de momento aun pueda quedarle a Francia: el botón nuclear. Así pues, en las épocas en las que la mayoría parlamentaria le es favorable, el Presidente es el líder del partido de la mayoría, que tiende a serle adicta a él, y no al Primer Ministro. Lo que también guarda relación con el hecho de que, pudiendo disolver cuando le apetezca la Asamblea Nacional, es al Presidente al que los Diputados de su partido (especialmente los que temen no conservar su escaño en años venideros -que son más bajo el sistema de elección de la Asamblea Nacional por circunscripciones uninominales de los que serían si la elección se sustanciase mediante el recurso a circunscripciones más amplias y a una fórmula de reparto proporcional-).

Ergo, el Primer Ministro se sabe atado por la voluntad del Presidente, y procurará actuar de manera acorde siempre a la política del Jefe de Estado, quien, en caso de no estar satisfecho con él, no tiene más que nombrar a otro político de su mismo partido que le merezca mayor confianza, y a otra cosa mariposa, pues sabe que haga lo que haga tendrá a la Asamblea Nacional junto a él (de manera que, a efectos prácticos, puede cesar al Primer Ministro mediante el recurso de obligarle a presentar su dimisión -pese a que éste poder en particular no se lo concede la Constitución de 1958-). En definitiva, que el Primer Ministro hace más de jefe de gabinete que de otra cosa. Lo que significa que sus poderes constitucionales en la práctica es como si pasasen al Presidente, que usurpa la función gubernamental reconocida por la Constitución de dirigir y determinar la política nacional. Durante estos periodos de coincidencia entre el color político de la Presidencia y el de la Asamblea Nacional, el ejecutivo funciona parecido a como lo haría si fuese uno de esos ejecutivos monistas que veremos después. Los Ministros del Gobierno en la práctica responden directamente ante el Presidente, y no ante el Primer Ministro, por más que sea éste nominalmente el Jefe de Gobierno.

Cuando, por el contrario, se da la cohabitación, el Presidente, cuyo partido no es mayoritario en el legislativo, se ve obligado a nombrar a algún político que sea aceptable para una mayoría política que le es adversa como nuevo Primer Ministro. Es en estos casos cuando el Primer Ministro de verdad ejerce sus atribuciones constitucionales, quedando enormemente reducido el poder del Presidente. El único consuelo del Jefe de Estado es que, si sus contrarios están divididos, siempre puede procurar crear disensiones entre ellos procurando nombrar Primer Ministro a una figura que no sea la del mayor de sus opositores.

Esto fue un poco lo que Miterrand consiguió en 1993 al nombrar a Édouard Balladur, protegido político de Jacques Chirac al que no se le ocurrió mejor idea que aprovechar su popularidad como Primer Ministro para intentar aspirar a la Presidencia al margen de su mentor en 1995 (elección que parecía que iba a ganar, pero que al final no solo perdió, sino que sirvió para que Chirac alcanzase la Jefatura del Estado y se vengase cumplidamente de Balladur, que pasó a segundo plano en la política francesa). Esta estratagema difícilmente puede tener éxito, porque generalmente uno de los mayores gustazos que se dan los adversarios políticos del Presidente durante los periodos de cohabitación es la humillación que se le inflige a éste al obligarlo a nombrar como Primer Ministro al peor de sus enemigos políticos. Que, generalmente, en tanto que Primer Ministro en tiempos de cohabitación, se piensa que parte en el mejor lugar para intentar conquistar la candidatura a la Presidencia de su propio partido para la próxima elección a la Jefatura del Estado (si bien los hechos no avalan esta idea, dado que solo dos Primeros Ministros, Georges Pompidou y Jacques Chirac, han ganado la Presidencia de la República tras haberse desempeñado como Jefes de Gobierno; y ninguno de ellos era Primer Ministro al ascender a la Presidencia).

Aquí, una vez más, se da una situación de hecho que la Constitución francesa no sanciona formalmente, ya que en realidad el Primer Ministro, igual que en teoría no depende del Presidente para seguir en su cargo, tampoco depende sobre el papel de la Asamblea Nacional para acceder a él. Su nombramiento compete en exclusiva al Presidente de la República, y si éste siempre ha nombrado Primeros Ministros que contasen con el apoyo de la mayoría parlamentaria eso se ha hecho solo con el propósito de impedir un bloqueo político. Al fin y al cabo, la Asamblea Nacional lo que si puede es aprobar una moción de censura destructiva contra el Primer Ministro, obligándole a presentar su dimisión ante el Presidente de la República (aunque sin sustituirle por nadie, siendo posible que el Presidente de la República, en teoría, nombre Jefe de Gobierno a quien quiera, Primer Ministro censurado inclusive). Por lo que si el Presidente nombrara constantemente a Primeros Ministros ajenos a la mayoría parlamentaria, solo conseguiría obligar a ésta a censurar a los Primeros Ministros uno tras otro. Eso sin contar con que además al Presidente le valdría de poco enrocarse en el apoyo a Primeros Ministros no queridos por la Asamblea Nacional, dado que tales Jefes de Gobierno no podrían sacar adelante proyectos legislativos de ninguna clase.

El esquema de gobierno dualista francés (que, como se ha visto, de los esquema duales puede ser tanto el más dual de los posibles en tiempos de cohabitación como el menos dual de todos y el más parecido a un ejecutivo monista en tiempo de convergencia) tenía tradicionalmente el problema de que era susceptible de generar graves fracturas en la acción de Gobierno. Durante los periodos de cohabitación, el Primer Ministro gobernaba el país, pero el Presidente gozaba de poderes tan fuertes -pese a su merma- que el país se volvía ingobernable, en tanto que el Jefe de Estado tenía permanentemente en vilo la acción del Primer Ministro y de su Gobierno. Del mismo modo, durante los periodos de convergencia, el Primer Ministro, en teoría la única cabeza del Gobierno, quedaba tan absolutamente eclipsado por el Presidente que de algún modo eso restaba la mayor parte de su dignidad al cargo de Jefe de Gobierno.

El primer problema se ha querido solventar para siempre. Las cohabitaciones se producían generalmente en momentos de baja popularidad del Presidente, cuyo largo mandato de siete años daba para muchos altibajos en ese sentido. La Asamblea Nacional no podía alargar su mandato más allá de los cinco años. Pero en el 2000, una reforma constitucional aprobada en referéndum por el pueblo francés redujo la extensión temporal del mandato del Presidente, que pasó a ser de cinco años. Y se estableció un calendario electoral en virtud del cual las elecciones legislativas se celebraban poco después de las presidenciales, justo tras la elección del Presidente -quien, por fuerza, gozaría en ese momento de una popularidad suficientemente fuerte como para que su partido se asegurase la victoria por pura inercia electoral-. De este modo, desde 2002 en adelante no se ha vuelto a producir una cohabitación. Por lo que, en apariencia, el riesgo de fractura en el seno del ejecutivo se ve reducido al mínimo. Aunque a cambio de dinamitar el prestigio del Jefe de Gobierno, convertido definitivamente en mero comparsa del Jefe de Estado. Sea como sea, en realidad la cohabitación sigue siendo posible, especialmente en caso de que las elecciones legislativas sean posteriores a elecciones presidenciales muy ajustadas. Con el añadido de que, si esto sucediese, los franceses podrían tener que soportar durante todo el mandato presidencial un ejecutivo dividido, a no ser que el Presidente haga uso de su poder de disolución anticipada de la Asamblea Nacional con el fin de recuperar la mayoría y poder nombrar un Primer Ministro y un Gobierno afines.

Llegamos al momento en que lo que corresponde es comentar brevemente las características del otro modelo básico de ejecutivos que existe en el mundo, el monista. Que, siendo menos recurrente que el dualista en los Estados de la actualidad, no obstante es más antiguo que éste. En el modelo de ejecutivo monista, no existe fractura alguna en el seno de la cabeza del ejecutivo. Existe un Jefe de Estado que a su vez es Jefe de Gobierno y nombra a los demás miembros del ejecutivo, que responden políticamente ante él.

Este modelo tiene una gran ventaja, y es la de que todos los problemas inherentes a la diferenciación entre Jefatura del Estado y Jefatura del Gobierno que se suscitan en las repúblicas que siguen el modelo de ejecutivo dualista -no tanto en las monarquías parlamentarias- aquí sencillamente no existen. El modelo de ejecutivo monista es el modelo que ha regido desde siempre en los EEUU y en la casi totalidad de los Estados hispanoamericanos. Y de este modelo poco más puede decirse, dada la sencillez del mismo y la ausencia de problemas derivados de la relación entre una pluralidad de cabezas ejecutivas que en este caso no existe. En artículos anteriores hice mención de las condiciones mínimas que considero que deben darse para que podamos hablar de la existencia de una democracia en determinado país. No es desde luego una de esas condiciones la configuración monista o dualista del ejecutivo. Tanto en un sistema de ejecutivo monista como en uno de ejecutivo dualista es perfectamente posible articular una democracia, o no hacerlo. Pero eso no quita para tener claro que uno de los dos modelos sea mejor que su contrario. Y, desde mi punto de vista ese modelo es el más sencillo y antiguo de los dos: el modelo monista.

El modelo dualista parte de la idea de que es necesario conferir la más alta representación de la nación a una figura pública alejada del centro del debate político, que sea capaz de transmitir una imagen neutral de cara al interior (con la que pueda identificarse la mayoría de los individuos que componen la nación independientemente de su color político o de su filiación partidista), y digna de cara al exterior. En el caso de las monarquías parlamentarias, todas las cuáles antes fueron monarquías absolutas (o, incluso si no fueron absolutas, monarquías donde los reyes ejercían amplios poderes), al Rey corresponde hacerse cargo de esa representación, lo que se justifica muy malamente -pero se justifica algo al menos- por la tradición.

La cosa cambia cuando este modelo se aplica a las repúblicas parlamentarias. El Presidente de la República debe procurar ser políticamente lo más neutral posible (lo que en Francia, a tenor de la profunda implicación política del cargo, no sucede ni se exige). Esto genera problemas, porque el Presidente de la República suele ser elegido entre políticos de cierto prestigio, muchos de los cuales han ejercido en el pasado cargos de gran importancia, llegando a ser miembros o hasta Jefes de Gobierno de sus respectivos países. Y, evidentemente, esos personajes que acceden a la Presidencia de la República ni pueden abjurar de su pasado ni necesariamente van a dejar de conducirse de una manera acorde a las ideas que profesan (lo que puede tener consecuencias que a muchos se les antojarán desagradables, especialmente en el caso de que sea elegido Presidente de la República un personaje público de ideas un tanto radicales).

La forma de remediar hasta cierto punto esto a menudo es elegir como Presidente de la República a personajes conocidos procedentes de ámbitos ajenos a la política lo más desideologizados que sea posible. Pero el contra de esto es que implica la concesión de poderes políticos -por pocos que sean- a individuos que es probable que no sepan moverse en ambientes políticos, por haber permanecido ajenos a ellos durante toda su vida anterior.

Y otra forma de impedir una Presidencia de la República excesivamente polarizante es la que se suele ensayar en Alemania, que es la consistente en nombrar para el cargo a personajes políticos de segunda fila. Sin embargo, pienso que esta solución crea más inconvenientes de los que resuelve, fundamentalmente en tanto que, pese a que impide que la Presidencia de la República sea elemento particular de confrontación (al ser inhabitual que accedan a la Jefatura del Estado personajes políticos demasiado destacados que susciten pasiones excesivamente fuertes y encontradas), a la vez resta valor a la que se presume la primera dignidad política del país, que recae sobre políticos que difícilmente serían más mediocres si se entrenasen con ese fin.

Todos estos problemas artificiosos desaparecen en el modelo monista. Éste parte de dos ideas que son las que yo comparto, y que son por un lado la de la imposibilidad de la neutralidad en política, que además ni siquiera se considera deseable (se asume que nunca llueve a gusto de todos, y que por ende no vale la pena intentar crear falsos espacios de neutralidad, siendo más sensato dar a todos la oportunidad de que las cosas se hagan a su manera sin necesidad de disimularlo); y por el otro la de que nadie representará tan adecuadamente a la nación ante el extranjero ni liderará tan adecuadamente al pueblo en el interior de la nación como aquel que realmente tiene en sus manos el Gobierno de la misma, y, por ende, el mayor poder para hacer y deshacer en su seno. Ahora bien, que sea partidario de ejecutivos monistas, no quita para que sea a su vez partidario de crear cauces que hagan posible al elector optar entre Ejecutivos más o menos plurales y/o monolíticos. Que a menudo considero que es lo que falta en países como los EEUU. A nivel federal, que no estatal. De hecho, la existencia de ejecutivos colegiados cuyos cargos son electivos total o parcialmente a nivel estatal estadounidense es una idea que creo que debería incorporarse a los ordenamientos jurídicos europeos, aunque con una leve corrección. A mi modo de ver, el elector debería poder decidir si establece un ejecutivo más o menos compacto, y la forma de hacerlo sería permitir al Jefe de Estado y de Gobierno presentarse a las elecciones a todos los puestos electivos del Gobierno, y delegar los cargos discrecionalmente en el caso de ganar los comicios.

La razón de que sea partidario de esto (que, aunque pueda parecerlo, no contradice en nada el monismo al que he declarado estar adscrito) es que tendencialmente el poder ejecutivo es el más importante de los tres poderes clásicos. El más expansivo y el que, por lo tanto, mayor peligro corre de desbordarse sobre los otros y sobre la ciudadanía, asfixiándo al resto del Estado y a la sociedad merced a su abrumador poderío, respaldado además por el control sobre las Fuerzas Armadas. Este es el principal argumento de entre los que me mueven a profesar la idea de que limitarse a separar los poderes a rajatabla no es la mejor solución que se le puede dar al problema de la separación y el equilibrio de poderes. Pienso que puede ser bueno que el poder ejecutivo, por ser el más poderoso -y por ende peligroso- de los poderes del Estado, esté sujeto a posible fraccionamiento interno en múltiples poderes, caso de decidirlo así una suficiente mayoría popular, aunque sin impedir que esa misma mayoría pueda decidir lo contrario, pues eso implicaría consagrar la perpétua debilidad ejecutiva. Lo que, inevitablemente, redundaría en perjuicio para la cohesión interior del país, y para la imagen exterior del mismo.

Igualmente, creo que hay que desproveer al poder ejecutivo de capacidad para usurpar al legislativo o al judicial las atribuciones que en justicia les corresponden (por ejemplo: creo que, excepto en aquellas cuestiones directamente relacionadas con la seguridad nacional o con las Fuerzas Armadas, ni el Gobierno ni ninguno de sus miembros aisladamente considerados deberían estar provistos de iniciativa legislativa). Pero nada hay de malo ni de peligroso en que las personas que desempeñen funciones ejecutivas o judiciales a su vez sean legisladores, siempre que representen a las circunscripciones con sede en las cuales ejerzan las anteriores funciones, y que las vías de acceso a las asambleas legislativas y a los Gobiernos estén totalmente desvinculadas las unas de las otras. Y lo mismo creo en relación al servicio en poderes ejecutivos y/o legislativos en diferentes niveles territoriales. Siempre que las competencias se ejerzan con sede en los mismos territorios, no veo el menor inconveniente en que se encabecen dos ejecutivos. Creo que la mayor parte de los problemas que esta práctica pudiera ocasionar se solucionarían fácilmente aplicando el mecanismo de la delegación antes expuesto al mencionar la posible acumulación de cargos públicos electivos en el seno de un mismo Gobierno.

Ahora es a ustedes a los que les toca reflexionar sobre este asunto. Espero que toda esta explicación y la breve conclusión final os hayan reportado alguna utilidad, por poca que sea. Un abrazo, y espero que paseis un buen día, y que nuestro Señor y Dios, Jesucristo, tenga a bien bendecirnos a todos. IHS