[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]
Atendiendo al requerimiento de un buen amigo de México (un estimado "panista" que espero sinceramente que progrese en la política de ese país, para el que es posible que se avecinen tiempos duros), daré una opinión acerca de los que creo que son los hechos más destacables del mapa político que han arrojado las recientes elecciones presidenciales y legislativas celebradas ayer en los EEUU. Que han exaltado a Donald Trump a la condición de cuadragésimo quinto Presidente de ese país. No entraré a valorar las consecuencias políticas más profundas de lo sucedido el pasado 8 de noviembre, sino que procuraré enfocarme prioritariamente en las perspectivas de futuro que las elecciones abren precisamente en el plano de lo electoral. Es decir, procuraré tratar acerca de las perspectivas que para ambos partidos se abren en cuanto a la preservación de su hegemonía política a medio o largo plazo, y no tanto en otras cuestiones de extremo interés (como pueda serlo el tipo de política que despliegue a partir del 20 de enero el Presidente Trump, la situación en que quedan Obama y los Clinton después de tan estrepitosa derrota, o la forma en que el resultado de las elecciones y la exaltación de Trump puede afectar a causas tales como la defensa de la vida o la oposición a la ingeniería social de signo apóstata que opera sobre el conjunto de las naciones de Occidente). Cuestiones que, si tengo tiempo, quedan para una entrada posterior.
Atendiendo al requerimiento de un buen amigo de México (un estimado "panista" que espero sinceramente que progrese en la política de ese país, para el que es posible que se avecinen tiempos duros), daré una opinión acerca de los que creo que son los hechos más destacables del mapa político que han arrojado las recientes elecciones presidenciales y legislativas celebradas ayer en los EEUU. Que han exaltado a Donald Trump a la condición de cuadragésimo quinto Presidente de ese país. No entraré a valorar las consecuencias políticas más profundas de lo sucedido el pasado 8 de noviembre, sino que procuraré enfocarme prioritariamente en las perspectivas de futuro que las elecciones abren precisamente en el plano de lo electoral. Es decir, procuraré tratar acerca de las perspectivas que para ambos partidos se abren en cuanto a la preservación de su hegemonía política a medio o largo plazo, y no tanto en otras cuestiones de extremo interés (como pueda serlo el tipo de política que despliegue a partir del 20 de enero el Presidente Trump, la situación en que quedan Obama y los Clinton después de tan estrepitosa derrota, o la forma en que el resultado de las elecciones y la exaltación de Trump puede afectar a causas tales como la defensa de la vida o la oposición a la ingeniería social de signo apóstata que opera sobre el conjunto de las naciones de Occidente). Cuestiones que, si tengo tiempo, quedan para una entrada posterior.
¿Sorprendido
por la victoria? Hace dos semanas, apenas si la habría creído
posible. Hace una, me habría sorprendido bastante. El día de las
elecciones, me sorprendió algo menos, ya que a raíz de mis propias
indagaciones detectaba que la demoscopia, por más que en los medios
españoles se afirmase que la contienda seguía decantándose del
lado de Clinton, abría opciones a Trump en cada vez más Estados
indecisos. Con todo, el resultado final me ha sorprendido bastante.
No el hecho de la victoria en sí, sino dos cosas: que Trump se haya
alzado con la victoria con un margen tan amplio sobre Bloody Hillary, y que lo haya conseguido pese a perder el voto popular. Yo
pensaba que lo más probable era que si Trump ganaba, eso sucediera
por un estrecho margen, y consideraba que lo más probable en ese
caso era que ganara el voto popular, incluso con cierta amplitud. Era
Hillary quien yo estaba convencido de que resultaba probable incluso
que consiguiera la victoria perdiendo el voto popular. Ha sucedido
exactamente al revés.
La
victoria electoral del magnate neoyorquino no ha puesto en cuestión
la existencia del Blue Wall (el "Muro Azul"
compuesto por los Estados considerados sólidamente demócratas).
Pero si que ha obligado a revisar la idea que teníamos del mismo,
que al parecer abarca menos Estados y acumula bastantes menos
Electores presidenciales de los que se creía. Diecinueve Estados
que, en 2016, acumulaban todos juntos un total de 242 Electores de
los 538 que eligen al Presidente de EEUU habían votado
ininterrupidamente por los demócratas desde 1992 (y algunos de ellos
desde 1988 e incluso desde 1976). A causa de la existencia de este
“Muro Azul”, se llevaba años considerando que los demócratas
partían de una posición especialmente sólida para acometer la
conquista de la mayoría absoluta del Colegio Electoral necesaria
para asegurarse la Presidencia. Precisamente en los últimos años se
había llegado incluso al punto de especularse acerca de si los
demócratas, teóricos beneficiarios del decrecimiento de la
población blanca y del correlativo aumento de las minorías (y muy
especialmente del de la minoría hispana), no estarían ya en vías
de ampliar todavía más ese “Muro Azul” con varios Estados
ganados por márgenes sólidos por Obama. Se especulaba incluso con
si ya habrían conseguido decantar de tal modo a su favor esos
Estados como para tener garantizada la mayoría absoluta de Electores
necesaria para conquistar la Casa Blanca, al margen de lo que pasase
en el resto del país. Alcanzando así una hegemonía política
perdurable en esos Estados que les garantizase la Casa Blanca durante
décadas, y dejando fuera de juego al Partido Republicano por al
menos una generación.
Todas
esas son ideas que deberán revisarse. No tanto porque Trump haya
ganado como por la forma en que lo ha hecho. Esto se hace
especialmente patente a la vista de la ventaja obtenida por Bloody Hillary
Clinton en voto popular. Si incluso perdiendo el voto popular la
candidatura de Donald Trump ha sido capaz de imponerse en la mayoría
de los Estados oscilantes (incluyendo Estados que votaban demócrata
ininterrumpidamente desde 1992 como Michigan y Pennsylvania, e
incluso desde 1988 como Wisconsin), cabe preguntarse hasta donde
podría haber llegado un candidato republicano que hubiera tenido
incluso más tirón que Trump, suponiendo que tal candidato exista.
La victoria de Trump relativiza algunos supuestos que venían
manejándose mucho tiempo y que la era Obama parecía haber
consolidado definitivamente. Ahora bien, tampoco los echa
necesariamente por tierra de manera completa. Trump ha
conseguido que Estados que durante el último cuarto de siglo han
sido leales a los demócratas voten por él.
Pero es que él mismo no ha sido lo que se dice un candidato republicano al
uso.
¿Un
candidato republicano más convencional habría conseguido lo que
Trump? En su momento se dijo que gente como Jeb Bush, Chris Christie,
John Kasich e incluso Marco Rubio habrían obtenido resultados mucho
mejores que los que podría haber obtenido Trump. Yo no lo creo así.
Yo creo que la candidatura de Trump ha sido una candidatura que ha
bebido de caladeros electorales más amplios que los que llevaron a
Bush a la victoria en 2000 y 2004 o que aquellos a los que creían
poder apelar candidatos como McCain o Romney en 2008 y 2012. Y creo
que es por eso que, si bien Bush obtuvo una votación popular mucho
mayor que la de Trump (dado que recibió un apoyo más entusiasta que
el magnate en los Estados tradicionalmente rojos), éste ha mejorado
sensiblemente sus actuaciones electorales, ganando por la mínima
Estados que le han permitido obtener una victoria sensiblemente más
holgada que cualquiera de las cosechadas por aquel en el Colegio
Electoral. Quizá otros republicanos no hubieran podido ganar, pero
creo que lo habrían hecho por un margen mucho más estrecho. Y eso
obliga a plantearse otro interrogante: en caso de que en el futuro
existieran candidatos republicanos que pudieran aspirar seriamente a
ganar esos Estados, ¿serán candidatos republicanos convencionales o
candidatos parecidos a Trump? ¿Se abrirá camino definitivamente
dentro del Partido Republicano una corriente “trumpista”, o por
el contrario el Presidente Trump carecerá de continuadores? Difícil
saberlo.
A
favor de esa posibilidad juega el éxito presente. En contra la
demografía. La victoria de Trump es alentadora, porque indica que
los republicanos no han quedado fuera de juego, pero a su vez plantea
el interrogante de si el Partido Republicano podrá reeditarla en el
futuro. La demografía del país cambia, y “El Donald” parece
haberse convertido en Presidente merced a una estrategia electoral
posiblemente inimitable para otros republicanos. Peor aún, los
futuros candidatos republicanos no pueden dar por hechas futuras
victorias, ni siquiera en el caso de que supieran imitar a Trump.
Este hecho por sí solo obliga a que los republicanos reflexionen
profundamente antes de echarse completamente en brazos del
“trumpismo”. Deben indigar cuáles de los planteamientos que le
han hecho ganar las elecciones son desechables y cuáles, por el
contrario, pueden ser susceptibles de un uso continuado. Asimismo,
tienen también que tener en cuenta que la irrupción del
“trumpismo”, si éste llega a consolidarse como una corriente
interna dentro del Partido Republicano, podría fracturarlo aún más
de lo que ya lo está. Es verdad que el pensamiento de Trump no se
antoja a priori sistemático, porque el propio Trump parece ser de
todo menos dogmático y amigo de fijar posiciones irrevocables.
Empero, el mero hecho de que haya sido elegido candidato y haya
ganado la Presidencia desde determinados planteamientos muy
diferentes en cuestiones capitales de los exhibidos por las demás
facciones republicanas (clásicos, conservadores, reaganianos,
teapartiers...) obliga a prever la posibilidad de que, incluso
sin necesidad de que el magnate se implique personalmente en esa
tarea ni de que al final su Gobierno sea leal a esos postulados, tal
línea de pensamiento gane protagonismo en días venideros dentro del
Partido Republicano.
Además
de reflexionar acerca de las perspectivas republicanas de obtener
futuras victorias, es conveniente que los republicanos no pierdan de
vista el hecho de que, en esta misma elección, es Bloody Hillary y
no Donald Trump quien ha ganado de manera clara el voto popular. Esto
no quita ninguna legitimidad a la gran victoria de Trump en el
Colegio Electoral, pero significa que, de las siete últimas
elecciones presidenciales celebradas, ésta es la sexta en la que los
demócratas sacan más votos que los republicanos a nivel federal
(por más que solo en cuatro de esos mismos siete comicios hayan
alcanzado la Casa Blanca). Ha vuelto a suceder lo que en 1824, 1876,
1888 y 2000. Cierto que esto es menos relevante en todos los sentidos
de lo que los detractores de Trump intentan hacer creer, y no
demuestra de manera incontrovertible que goce de menos apoyos que la señora Clinton (eso solo sería el caso si la participación hubiera sido
extremadamente alta -como no lo es desde hace un siglo en los
comicios presidenciales estadounidenses-). Al fin y al cabo, el
sistema electoral aplicado a una determinada convocatoria influye
sobre la manera en que vota la gente, y más cuando ésta en general
está bien familiarizada con sus efectos. Cosa que, en el marco de un
sistema como el estadounidense (que pivota tan acentuadamente sobre
los Estados colectivamente considerados), desincentiva la
participación electoral de muchos ciudadanos residentes en Estados
decididamente teñidos de color rojo republicano o azul demócrata,
que saben de antemano que en su respectivo Estado es inútil votar
por “su” candidato y en consecuencia se abstienen. Si las
elecciones presidenciales fueran directas, es imposible saber qué
partido aumentaría más sus votos en feudos enemigos. Igual nos
llevaríamos una sorpresa y Trump ganaría contundentemente.
Ahora
bien, eso no quita que la derrota en voto popular es una
circunstancia que puede tener consecuencias políticas de primer
orden. Quiérase que no, todo lo que se acaba de alegar para
justificar la relativa irrelevancia de la derrota en Trump en
términos de voto popular es cosa que, por más sentido que tenga,
puede ser tomado por muchos estadounidenses de a pie por mera
palabrería. En ese sentido, poner en cuestión la legitimidad no
tanto del triunfo de Donald Trump, sino, en un sentido más amplio,
del sistema que lo ha hecho posible, es fácil simplemente apuntando
al dato anterior y objetivamente cierto de que de las últimas tres
Presidencias republicanas, dos han sido obtenidas pese a que fue el
candidato demócrata el que obtuvo un número sensiblemente mayor de
votos. Lo que puede tener una poderosa influencia a la hora de
impulsar precisamente la que yo creo que es la menos conocida pero a
la vez la más trascendente de las iniciativas políticas que en
estos momentos se están tramitando con vistas a su futura
implementación en los EEUU: el “National Popular Vote Interstate
Compact” (NPVIC) o “Acuerdo Interestatal por el Voto Popular
Nacional”1.
En
definitiva, que tanto a los republicanos como al país esta victoria
puede traerles no pocos quebraderos de cabeza (si bien todo esto no
ha de hacer olvidar que contarán con la ventaja de encararlos al
menos durante los dos próximos años desde una posición de
hegemonía política incontestable). Que el riesgo de transformación
del sistema electoral estadounidense existe, y que los republicanos,
aunque no deban desesperar a causa de una inferioridad de apoyos
populares que podría obedecer a causas diversas, tampoco pueden
obviarla y actuar tranquilamente en el supuesto de que su posición
de fuerza fuera incontestable, porque no lo es en absoluto. Sigue,
pues, pendiente la renovación del Partido Republicano, que pasa por
establecer un modus vivendi razonable de cara al futuro entre sus
facciones (en virtud del cual se eviten enfrentamientos que, si se
descontrolan, podrían acarrear incluso la escisión del Viejo Gran
Partido), así como por la consiguiente ampliación de su base
electoral.
El
éxito de Donald no quita que, curiosamente, donde sus resultados han
sido más decepcionantes ha sido en el Oeste del país (lo que no
quita que tampoco han sido malos, puesto que no ha perdido ninguno de
los Estados tradicionalmente fieles a los republicanos). Precisamente
aquellos Estados con una presencia hispana más fuerte de los EEUU
que antaño pertenecieron a México. En Nevada, donde los sondeos le
dieron opciones de ganar incluso durante los peores momentos de su
campaña, ha perdido por un margen corto pero inequívoco frente a
una candidata débil como ha demostrado serlo Bloody Hillary (y
además los republicanos han perdido las dos cámaras de la
legislatura estatal, lo que tiene consecuencias políticas de no poca
trascendencia, por las razones que más adelante se indicarán). En
California, donde la participación se ha hundido, Trump ha
retrocedido en comparación con Romney. En Arizona, si bien ha
ganado, ha retrocedido. Y lo mismo en Texas. En definitiva, que si
los republicanos piensan en el futuro deberán tener en cuenta estos
avisos, y procurar que el partido gane aceptación entre otros grupos
raciales, además de los blancos. No les queda otra. Con “trumpismo”
o sin “trumpismo”, los republicanos necesitan desesperadamente
adaptarse al futuro que le aguarda a los EEUU, y combatir con todas
sus fuerzas su imagen de partido de los blancos. Solo así conseguirá
derrotar la percepción inversa del Partido Demócrata como el amigo
de las minorías.
Empero,
conviene señalar que también los demócratas tienen serios
interrogantes que hacerse. Conformarse con la promesa de futuro que
para ellos supone el crecimiento de las minorías no es suficiente.
Es un hecho que muchas cosas han fallado a lo largo de este último
ciclo electoral. Y, en realidad, muchas cosas llevan fallando desde
hace no pocos años para los demócratas. Obama recuperó para ellos
la Presidencia en 2008 y la revalidó en 2012, pero la verdad es que
solo durante dos de los últimos veintidós años transcurridos desde
la elección al Congreso de 1994 han dispuesto del control total del
Gobierno (por ocho años durante los cuales los republicanos han
dispuesto de ese control, a los que podrían sumarse como mínimo los
dos primeros años del mandato de Donald Trump, en el supuesto de que
éste y su partido colaboren). Los demócratas han prevalecido en la
mayoría de las últimas elecciones presidenciales, pero han
flaqueado en el Congreso (y muy especialmente en la Cámara de
Representantes). Hecho que en gran medida se debe a la
desmovilización del electorado, que también le ha pasado factura a Bloody Hillary en estas presidenciales. Ha quedado demostrado de
manera clara en estas presidenciales que tasas bajas de participación
(generalmente debidas más a la desmovilización de las minorías que
a la de la mayoría blanca) facilitan a los republicanos luchar para
mantener su dominación sobre el Congreso e incluso sobre la
Presidencia. Y la falta de movilización es más seria de lo que
parece, porque dejar de movilizar al electorado que se supone propio
es señal de apatía por parte de ese mismo electorado y bien puede
significar que dicho segmento de votantes está maduro como para
empezar a pensar en traspasar sus lealtades a otras formaciones
políticas. Si los republicanos encararan con energía la tarea de
reconciliarse con las minorías, es bastante probable que encontraran
el terreno abonado por encima incluso de sus más elevadas
expectativas.
Todo
lo antedicho es especialmente si los demócratas reinciden en su
identificación con el denominado establishment
y presentan de vuelta candidaturas similares a la de Bloody Hillary. Que está claro que ha sido uno de los factores determinantes de la
derrota demócrata, seguramente incluso más de lo que la figura de
Donald Trump haya podido influir en la victoria republicana. En ese
sentido, y teniendo en cuenta que hemos estado ante una elección
que, en los Estados decisivos, se ha revelado hasta cierto punto
ajustada, cabría preguntarse si otro candidato demócrata habría
tener más suerte. Inmediata e inevitablemente, ha comenzado a
planear sobre el escenario un concreto nombre: Bernie Sanders, el
oponente de Bloody Hillary durante las primarias. Quien, contra todo
pronóstico, le dio a la finalmente nominada dura batalla hasta prácticamente el
final de la contienda interna demócrata. Hay quienes afirman que
Sanders habría batido a Donald Trump, y yo también creo que habría
podido (aunque no con la holgura que algunos afirman). A su favor,
habría tenido una reputación de integridad y honradez de la que
tanto la señora Clinton como Trump carecen. Asimismo, a Trump le habría
costado conseguir que frente a Sanders calara ese discurso de
enfrentamiento entre el pueblo y las élites que tan buenos
dividendos le ha rendido frente a Bloody Hillary; e incluso habría podido
ser el propio magnate el blanco fácil del discurso de Sanders (¿qué
más fácil para quien apela al socialismo que atacar a un
multimillonario?). Y, todavía más importante, muchos de los
partidarios de Sanders que no apoyaron a Bloody Hillary o que incluso
apoyaron a Trump el pasado 8 de noviembre (especialmente en Estados
que han resultado ser decisivos para el republicano tales como
Wisconsin o Michigan, donde fue Sanders quien ganó la primaria
demócrata) es prácticamente seguro que habrían votado antes por Sanders antes que quedarse en casa o que optar por Donald Trump.
Pese
a lo cual tampoco hay que creer erróneamente que todo el monte es
orégano. Sanders habría tenido en contra su propia condición de
socialista en el país más alérgico que existe a las ideas
socialdemócratas (no digo ya a las verdaderamente marxistas),
condenadas enérgicamente por una parte muy significativa de la
sociedad. E igualmente habría sido fácil de atacar por el lado
religioso (es de orígenes judíos y más bien agnóstico en un país
en el que hasta Obama y Hillary han tenido que simular con toda
falsedad una religiosidad cristiana hipócrita so pena de no haber podido progresar en su vida política). Todo eso sin contar
que también él habría tenido que contender con la dialéctica de
Trump, y con el relato del magnate consistente en presentarse a sí
mismo como perfecto ejemplo de hombre de éxito, gran negociador y
empresario experimentado y contrastar sus cualidades presuntas con la
mera “politiquería de salón” de su rival, al que sin duda
habría tachado de hombre “sin energía”. Sea como fuere, habría
tenido más opciones que Bloody Hillary. Y los demócratas harían bien en tomar nota de esto. Si algo bueno les ha sucedido en estas elecciones es deshacerse de la dinastía Clinton. Más les vale aprender la lección y evitar querer ahora (como algunos plantean y ya no veo imposible vistas las derivas dinásticas de la política yanki) sustituirla dentro de cuatro años por la dinastía Obama.
Prosiguiendo
con mi análisis de la jornada electoral estadounidense, toca ahora
tratar de la contienda en el Congreso y a nivel estatal.
En el Congreso, como ya sabemos, los republicanos han retenido
sobradamente sus mayorías legislativas. Apenas han descendido en la
Cámara de Representantes, y han conservado el Senado (hecho éste
último que debería facilitar que Donald Trump proponga los Jueces
que apetezca para cubrir las vacantes en la Corte Suprema federal de
Justicia durante al menos los dos próximos años. Eso abre la puerta
a que Trump consolide una mayoría constitucionalista dentro de la
Corte Suprema dispuesta a restaurar la soberanía de los Estados en
materias tales como el aborto o el sucedáneo de matrimonio para
personas del mismo sexo (SMPMS) que una jurisprudencia prevaricadora
ha conculcado durante décadas por medio de razonamientos en extremo
enrevesados que han convertido en papel mojado la Décima Enmienda a
la Constitución de EEUU. A nivel estatal, los republicanos han
ganado algunas gobernaciones (Nueva Hampshire, Vermont y Missouri,
aunque han perdido Carolina del Norte). Pero, sobre todo, han ganado
el control total de tres legislaturas estatales: Kentucky, Iowa y
Minnesota (en el primer Estado han conquistado la Cámara de
Representantes, y en los otros dos el Senado). Teniendo en cuenta
que, hasta ese momento, los republicanos controlaban completamente un
total de 31 Legislaturas Estatales, ahora serían 34 (es decir, los
dos tercios justos de las que existen en EEUU). Sin embargo, no es el
caso, ya que los demócratas han conquistado las dos cámaras
legislativas de Nevada... El mismo Estado en el que Trump obtuvo una votación inferior a la esperada. A lo que se suma una rebelión dentro de las filas republicanas en virtud
de la cual los demócratas controlarán la Cámara de Representantes
de Alaska. Así pues, los republicanos dominarán completamente solo
32 Legislaturas Estatales.
Lo
que es una gran cosa, pero también una pena, porque a causa de esas
dos derrotas menores antes mencionadas los republicanos se han
quedado cortos. ¿Cortos para qué? Pues cortos para poder amagar con
la que sin duda es la más terrorífica arma política que existe en
los EEUU: el “otro” procedimiento de reforma de la Constitución
estadounidense previsto en el Artículo V. Aquel en virtud del cual
el Congreso tiene que convocar obligatoriamente una Convención
Constitucional (cuyas funciones serían similares a las de la
Convención Constitucional celebrada en Filadelfia en 1787) si así
lo solicitan las Legislaturas Estatales de dos tercios de los
Estados. Convención que propondría enmiendas a la Constitución sin
límites de ninguna clase que luego habrían de ratificar tres
cuartas partes de los Estados, bien por medio de sus Legislaturas o
bien por medio de Convenciones Estatales ad hoc -según sea el método
de aprobación que proponga el Congreso, que es a quien
correspondería aclarar ese particular por un margen no
especificado-. Habrá quien considere que no poder accionar este
procedimiento no es tan mal asunto, ya que los republicanos podrían
perfectamente hacerse con el control de esas dos Legislaturas
Estatales extra que necesitan en un futuro próximo. Pero en contra
de esa posibilidad juega el mismo hecho de que ahora Trump sea
Presidente. Pues sobre un partido en el Gobierno suele pesar más la
frustración de la gente, de manera que el margen para cosechar
ganancias políticas de primer orden suele ser más ajustado que
cuando se está en la oposición, y los riesgos de pérdidas mayores.
Volviendo
al procedimiento de reforma por iniciativa de las Legislaturas
Estatales, dicho enrevesado procedimiento no se ha aplicado jamás
para reformar la Constitución por su total impredecibilidad. Que no
nace principalmente, creo yo, del hecho de que se convoque una
Convención Constitucional (no hay diferencia entre las enmiendas que
podría aprobar ésta y las que podría proponer el Congreso por
mayoría de dos tercios de las dos cámaras para su ratificación por
los Estados; y en ambos casos sería posible que una enmienda
constitucional alterase cualquier aspecto relacionado con la actual
Constitución, con la sola excepción de la igualdad del voto de los
Estados en el Senado -aspecto de la Constitución de EEUU que solo
podría reformarse en relación a aquellos Estados que aceptasen
perder ese privilegio-). Sino más bien de la imprevisión de la
Constitución, pues ni ella ni ninguna ley federal regulan la
composición ni el funcionamiento de esa hipotética Convención
Constitucional. Permaneciendo en el aire cuestiones de tanta
importancia como el número mínimo de Estados que deberían enviar
delegados a la Convención a fin de que ésta quedara debidamente
constituida, la forma de designar dichos delegados, o las mayorías
de delegados (y/o de delegaciones estatales) que habría de concurrir
a fin de considerar aprobadas las enmiendas para su remisión a las
Legislaturas o Convenciones Estatales.
Todo
lo cual permite entrever que estamos hablando de un arma política
que parece más apropiada para la exhibición que para el uso, pero
que, sinceramente, y dada la situación que, en general, atraviesan
los EEUU en estos momentos de su Historia, yo no dejaría de
plantearme si utilizar o no. No porque el éxito esté garantizado ni
mucho menos (dos tercios no son tres cuartos, y son las tres cuartas
partes de los Estados los que tendrían que concurrir para aprobar
enmiendas constitucionales; y todo eso sin contar con que tampoco
puede darse por hecha la cohesión republicana -pues en los Estados
de tradición liberal suelen estar bastante influidos por el ambiente
político y social predominante). Pero si porque obligaría a
entablar debates sobre cuestiones de gran trascendencia para el
presente de la Nación, y a hacerlo al más alto nivel. Y de un modo
tal como para precipitar una solución favorable o como para, en caso
de no obtenerla, mantener las cuestiones no resueltas en el centro
del debate político a la espera de tiempos mejores que la victoria
de Trump demuestra que pueden llegar.
Así
pues, mi balance definitivo de lo que han representado éstas
elecciones es el siguiente: un incontestable y meritorio éxito de
Donald Trump y, en menor medida, del Partido Republicano; a la vez
que un grave e incontestable fracaso para unos demócratas a los que
sin embargo sería irresponsable considerar en fuera de juego, ni
siquiera por una breve temporada. La elección presidencial de 2016
constituye un signo de esperanza, a la vez que una fuente de
problemas y quebraderos de cabeza en potencia para el partido de
Abraham Lincoln. Al que, curiosamente, Trump le abre unas oportunidades
que, sin embargo, no es inconcebible que pasen en algunos aspectos
por una relativa oposición al Presidente tendente a matizar algunas
de sus posturas más divisivas y controvertidas. En realidad, será a partir de 2018 cuando podamos comenzar a hacernos una idea más clara acerca
de cuál cabe esperar que sea el recorrido de los EEUU durante los
próximos años y si de verdad esta victoria abre un ciclo político
duradero en el gigante yanki. Si dentro de dos años, por cualquier
razón, se produjera un claro retroceso republicano en el Congreso y en los Gobiernos y Legislaturas
Estatales, entonces lo más probable es que estemos ante un
interludio que difícilmente impedirá que el peso de la demografía
acabe haciendo girar el péndulo a favor de los demócratas. Si, por
el contrario, los republicanos dentro de dos años mantuvieran o
incluso ampliaran sus parcelas de poder, entonces las posibilidades
de que éstos ganaran una posición prolongada de predominio y
hegemonía política cobrarían una virtualidad nada desdeñable. Por
otra parte, y partiendo de la base de que de momento el “trumpismo”
apenas si está presente en el Congreso, serán también las
elecciones de 2018 las que permitirán salir de dudas acerca de si dentro
del Partido Republicano puede articularse un ala poderosa clara e
incuestionablemente afín a los planteamientos de Trump (cuyo
surgimiento podría facilitarle mucho la vida al Presidente durante
sus dos últimos años de mandato), o si en verdad El Donald no va a
ser el origen de nuevas tendencias políticas en el seno de la democracia estadounidense, sino solo un personaje singular
condenado a entenderse con las corrientes republicanas ya existentes.
Y con esto termino.
1El
NPVIC es un acuerdo en virtud del cual los Estados firmantes, una
vez alcanzaran la mayoría absoluta de los Electores, los
entregarían al ganador en votos a lo largo de la totalidad de los
EEUU, incluso en el caso de que perdiera en los Estados firmantes.
Es decir, que estaríamos ante un acuerdo que convertiría, de
facto, la elección presidencial estadounidense en una elección
directa. Cosa que muchos creemos que resulta del todo inconveniente,
porque relativizaría la naturaleza federal de los EEUU. No es que
yo considere que el Colegio Electoral como institución funciona
adecuadamente (en realidad, yo ni siquiera soy partidario de
mantenerlo, porque lo considero un arcaísmo de todo punto de vista
innecesario), y me parece muy bien, en ese sentido, reformar el
sistema de elección presidencial a fin de hacerlo uniforme para
todo el país (evitando regulaciones dispares de elementos
esenciales del mismo por los Estados), proveyendo de peso al voto
popular, de modo que tanto la expresión de las preferencias
individuales del votante estadounidense como la expresión de la
voluntad política colectiva de los Estados tenga una influencia
perceptible en la elección del Presidente. Ahora bien, eso no quita
que, si tal cosa no fuera posible, considero más importante dar voz
a las preferencias políticas de los Estados colectivamente
considerados, y no a las del ciudadano estadounidense individual. De
manera que, entre mantener el Colegio Electoral tal como hoy existe
y la elección presidencial directa, considero preferible preservar
aquel.