domingo, 18 de noviembre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (2ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

¿Qué relación debe existir entre la política y la religión? ¿Deben los creyentes de una confesión -más concretamente, los cristianos en su versión católica ortodoxa- participar activamente en las disputas políticas? Y si este es el caso, ¿cómo deben canalizar esa participación? ¿Deben dejar que sus acciones políticas vayan guiadas por los principios que les dicta su conciencia, inevitablemente marcados por la concepción religiosa a la que se adscriban? ¿O deben, por el contrario, procurar gobernar sin justificarse nunca en los dictados de su propia conciencia, y atendiendo solo a lo que el común de la población identifique como "bien común de la sociedad", o incluso solo a la voluntad de ésta, independientemente de toda mínima consideración moral -hasta de moral "pactada" o "sincrética"-?

En verdad, yo creo que en la presente cuestión se contiene la clave de lo que, según mi personal perspectiva, debería ser la relación existente entre la política y la religión. Pero es una cuestión densa, y antes de intentar abordarla, creo que puede resultar conveniente hacer mención de mis ideas acerca del confesionalismo estatal. Para evitar así malas interpretaciones de mi pensamiento, en una u otra dirección.

Sinceramente, siempre he creído que el confesionalismo, sin ser necesariamente monstruoso (no debe confundirse el confesionalismo con la teocracia -gobierno a cargo del estamento religioso en el que las funciones religiosas y civiles se ejecen juntas e incluso se confunden, no pudiendo distinguirse unas de otras-, y ni siquiera con la hierocracia -las funciones civiles y religiosas se ejercen por separado, pero el Estado es confesional, sobreponiéndose en la práctica el estamento religioso al civil, que necesita de aquel para legitimarse-), como defienden algunos católicos excesivamente influenciados por las modas pasajeras del mundo, es innecesario y tendencialmente contraproducente. Ahora bien, como católico, es mi obligación creer en todo lo que forma parte de mi fe, y no solo en lo que a mi me de la gana. Esto es un todo del que no puede separarse ninguna parte (para que se me entienda bien, no se puede ser católico y al mismo tiempo pretender creer solo en nueve de los Diez Mandamientos). Así pues, yo creo en el deber de rendir pleitesía a Cristo en todos los ámbitos de la realidad, tanto desde una perspectiva individual como a nivel social, siendo como es Jesucristo el Señor de todos los hombres y de las naciones que éstos construyen sobre la Tierra. Lo que no creo es que la confesionalidad de los Estados sea el mejor modo de cumplir con ese deber inherente a la condicion de cristiano.

Creo en la democracia, y creo en el catolicismo, pero mi fe en mi religión es incomparablemente mayor que la fe que pueda tener en una forma concreta de organización política, por más que ésta me guste, caso de la democracia (sobre cuyos requisitos fundamentales -o al menos los que yo creo que debe cumplir- ya he hablado en entradas anteriores). Creo que la Historia del mundo todavía no ha visto nacer una democracia inspirada en principios cristianos y consecuente con los mismos. Y creo que el camino para conseguir algo como esto -que entiendo que sería muy deseable y beneficioso para los hombres- no pasa por la confesionalidad del Estado. Entre otras cosas, porque desde mi punto de vista la confesionalidad de un Estado difícilmente puede casar bien con su organización democrática.

Una de las razones por las que creo en la democracia, es porque creo que, al ser la única forma de gobierno en cuyo seno los gobernados realmente pueden influir en la manera en que se les gobierna, es la única forma de gobierno respetuosa con la dignidad inherente a todos los hombres, puesto que, aunque puede deformarse fácilmente y optar por tiranizar a éstos y tratarlos como a niños al imponerles sujección a mandatos absurdos, también puede no hacerlo. Las demás formas de gobierno, al tratarnos de ineptos e incapaces que no merecen influir de ninguna manera, ni siquiera tangencial, en la forma en que se les gobierna, inevitablemente incurren en semejante comportamiento respecto de los gobernados, cuya dignidad se ve rebajada. Creo en la democracia, porque todos los gobiernos se equivocan, pero la democracia permite que por lo menos las equivocaciones corran de nuestra propia cuenta, y no sean consecuencia del capricho de un soberano (lo que, según se mire, es una solución más respetuosa con nuestra dignidad, pero que a la vez hace a la mayoría dominante en cada momento más responsable de los errores colectivos, tanto ante Dios como ante los hombres).

Quienes hayan estudiado algo acerca de éstas cosas ya sabrán que el confesionalismo puede ser formal o material. El confesionalismo formal no vale más que para hacer el paripé. Se dice profesar determinada religión, pero el Estado no liga a dicha religión la producción normativa, luego se pueden perfectamente promulgar leyes que sean contrarias a los principios de la religión que se supone "profesa" el Estado, lo que, entre otras consecuencias negativas, tiene la de que el Estado se instale en la hipocresía. El confesionalismo material, que impone la sujección de las normas jurídicas a los principios y valores de la religión que profesa el Estado, es más coherente. Pero me chirría por una simple razón: implica la supresión del derecho a cometer lo que, según el punto de vista de la religión que adoptemos como oficial, es una equivocación. Y crea problemas de no poca importancia. Por ejemplo: ¿Puede asumir un pagano el poder en un Estado confesional católico?

Unos dicen que si, y otros que no. La opción más coherente con la naturaleza confesional del Estado es la primera, porque no tiene mucho sentido que los máximos mandatarios, por ejemplo, de un Estado católico sean paganos y recen un molinillo de oraciones budista o asistan a las celebraciones del predicador pentecostal de turno. El problema que plantearía el Estado confesional material así considerado es que impedir a un hombre acceder a un cargo por razón de religión (siempre y cuando se trate de una confesión tolerable, y que por ende deba ser tolarada por el Estado) es incompatible con la democracia. Fundamentalmente porque negarle a un hombre el derecho a acceder a los puestos de poder desde los que defender sus propias convicciones políticas y sociales únicamente en base al hecho de que profesa una religión diferente de la del Estado o no profesa ninguna es incurrir en flagrante discriminación.

Ahora bien, supongamos que se permite a los paganos y a los judíos, herejes y cismáticos acceder a los cargos públicos en igualdad de condiciones respecto de los católicos en el seno de un Estado confesional material católico. Eso no soluciona nada, puesto que también es una evidente discriminación pretender que un pagano pueda acceder a los puestos de poder, pero al mismo tiempo pretender que no puede gobernar de acuerdo con sus propios criterios, y que haga en todas las cosas como a la Iglesia le parezca correcto. Además, seamos sinceros, el confesionalismo material llama a la violencia, sea a corto, a medio o a largo plazo, porque difícilmente hombres que aprecien en algo su propia dignidad aceptarían someterse pacíficamente a semejante rasero. Y para que se vea hasta qué punto la idea no es peregrina, pondré de ejemplo a los propios católicos. Los católicos solemos quejarnos, con gran razón, del trato discriminatorio que sufrimos a manos de los enemigos de la fe. Pero muchos católicos parece que no tendrían problemas en darle el mismo trato a cualquiera que no profese la verdadera religión. ¿Donde queda el amar al prójimo como a nosotros mismos? Creo que esa es una sentencia de los Evangelios de la que nunca nos hemos acordado como corresponde. No basta con no perseguir como escoria a los herejes y a los paganos al estilo musulmán o al de la Inquisición de otros tiempos. Creo que un católico debe demostrar que de verdad respeta a esa gente igual que se respeta a si mismo (lo que no implica respetar sus falsas doctrinas, que detestamos, del mismo modo para nada en que respetamos a la religión de Jesús, por la que hemos conocido la Verdad). A ningún católico le gustaría quedar excluído de las magistraturas, ni que en caso de poder acceder a ellas se le obligase a gobernar de acuerdo con principios herejes o paganos que informaran la legislación de un hipotético Estado confesional pagano. Con la diferencia de que los católicos -y los cristianos en general- tenemos más o menos bien aprehendida la noción de mansedumbre y de aprender a poner la otra mejilla. Mientras que incluso entre los paganos proclives a dirimir sus diferencias de manera pacífica, eso no pasa de ser una opción moral de validez relativa y controvertible (imaginaos entonces lo que pensarán de este concepto los paganos más alejados de los patrones de conducta cristianos). No es un mandamiento moral de validez absoluta, intemporal y universal. En definitiva, que para ellos es una actitud que, en la mayoría de los casos, puede abandonarse sin particular menoscabo de nada que haya que abstenerse a toda costa de menoscabar.

¿Significa todo lo antedicho que acaso los católicos debemos permanecer inertes ante la deriva anticatólica de los Estados que antaño conformaron la Cristiandad? ¿Quiere decir acaso que debemos de abstenernos de ejecutar una agenda legislativa de acendrado carácter católico en nombre del derecho de los paganos a ser tratados igual que nos gustaría ser tratados a nosotros mismos?

¡De ningún modo! Eso no puede ser, porque implicaría abstenernos de comportarnos de acuerdo a los principios de nuestra propia religión, que nos ordenan luchar a través de medios moralmente lícitos por conseguir que Jesucristo reciba la adoración que le corresponde, tanto a nivel individual como social. Así que quedan respondidas las preguntas con las que se abrió el post. La religión de Dios, y esto los paganos lo deben de entender, no es cosa que solo se practique dentro de las cuatro paredes que delimitan el recinto de las iglesias, ni en el interior de nuestros hogares al calor del entorno familiar. ¡Y una mierda! La religión de Dios fue predicada por Éste mismo encarnado precisamente para que se expandiese por toda la Tierra. Pero el mismo Dios nos alertó de que muchos no querrían que fuese así, y de que entre esos estarían a menudo los señores de las naciones, que utilizarían su poder para prevenir la expansión de la fe mediante su persecución, y mediante la promoción entre los hombres del mal, en forma de pecado contra los hombres y de blasfemia contra el Señor. Aquellos entre los paganos que se consideran en guerra perpétua contra Jesucristo querrían que nos olvidásemos de que Él es nuestro Rey y Dios nada más cruzamos las puertas de nuestra casa para salir a la calle a relacionarnos con nuestros semejantes. Sin embargo, nosotros no nos podemos permitir el lujo de hacer lo que los paganos querrían que hiciéramos, ni de dejarnos intimidar por la violencia (física o normativa, es igual) que puedan desplegar en nuestra contra caso de no seguir sus descarriadas indicaciones.


A los creyentes en el Verbo de Dios nos corresponde hacer todo lo contrario. Entre otras cosas, nos corresponde llevar a cabo un proyecto político de calado que implique transformaciones políticas profundas en la dirección que a nosotros nos interesa, que es la de la senda que marca la fe de Dios. Nuestro objeto al hacer esto ha de ser la consecución de tres objetivos irrenunciables: acceder al poder (pues si no lo ocupamos nosotros mismos lo ocupará cualquer otro, y si ese otro es un enemigo profesional acérrimo de la fe católica, nos exponemos a persecución física o normativa, riesgo que nos corresponde evitar por nuestro propio bien y el de los que tenemos a nuestro cargo), bregar en pro de políticas que humanicen el mundo, haciendo prevalecer en este la Ciudad de Dios, y conseguir por éstos medios crear un clima propicio a la conversión voluntaria de los paganos, que es la única que puede servirles a ellos y a nosotros de algo.

De este modo, nos encontramos con que tenemos por delante un gran desafío. Hacer política -y, en su caso, gobernar- respetando esa misma fe y sus mandamientos, que nos ordenan amar y respetar a los paganos. Lo que debe implicar que sepamos a un tiempo dejar de lado todo complejo y, en caso de ganar las elecciones, gobernar haciendo lo que se espera de un gobernante cristiano (prohibir el aborto, institucionalizar un matrimonio civil acorde al natural, proscribir la eutanasia, defender el derecho de los padres a educar a sus hijos en la fe, etc.); y evitar acto alguno que los discrimine respecto de nosotros mismos, o gesto de cualquier clase que haga sentirse innecesariamente menospreciados incluso a los paganos que para con nosotros muestran tolerancia y para con no pocas de nuestras ideas acuerdo cuasi pleno (nunca será pleno del todo porque nunca habrá acuerdo en el fundamento último de nuestra por lo demás aparentemente idéntica postura).

Para conseguir una cosa como ésta, o aunque solo sea aspirar a hacerlo, lo que necesitamos es organizarnos. Los católicos necesitamos organizarnos políticamente asumiendo la posición separada y desigual (por mejor informada) de que Jesucristo, el único Dios, nos ha dotado respecto de los paganos, judios, herejes y cismáticos. Eso, hablando en cristiano, implica actuar en el terreno de lo público por separado de todo el que no profese nuestra misma religión, sin importar la posible comunión de objetivos prácticos. No importa que queramos lo mismo. Hemos también de quererlo por las mismas razones. Los católicos deben formar partidos políticos abiertos solo a católicos, excluyendo a todos los que no lo sean de un modo comprometido (se debe exigir un catolicismo practicante, leal a los principios innegociables, pues otra cosa, por más que el individuo que la profese esté bautizado y se proclame nuestro correligionario, no es catolicismo). Esto responde a la pregunta de si debemos o no limitarnos a defender nuestras ideas apelando únicamente a ideas morales "universales" o recurriendo directamente a argumentar desde nuestra fe. Pregunta que reviste no poco interés, dado el alto número de católicos practicantes que procuran abstenerse de hacer mención a la religión a la hora de defender sus posturas morales, y que insisten siempre en que nuestras ideas las comparten personas que no son cristianas, como si necesitáramos el aval de otro que no sea Cristo para creer en la doctrina que profesamos. Insisto en no debemos aparcar a Jesucristo en un rincón del desván, sino todo lo contrario, enarbolarlo como nuestro más poderoso estandarte, pues nuestras ideas no pueden tener mayor valedor.

Por cierto, que no es preciso que todos los católicos estemos unidos en la misma formación política. Entre correligionarios pueden existir lícitas diferencias que hagan imposible viajar todos en el mismo barco. El acuerdo en torno de los principios innegociables no excluye el desacuerdo en todo lo demás, esto es, en los aspectos puramente políticos de la lucha pública. Hay católicos conservadores, hay católicos tradicionalistas (en lo político además de en lo moral), hay católicos partidarios del liberalismo económico, y hay católicos preocupados por lo social (que no socialistas, porque no es compatible el catolicismo y el socialismo, doctrina atea y materialista) y partidarios por ende de la intervención de la economía y de la regulación de los mercados. Yo mismo me defino como libertario, así que poco puedo tener en común en lo político con la mayoría de los católicos antes mencionados.

Ahora bien, tengo en común con ellos lo más importante de todo: nuestra fe en Jesucristo. Y eso significa que, igual que colaboraría con paganos, judíos, herejes y cismáticos aunque sin mezclarme ni confundirme políticamente con ellos, para conseguir un propósito común; la colaboración entre católicos debe estar a la orden del día. Podemos tener grandes diferencias, pero más grande es lo que nos une. Debemos estar permanentemente dispuestos a la colaboración (incluso en materia de coaliciones electorales), y nunca dejar que florezcan asperezas en el trato que haya entre nosotros.

Sobre todo, es necesario insistir en que los católicos tenemos derecho a hacer todo lo que aquí se propone. Tanto desde el punto de vista de la moral católica como del ordenamiento jurídico civil puramente humano. A posturas como las que yo defiendo aquí públicamente se les suele objetar que quebrantan el principio de separación entre Iglesia y Estado, que es la madre del cordero de la democracia, que resulta imposible sin éste (una de las razones por las que el confesionalismo, incluso católico, me parece tan sumamente inconveniente, es que contraviene la separación entre Iglesia y Estado). Eso no es así. La postura que yo defiendo es dualista, en el sentido de que entiende que los ámbitos espirituales y terrenos son distintos (a diferencia del monismo, cuyo punto de expresión culminante es la maléfica religión del Islam, según la cual no hay distinción ninguna entre el ámbito de lo religioso y de civil, dado que todo forma parte del ámbito religioso). Y además es compatible con la idea evangélica de que "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". La única diferencia entre nuestra concepción de la separación de poderes y la concepción, más que de separación, de enfrentamiento contra los poderes religiosos cristianos (y, más concretamente, contra la Iglesia Católica Apostólica y Romana), está en el hecho de que nosotros respetamos al César en tanto que hombre, y al mismo tiempo nos negamos a tenerlo por cosa otra que no sea ser nuestro igual. En ese sentido, y en tanto que hombre, el César, servidor público, tiene derecho a profesar una religión, igual que otra persona cualquiera, y a desempeñarse como servidor de todos en el modo en que él mejor sepa, promoviendo para ello lo que buenamente crea que redundará en el bien de toda la comunidad, que sin duda será aquello que su religión o creencias trascendentales le impulsen a valorar como bueno para todos los seres humanos o al menos para la comunidad sobre la que gobierna. Desde una perspectiva católica, la Iglesia no puede pretender pasar por encima del César, ni el César entrometerse en los asuntos de la Iglesia. Pero lo que al César no se le puede negar ni la Iglesia puede dejar de acoger como una buena noticia es que libremente el César decida profesar la fe cristiana católica ortodoxa y se conduzca en términos políticos del modo más acorde posible a la misma.

Ahora bien, ni la religión puede pretender practicarse sin ninguna clase de limitación (fundamentalmente, porque no todas las religiones son iguales, y algunas de ellas parten de presupuestos tales que resulta una quimera aspirar a una convivencia pacífica y armómica con ellas); ni el César puede por tanto actuar de cualquier modo y de acuerdo a cualquier postulado trascendente -o con pretensiones de trascendencia- en el que decida libremente creer. Por de pronto, el César no puede adscribirse a postulados tales que lo conviertan en un peligro público ambulante para quienes no participen de su punto de vista, tanto político como religioso, arreligioso o antirreligioso. Así pues, no es posible que el César sea comunista, y persiga la propiedad, ni que sea nazi y persiga a los hijos de Israel y a los gitanos, ni que sea musulmán, y haga la vida imposible y procure la muerte o la humillación de todos los que no profesen la vergonzosa religión del falso profeta Mahoma. Tiene que haber unos límites. Y esos límites tienen que ser los que imponga la sociedad, y tienen que ser límites políticos.

Así pues, en democracia -y de eso estamos tratando, de cómo debería articularse una democracia de cuño católico, y no ninguna otra clase de régimen político- los católicos no deben imponer la observancia por parte de los poderes públicos de la fe cristiana amparados en motivos religiosos (esto es, deben abstenerse de implantar ninguna clase de confesionalismo material -y también formal, para, como vimos antes, evitar hipocresías-). Pero buenamente pueden y deben imponer sus puntos de vista políticamente, solo que a través de medios políticos (da igual que el Estado no sea confesional, igualmente puede y debe imponer en su Constitución la observancia positiva de preceptos cristianos, tales como el respeto a la vida o al matrimonio natural, etc.). De hecho, no solo los católicos pueden y deben por medio de medios políticos impulsar e imponer sus ideas, sino que también por medios políticos pueden y deben obstaculizar a quienes pretendan atacar la vigencia de esos valores morales absolutos y universales en los que creemos impulsados por nuestra propia naturaleza (que a su vez gana ese impulso -que de otro modo podemos perder por completo, convirtiéndonos en perfectos esclavos del pecado y de Satanás- mediante la profesión de la verdadera religión).

¿Y cómo podemos obstaculizar el mal que otros quieran hacer valiéndose de peregrinos y temporales cambios en el estado de ánimo del pueblo? Pues mediante las Constituciones, cúspides de los ordenamientos jurídicos positivos de las naciones civilizadas. Imponiendo a nivel constitucional, tan pormenorizadamente como lo exija la situación, la vigencia forzosa de ciertos principios en los que nosotros creemos, animados por nuestra fe (y en los que sin duda otros muchos creerán, aunque no sea animados por la verdadera religión). ¿Son esos todos los principios cristianos? No, y aquí recurro a las ideas de Santo Tomás de Aquino, cuando hacía referencia al hecho de que, si bien todo el Derecho debe ser moral (lo que para nosotros significa que no debe contradecir los principios cristianos), no debe imponerse la observancia de toda la moral recurriendo al Derecho. Generalmente, los mismos cristianos que se postulan a favor de la imposición del confesionalismo estatal son los mismos que consideran que el Estado tiene que hacer de sus ciudadanos -que ellos tratan más bien de súbditos necesitados de "su" tutela- santos de Dios, imponiéndoles a la fuerza, si es preciso, la observancia de todas las virtudes y el alejamiento de todos los pecados. Si por ellos fuera, se suprimiría el divorcio y se perseguiría criminalmente el adulterio. ¿Acaso pretendo yo eso?

¡No, no lo pretendo! Y no porque no repudie el divorcio, contra el que nos previene Jesús, dejándonos claro que no podemos disolver lo unido por Dios y que volver a casar no habiendo la muerte disuelto un matrimonio anterior implica cometer adulterio. Sino porque contra el divorcio de los paganos hemos de emplear la predicación de los creyentes de Jesús. Tampoco es que me de igual el adulterio, que es una traición terrible de la confianza del cónyuge contra el que se comete, y un acto ingrato a Dios y merecedor de su más inapelable sentencia. Lo que sucede es que yo creo que contra el adulterio se deben emplear otra clase de armas (Ej.: en vez de prisión, el adulterio debería comportar consecuencias juríricas negativas en caso de divorcio, tales como desventajas patrimoniales o en orden a la custodia sobre los hijos).

La razón fundamental por la que me niego a aceptar los planteamientos de aquellos que aspiran a juridificar positivamente la observancia de toda la moral revelada por Dios es que, aunque a mi me interesa la salvación de todos -no solo, aunque si primariamente, la mia-, no puedo pretender tutelar a los paganos hasta el punto de imponérles a la fuerza los comportamientos que llevan a ella, ni encarcelarlos si no son buenos. Si empezamos así, tendremos que meter en la cárcel a cualquiera que pudiendo hacerlo sin sufrir el menor menoscabo económico no le compre un bocata a un mendigo hambriento en la calle, o que sea antipático, o que le falte al respeto en una conversación en su casa a los padres, o que le silbe a una mujer por la calle y le suelte ordinarieces, o que se masturbe pensando en una joven y guapa profesora o en una compañera de clase, o que blasfeme en su casa porque se pilla los dedos contra una puerta, o que increpe a una monja en la calle y se burle del voto de celibato, o que mantenga relaciones prematrimoniales, o que mienta a sus padres por que le da miedo confesar que él fue el que ha roto un espejo (porque todo eso está mal, no tanto como el adulterio, pero está mal). En definitiva, que acabaríamos volviéndonos locos, porque nos propondríamos algo que no podemos conseguir, y además nos rebajaríamos al nivel de Maquiavelo al actuar como si el fin justificase los medios.

Nosotros, los cristianos, sabemos que no podemos dejar rienda suelta a los paganos para que hagan cualquier barbaridad, amparados en su libertad religiosa para no profesar la fe cristiana y si profesar en cambio cualquier otra doctrina (más o menos falsa o deleznable según los casos, pero siempre inferior a la de la Iglesia, única enteramente verdadera). Pero para conseguir esto no necesitamos obligarles a vivir como cristianos sin serlo (de hecho, eso es contraproducente, dado que les crearía -como les creó en el pasado- sensación de opresión y haría menos probable la circuncisión del corazón a la que necesitan someterse para pasar a ser cristianos católicos ortodoxos y poder beneficiarse de los efectos salvíficos del sacrificio que por ellos hizo nuestro Señor, Dios y Redentor Jesucristo). Basta con impedir todas aquellas atrocidades (aborto, eutanasia activa, homonomio y demás aberraciones a las que últimamente tanto se han aficionado cierta clase de paganos) que, además de ser objetivamente malas -lo que no cambiaría incluso aunque las aceptase sin chistar toda la Humanidad-, ponen en riesgo nuestra convivencia. En el sentido de que uno, ante un mal olor puede taparse la nariz un tiempo, pero ante los peores malos olores esto resulta imposible, lo que obliga a erradicarlos o a morir, esto es, a enfocar nuestra relación con los paganos más beligerantes en términos de "O ellos o nosotros". Circunstancias en las que es muy fácil incurrir en el exceso y que paguen justos por pecadores.

Ahora bien, una cosa se tiene que tener en cuenta, y es que el empleo de medios políticos debe tener límites. Aunque los valores morales en que creemos son inmutables, y su validez no dependen de las creencias populares, ni siquiera los mejores valores vale la pena que sean impuestos a toda costa a quienes no quieren beneficiarse de ellos. Para que se me entienda, no considero nunca conveniente -aunque sería un mecanismo puramente político que no comprometería la separación entre las esferas de lo terreno y de lo espiritual- la imposición de cláusulas pétreas, o de intangibilidad (preceptos irreformables de la propia Constitución, que son siempre válidos y que no se pueden reformar). Las razones que me mueven a ellos son dos: primero, que si una gran mayoría del pueblo se separa de la doctrina de la Verdad y en su ceguera desea liberarse de la legítima sujeción a un valor objetivamente positivo, lo hará, y que si existen cláusulas pétreas lo hará mandando al cuerno la Constitución entera (lo que significa que todo lo bueno que ésta contuviera se iría por el sumidero, mientras que en otro caso sería posible conservarlo y emplearlo para reconquistar el terreno perdido); y segundo, que no hay razón para impedir que un pueblo que desea despeñarse se despeñe, mientras no obligue a que la minoría que permanezca fiel a la Verdad se despeñe junto con ellos (y es que si se nos obliga a actuar contra nuestra conciencia lo que sucede es que ya de hecho la democracia ha muerto, porque para que sobreviva es necesario que los polos opuestos establezcan una mínima convivencia y que exista una aceptación mutua; puesto que si ésta desaparece se imposibilita la democracia, facultando a quien quiera hacerlo para imponer formas distintas de Gobierno, incluso autoritarias y represivas -nunca totalitarias-, para así hacer posible su supervivencia y evitar que él y los suyos caigan en manos de quienes, enceguecidos por el odio, los asedian para darles muerte a ellos o a su forma de vida por todos los medios).

Sin duda alguna, mi negativa a aceptar cláusulas pétreas implica la posibilidad de que ciertas verdades y deberes humanos sean obviados por el Derecho positivo. Pero busca aminorar la probabilidad de que con una verdad cuestionada caigan el resto, facilitándose el retardamiento de los procesos de putrefacción moral de la sociedad, y facilitándose correlativamente la reacción de restauración de la Verdad que, renovada, ponga fin a tan odiosos procesos y restablezca el mayor ajuste posible del accionar humano a la Justicia divina. Creo que el fin es noble y que el argumento es razonable, y que esto hace digna de ser compartida mi posición.

Último aspecto al que hago mención es el de la importancia que le atribuyo a reclamar las raíces de toda buena obra que se hace, que para los católicos son las de la doctrina divina revelada por Jesucristo a su Iglesia. En ese sentido, dejo bien claro que el legislador católico ha de abstenerse de hacer manar a la fuerza el Derecho de la religión verdadera, pero nunca debe tener miedo de confesar que sobre ella él, al legislar, cimenta todo lo que construye, ni de que conste así por escrito (incluso en los textos normativos). Si tú al principio de una Constitución católica haces constar que estableces un Estado aconfesional, pero al mismo tiempo señalas abierta y públicamente que todo lo que estableces viene inspirado por tu fe en Jesucristo y en su única Iglesia, no solo no haces ningún mal ni quebrantas la separación entre la Iglesia y el Estado, sino que además haces lo que debes, porque dejando constancia de en qué te inspiras obligas a que se te interprete conforme a la fuente de la que tú mismo confiesas que mana tu pensamiento. Obligas a que las normas que has creado se interpreten cristianamente, como tú mismo lo hacías (evitando así que se falsee tu voluntad, cosa que los odiadores profesionales de Cristo han demostrado estar dispuestos a hacer a la mínima oportunidad), pero no obligas a que los paganos que el día de mañana pudieran crear normas lo hagan obligatoriamente de acuerdo a los postulados de la única religión verdadera.

En fin, termino la entrada del presente post confiado en que este largo artículo habrá servido para que se entienda el punto de vista que servidor defiende en relación con el apasionante tema de la relación entre la política y la religión; y para alejar los miedos que a menudo asolan a tantos que recelan de las intenciones de quienes cuestionan la manera tan deficiente en que hoy en día dicha relación está comprendida en nuestro decadente mundo. Envío un fuerte y sentido abrazo a todos los lectores, independientemente de su religión, y solicito igual para cristianos y paganos la bendición de Jesucristo, de su Santa Madre la Virgen María y de los ángeles, los profetas y los santos del Señor; que, lo sepan o no, es la única que de verdad puede aportarles algo útil en esta vida y prepararles para aceptar a Jesús o perfeccionar esa supuesta aceptación en la medida necesaria para beneficiarse de la Gloria de la Resurrección y de la eterna vida que nos concederá nuestro Padre de manera subsiguiente al Juicio Final y a la Sentencia Inapelable emitida por su único Hijo. IHS