miércoles, 31 de agosto de 2016

CONSTITUCIÓN DE 1978: MALA TÉCNICA JURÍDICA Y ESTANCAMIENTO POLÍTICO



Aunque todavía es demasiado pronto como para afirmar rotundamente nada al respecto, parece perfectamente posible que España se enfrente a la tercera convocatoria electoral en apenas un año. Sin duda alguna, de la vieja política cabe esperarlo todo, y la nueva no parece tampoco ser ajena a los cambalaches ni a los peores usos de la que la ha precedido. Así pues, de nada tendríamos que sorprendernos si, finalmente, tiene lugar algún tipo de arreglo de última hora en virtud del cual nuestra crisis política recibe algún tipo de salida que desencalle la situación y permita que alguien (casi con toda seguridad el PP) gobierne España. Al menos por algún tiempo.


Qué destacar del momento político que vivimos? Son quizá muchas las cuestiones que merecerían atención. Por un lado, llama la atención como PODEMOS, el tercer partido político nacional, ha estado desaparecido en combate a lo largo de toda la primera parte de la legislatura. Yo no sé si son imaginaciones mías, pero a Pablo Iglesias Turrión de Suchard apenas si se lo ha visto ni oído desde su grave fracaso del pasado 26 de junio. También me llama la atención la escasa predisposición del PP a mover ficha. Puedo entender que Rajoy quiera permanecer a toda costa al frente del Gobierno, pero me sorprende que dentro del PP no hayan surgido voces sugiriendo la conveniencia de desprenderse de un político que claramente constituye un obstáculo de primera magnitud a las negociaciones con vistas a conformar un nuevo Ejecutivo. Del mismo modo que me quedo mirando cómo los secesionistas (especialmente los del PDC, ERC y la CUP) no aprovechan un escenario que, de ordinario, favorecería que el proceso independentista tomara impulso.

Empero, si hay algo que me sorprende y me choca profundamente, es el hecho de que la gravísima crisis política que padece España no motive en ninguna parte una reflexión acerca de hasta qué punto a nuestro país le conviene seguir manteniendo el sistema político del que nos dotó el nefasto constituyente de 1978. Al fin y al cabo, si vivimos instalados en la paranoia a raíz de la posibilidad de que se convoquen sucesivamente nuevas elecciones, ¿no es eso única y exclusivamente culpa del art. 99.5 de la Constitución? Y si nos lamentamos de que nuestro Gobierno no pueda ejercer plenamente sus funciones, ¿no es al menos en parte eso culpa del art. 101 de ese mismo texto -aunque, siendo honestos, la culpa principal recae en en los apartados 3, 4, 5 y 6 del art. 21 de la Ley 50/1997, o "Ley del Gobierno"-? ¿Por qué nadie pone en cuestión la forma en que funciona el proceso de investidura del Presidente del Gobierno español? Es más, ¿por qué nadie pone en cuestión la necesidad de que exista un proceso de investidura o de que limitemos estúpida y arbitrariamente los poderes del Gobierno mediante la figura jurídica tan contraproducente e inexistente en otras democracias del Gobierno en funciones? Se hace referencia al hecho de que contados dos meses desde el día de hoy tocaría convocar elecciones, y de que si no es investido un Gobierno no es posible que el actual en funciones presente un proyecto de Presupuestos Generales del Estado. Pero a nadie se le ocurre plantear si tiene sentido que nuestra Constitución y la Ley del Gobierno establezcan esta desfachatez.

Yo no soy precisamente fan del parlamentarismo, al que me opongo por considerar preciso establecer una separación clara de los poderes ejecutivo y legislativo en virtud de la cual el acceso a la jefatura del primero sea completamente independiente de la elección por el pueblo del segundo (de modo que, como sucede en países como EEUU, sea posible que distintas corrientes políticas controlen los distintos poderes del Estado). Ahora bien, si lo que queremos es mantener el parlamentarismo, parece claro que podríamos estructurarlo mucho mejor de lo que lo está actualmente. Bastaría con establecer para la investidura procedimientos de votación simultánea de candidatos como el previsto en Asturias (en virtud del cual o se vota a un candidato o se vota a otro, de manera que si uno no es elegido forzosamente lo es su contrincante excepto en caso de empate -para el cual siempre se puede prever mecanismos por medio de los cuales romperlo-), o con establecer la elección automática del candidato del partido más votado en caso de que ninguno otro alcance el apoyo de la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Es más, podría hacerse algo incluso mejor: abolir la investidura y dar paso a un sistema como el británico en virtud del cual se entienda que el Gobierno mantiene la confianza del Parlamento en tanto dicha confianza no sea expresamente revocada (manteniendo validez la confianza parlamentaria manifestada en su día al Gobierno con independencia de que el Parlamento se haya o no renovado). Del mismo modo, y si bien la figura del Gobierno en funciones la contempla la propia Constitución, un simple cambio en la Ley del Gobierno podría poner fin a las limitaciones impuestas al Gobierno en funciones en relación al Gobierno que todavía goza de la confianza parlamentaria (limitaciones que, en un escenario en el que consideraramos que la confianza parlamentaria se concede por tiempo indefinido hasta que el propio Parlamento la revoque expresamente, perderían hasta el último resto de razón de ser justificativa de su existencia).

Todo esto podría hacerse, e incluso creo que cabría pensar que al hacerlo se concitase un acuerdo amplio de las fuerzas parlamentarias. Al fin y al cabo, es difícil creer que la situación hoy reinante pueda beneficiar a los partidos políticos. Empero, es verdad que a nuestra clase dirigente lo que le gusta es chalanear y dedicarse a la política en su concepción más baja de mera competición por la conquista y/o reparto del poder. Y, si bien el dedicarse a sus quehaceres favoritos no es en absoluto incompatible con el establecimiento de otro marco jurídico-político más sensato en virtud del cual evitáramos una situación de zozobra institucional que atraviesa España en este momento, también es cierto que el establecimiento de procedimientos tendentes a evitar puntos muertos como éste al que hemos llegado perjudicaría a los partidos en al menos un sentido. Y es que les privaría de un arma que imagino que será importante a la hora de presionar a sus contrapartes para sacar lo más posible de las negociaciones que suceden necesariamente a elecciones que dan lugar a Parlamentos tan fragmentados como lo han sido los dos últimos, ya que si elimináramos las situaciones de bloqueo de la formación del Gobierno, desaparecería la posibilidad de esgrimir ese mismo bloqueo como amenaza política. Y eso me temo que implicaría por parte de nuestros partidos políticos, tanto nacionales como de ámbito territorial restringido, una renuncia que difícilmente podrían sobrellevar. Tendrían que renunciar a provocar deliberadamente la zozobra de nuestro régimen político con tal de satisfacer sus pretensiones políticas cortoplacistas del momento. ¡Demasiado pedirles!

¿O no? Hay que tener en cuenta que, en política, como en los demás ámbitos de la existencia humana, a menudo la realidad impone proceder por medio de constantes ponderaciones de bienes en conflicto. En relación con el concreto asunto que en esta entrada se debate, mi punto de vista es el siguiente: si bien es comprensible que los políticos deseen chalanear con libertad, a la vez deberían ser conscientes de que quizá no deberían hacerlo a costa de jugar con los cimientos mismos del Estado. Así pues, quizá les compensaría perder la baza de bloquear la formación del Gobierno, en la medida en que lo que perdieran de este modo lo ganarían si, como estoy seguro de que ocurriría, la imposibilidad de bloquear la formación del Ejecutivo (sumada al mantenimiento por éste en todo momento de sus poderes ordinarios) redundara en una mayor fortaleza institucional tanto de éste como del régimen setentayochista en su conjunto.

Régimen el establecido por la Constitución de 1978 que no cabe duda de que adolece de problemas como éstos por la chapucería y falta de sentido de su labor trascendental en que incurrieron todos y cada uno de los que contribuyeron a elaborar la nefasta Constitución actual. Que si no ha arruinado el país desde el minuto cero es solo porque recibió la mejor herencia posible del régimen precedente encabezado por el que sin duda es el más grande estadista que ha tenido España en al menos dos siglos: don Francisco Franco Bahamonde. De no ser por la fabulosa herencia recibida del franquismo prácticamente en todos los sentidos, probablemente el estado de cosas reinante en nuestro país ya hace tiempo que se habría degradado hasta acercarse peligrosamente a una explosiva mezcla entre disgregación y guerra civil. De hecho, es a la disgregación a lo que se aproxima a buen paso en nuestros tiempos, pese a la buena base de que partía el constituyente. Constituyente en cuyo mal hacer jurídico-técnico insisto, dado que al problema que genera nuestro estúpido sistema de investidura se suma el generado en términos de plazos por la indefinición acerca del momento a partir del cual ha de correr el plazo para convocar nuevas elecciones, caso de que no haya investidura. Indefinición que es la que ha permitido al indeseable que nos gobierna aceptar el encargo de intentar formar Gobierno a la vez que negarse a fijar un día para la investidura. Que seguramente es lo que le gustaría. Que nunca se celebrara una investidura y nunca comenzara a correr el plazo para convocar elecciones, siendo así Presidente del Gobierno en funciones con carácter vitalicio.

Siendo tan evidentes como lo son estos problemas que atraviesa España en virtud de los gravísimos defectos no ya solo de fondo, sino incluso meramente formales de los que adolece nuestra Constitución, asusta la deificación con la que a los botarates que la elaboraron les obsequian los políticos todavía menores que les han sucedido. Unos 254 de los 350 escaños de nuestro Congreso de los Diputados están ocupados por partidos que hacen de la defensa del papel histórico de Adolfo Suárez una de sus banderas y de sus señales de identidad. Y si esto es terrible, peor aún es pensar que los otros 96, si por algo critican a la Transición, es por no haber avanzado más rápido en el proceso de desmantelamiento de la mejor herencia recibida de manos del Caudillo. Los errores flagrantes de técnica jurídica como los atañentes al proceso de investidura, que en el marco de una política sana deberían en principio criticables desde cualquier trinchera política, no son objeto de debate ninguno. Seguramente porque los enemigos de este régimen en ningún caso aspiran a ser menos cutres que la Monarquía bananera que aspiran a destruir.

Sea como fuere, tanto peor para ellos. Casi lo único que me da cierta esperanza en el futuro es el convencimiento de que la opción por la chapucería deliberada, en aquellos casos en los que ni siquiera viene avalada por tradiciones de siglos, no es una opción política sensata que pueda prosperar per saecula saeculorum. Todo esto es munición política extra que se suma a la que proporciona de por sí el parlamentarismo como régimen político indeseable y socavador de sus propios fundamentos democráticos que es. Es más, creo que, bien aprovechada, es munición de primer nivel. Solo falta quién se atreva a emplearla para volarle alegóricamente los sesos a la partitocracia setentayochista que nos mal gobierna. Entre tanto, y vista la escasa predisposición de la actual [de]generación de políticos españoles a enmendar incluso los más flagrantes errores formales del constituyente, por mí podemos seguir celebrando elecciones sin fin hasta que acudir a ejercer el derecho al sufragio o abstenerse de hacerlo se convierta para la práctica totalidad de los españoles en un automatismo. ¿Quién sabe? A lo mejor se cumple el dicho en virtud del cual se afirma  que "No hay mal que por bien no venga.", y la concatenación de elecciones sin fin llega a poder ser explotada como atractivo turístico de España. Si lo que nuestra casta desea es que el país se vaya convirtiendo en una Monarquía más y más bananera, ese podría ser el mejor camino para conseguirlo. IHS

martes, 30 de agosto de 2016

ARMAS Y LIBERTAD

La gente suele cometer el error de creer que cuando no se comparte su pensamiento es porque no se ha reflexionado lo suficiente sobre la cuestión que suscita la discrepancia. Por eso muchas personas no comprenden mi posición favorable a la libertad de armas existente en países como EEUU, y probablemente más de uno y más de dos se me queden mirando como si fuera gilipollas. Sin embargo, lo cierto es que mi posición será acertada o equivocada, pero no fruto de la falta de meditación al respecto.
A lo largo de los últimos años he reflexionado mucho sobre el tema. Y veo obvio que la libertad de armas es necesaria para la pervivencia a largo plazo de la democracia. ¿Que eso puede generar un costo en vidas humanas? No lo tengo claro, ya que circulan informaciones en sentido contrario, y yo no llego a tanto como para discernir hasta qué punto unas me parecen decididamente más acertadas que las opuestas. Ya señalé en el último estado que publiqué sobre este asunto que no hay una clara correlación matemática entre la violencia armada y el estatus jurídico de las armas. Yo mismo tiendo a creer que probablemente la violencia armada en EEUU no guarda tanta relación con la cultura de las armas como con la cultura de los ghettos raciales.
Sin embargo, incluso si el aumento de pérdidas de vidas humanas fuera la consecuencia legítima de la libertad de armas, y aunque sea desgarrador hablar en estos términos, considero que cierto perjuicio para los individuos aislados que puedan sufrir las tragedias que hayan de venir es un terrible precio que no obstante vale la pena pagar por establecer una garantía mínimamente firme de que jamás seremos esclavos del poder político de la manera en que lo son los súbditos de los peores totalitarismos del mundo (todos los cuales se han cimentado siempre sobre la base del total control de armas y han estado o están obsesionados con cortar de raíz todo conato de quebrantamiento de su monopolio sobre la violencia).
Como dijera hace ya tantos años aquel gran hombre que al margen de sus humanas debilidades fue Thomas Jefferson: "Vigilia pretium libertatis" ("La vigilancia es el precio de la libertad"). Este mundo, arruinado por el ocio en que deliberadamente nos han criado nuestros gobernantes, está acostumbrado a que le resuelvan los problemas antes que hacer el menor amago de intentar resolverlos por sí mismo. Y así no es posible a largo plazo mantener a salvo nuestra libertad. No podemos fiarnos de que lo que hemos conseguido vaya a mantenerse para siempre, ni de que la democracia sea un fenómeno político irreversible, porque no lo es. ¿Cómo va a serlo, si ni siquiera hemos terminado de alcanzarla?
Al paso que vamos, no tardará mucho en convertirse en un recuerdo del pasado. No podemos seguir delegando en el poder nuestra propia responsabilidad. Un pueblo verdaderamente merecedor de la libertad no mendigaría a los políticos de turno a fin de que les den tanto lo que les corresponde por derecho como lo que desean por puro capricho. Respetando ciertos límites, se serviría él mismo lo que le resultase imprescindible en la medida en que los poderosos no se lo quisieran entregar. Empezando por la seguridad y la Justicia.
Estamos a punto de morir de sobredosis de civismo. ¡Cuánto agradecería vivir cualquier situación que me llevara a percibir que recuperamos algo de la sangre que a nuestros ancestros no tan lejanos todavía les corría por las venas! Pero claro, para que todo esto sea posible debemos estar de vuelta dispuestos a hacer valer nuestra fuerza. ¿Y cómo ocurrirá eso en el seno de una sociedad que ruega a los poderosos que limiten lo máximo posible la capacidad de respuesta del común, y que se goza viéndose inerme? Por todo ello doy tanta importancia a luchar esta batalla, y a no cejar en la reivindicación del derecho del pueblo a disponer directamente y sin intermediarios de medios armados útiles para su autodefensa. IHS