martes, 16 de octubre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (1ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Hace no mucho, los católicos que en todo el mundo seguimos la campaña electoral estadounidense nos regalamos los oidos escuchando a Paul Ryan, candidato republicano a la Vicepresidencia de los EEUU, espetarle a Joe Biden -actual Vicepresidente y segundo de Obama- que no concibe cómo las creencias religiosas pueden situarse al margen del hacer terrenal de los cargos públicos políticos electos. Respondía así a Biden, quien justo antes defendía ser un católico coherente (él es de familia católica y sostiene profesar la religión católica), dando a entender que las políticas patrocinadas por la Administración Obama en relación con el aborto, el lobby de la otra acera y la ideología de género (que son totalmente opuestas a la doctrina que la Iglesia ha enseñado desde hace casi dos milenios) no obedecen a que él personalmente crea que el aborto, la homosexualidad ni el feminismo sean buenos.

Según sostiene el Vicepresidente de los EEUU, su apoyo a las políticas de su Presidente se debe a que él cree que, por fuertes que sean nuestras creencias -en este caso, sus supuestas creencias católicas-, no podemos considerarnos tan absolutamente infalibles como para que dicha creencia en nuestra propia infalibilidad nos anime a imponer nuestras creencias al resto de seres humanos. Razón por la que, lejos de maniobrar políticamente para promocionar nuestras ideas, debemos abstenernos de hacer nada que implique obligar coactivamente al resto de la colectividad a comportarse de acuerdo a las mismas. En resumidas cuentas, que Biden se pretende un católico devoto -lo que, a menos que me hayan informado mal, implica estar absolutamente en contra de toda clase de permisividad hacia todas estas viejas aberraciones que han tomado nuevo impulso en el siglo XXI-, y a la vez declara públicamente que considera que a un cargo público católico debe abstraerse de su fe religiosa a la hora de ejercer sus poderes. Dicho de otro modo, sostiene que la religión es cosa que cada cual practica en su casa, y de la que tenemos que olvidarnos si hacemos política, porque en caso de plantear nuestras políticas desde una perspectiva religiosa, y de, por tanto, legalizar lo que nuestra fe permite y plantearnos proscribir en cambio lo que ésta no tolera; incurriríamos en una invasión del espacio público, y nos entrometeríamos en un grado inadmisible en la vida privada de los particulares, a los que obligaríamos a comportarse de acuerdo a los postulados de nuestra religión incluso en el caso de que no fuesen ellos mismos fieles de nuestro propio culto.

La cosa podría tener gracia por dos razones. La primera es que, si de verdad Joe Biden es católico, entonces cree que el aborto es, por lo menos, un homicidio (porque en el pensamiento del católico no tienen cabida artificiales diferencias introducidas por hombres engreídos según los que el valor de la vida humana dependiente de la madre es inferior al de la vida humana independiente). Lo que significa que, si considera que el aborto no debe ser punible, tampoco debería considerar perseguibles criminalmente el infanticidio o el homicidio, puesto que idéntica intromisión del Estado en la vida de los particulares es la que les impìde atentar contra la vida de un nasciturus como la que les impide acabar con la de un niño ya nacido o la de un hombre adulto. En verdad, si se toma en serio el argumento de Biden, es evidente que no cabe defender la existencia de Códigos Penales, y ni siquiera la de norma jurídica alguna de Derecho imperativo, puesto que en el momento en que se le impone a alguien abstenerse de hacer algo que no cree que esté moralmente obligado a dejar de hacer se puede decir que se está vulnerando su derecho a la libertad de conciencia. Eso es así siempre, se prohiba lo que se prohiba. Y a nadie en su sano juicio se le ocurriría solicitar que se dejase de punir el homicidio. Así pues, ¿qué problema plantea el aborto? Sobre eso volveremos después.

La segunda razón es que, pese a que el Vicepresidente sostiene que no podemos invadir la libertad de conciencia de las mujeres que decidan abortar, y que el Gobierno del que él forma parte tiene como principio fundamental el de "vivir y dejar vivir", sin imponer las propias convicciones; lo cierto es que la Administración del actual Presidente, Barack Hussein Obama, de quien Biden es segundo, si que se considera con derecho -como bien le recordó Ryan- a intervenir en la vida de ciertos ciudadanos, a los que parece que si puede imponérseles actuaciones contrarias a sus parámetros éticos. Efectivamente, la actual Administración Obama lleva tiempo limpiándose el pandero con el contenido de la Primera Enmienda, que protege, entre otras, la libertad de religión. La Secretaría de Sanidad ha hecho sacar adelante reglamentos de desarrollo a la celebérrima ley de Reforma Sanitaria que obligan a los católicos a actuar en contra de sus propias y más trascendentales creencias y del sagrado dictado de su conciencia al garantizar -primero directamente y ahora de forma indirecta, lo que llama menos la atención, pero viene a tener los mismos efectos prácticos- la provisión de seguros médicos para sus empleados que costeen prácticas que la religión católica considera abyectas e inmorales, como sucede con las prácticas abortivas y con las anticoncepceptivas. Los empleadores católicos sufragarán obligatoriamente la expansión de un modo de vida radicalmente contrario a las enseñanzas de los Santos Evangelios.

Pero en realidad nada de esto es gracioso. Porque Joe Biden es el Vicepresidente de la segunda mayor potencia del mundo. Y porque es ofensa muy seria aquella por medio de la cual atenta contra nuestra dignidad. Pues su Administración ha decidido hacer algo que en Europa ha sido durante mucho tiempo el pan nuestro de cada día y jamás se ha terminado de desterrar, pero que en los Estados Unidos nunca se había visto. El César ha ordenado a los creyentes cristianos que le escupamos en la cara al mismo Dios. Ocurrencia propia de un majadero, por cuanto que sus efectos dañinos para la convivencia pacífica a largo plazo son potencialmente incalculables. Así es, puesto que supone un precedente que intranquilizará, y con razón, a los ciudadanos en la medida en que es una intromisión ilegítima en sus libertades -y he aquí el quid de la cuestión: en la cuestión de la legitimidad moral de la intromisión-, y por lo que tiene de atentado inmediato e insensato contra la sensibilidad de un colectivo que, hoy por hoy, mantiene un importante peso social (si hay una nación cristiana en el mundo actual -aunque, por desgracia, lo sea en versión hereje-, esa son los Estados Unidos de América).

En verdad, la cuestión subyancente en el fondo es una de las más apasionantes en términos políticos y filosóficos que existen. Y es a lo que se dilucida en el fondo, al gran debate filosófico que tanto tiempo llevamos planteándonos en el Occidente de raíces cristianas, a lo que de verdad deseo dedicar la presente entrada de este blog. Cuya segunda parte se explayará sobre estas cuestiones.

Un saludo a todos los lectores en Cristo Jesús. Que Dios os bendiga y ayude a derrotar a Obama. Pero no tanto a él, como a la concepción del mundo nefasta que él y quienes anticiparon sus ideas en el pasado, desde los mismos comienzos de la Humanidad, representan. IESVS HOMINVM SALVATOR

viernes, 12 de octubre de 2012

LA NACIÓN VA ANTES QUE LA DEMOCRACIA

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Creo que el glorioso día de la Hispanidad es un buen momento para publicar un artículo del tenor del que ustedes van a leer.

Todos los que seguimos los asuntos de actualidad recordamos lo que hace bien poco, con motivo de la celebración de la Diada, sucedió el día 11 de septiembre pasado en Cataluña. Quienes creemos en España como Nación, y entendemos por consiguiente que nuestra patria merece ser gobernada por individuos dotados de una visión general adecuada del pasado y del presente del país (facultades absolutamente imprescindibles para que un estadista pueda albergar siquiera un esbozo de proyecto de futuro mínimamente valedero para la sociedad sobre la que rigen sus mandatos y disposiciones), no podemos sino mostrar desazón por la situación actual del país.

Y si sostengo que la situación actual del país es tan grave no es ni por las algaradas independentistas ni por el enorme calado de ideas tan deleznables desde un punto de vista racional e histórico como son aquellas con las que, apoyándose en recurrentes falsedades, los secesionistas nos atacan a todos los españoles. Lo que de verdad me parece que determina el estado de descomposición política territorial que mantiene actualmente postrada a España (todavía no irreversible, pero si mucho más avanzado de lo que nunca habrían imaginado ni siquiera los que, dentro de España, tantos afanes dedican a la innoble tarea de destruirla) es la inacción y la absoluta pasividad con que nuestro actual Gobierno rajoyesco, siguiendo el peor estilo la era zapateril, hace frente a la situación. O, mejor dicho, no le hace frente, y he ahí el problema. En que nada contundente dice ni hace nuestro Gobierno que dé a entender claramente que defendería sin vacilación la integridad territorial de España en caso de que sus peores hijos definitivamente cometiesen el ignominioso acto de proclamar su secesión respecto de la que, les guste o no -esto no es cosa que la persona elija-, es su patria.

Al contrario, los balbuceos incoherentes y ridículamente quejumbrosos del Gobierno pepero (ridículos, en tanto que es el Gobierno el que tiene -o debería tener- el control de la situación y, por consiguiente, el poder de anticiparse a los hechos, que seguramente no se sucederían de una forma tan desastrosa para el interés nacional si ellos trabajasen un poco para evitarlo) solo sirven para fortalecer la resolucion suicida de los separatistas, que entienden que de este Gobierno no debe temerse reacción, y que podrán hacer su agosto a costa de la dignidad de ese resto de la Nación del que, más que separarse, da la sensación desean colonizar y mantener sujeto económicamente sobre la base de una confederación cimentada en la más absoluta desigualdad de las regiones de la España que ellos insensatamente atomizarían sin vacilar.

De todos modos, lo fácil ante las presentes circunstancias es criticar a un Gobierno manifiestamente inútil, y carente de ideas más allá de los patéticos parches con los que intenta combatir una crisis que erróneamente estima meramente económica, según ponen de manifiesto sus estúpidas declaraciones -cuando lo cierto es que es una crisis total, y de raiz eminentemente moral antes que de ningún otro tipo-. Lo difícil es intentar ponerse en el lugar de nuestros dirigentes, y pensar en serio acerca de las soluciones que dar al problema separatista. Que nuestro Gobierno parece creer que atajará con la amenaza de que una Cataluña o unas Vascongadas independientes no pertenecerían automáticamente a la UE -si no que tendrían que solicitar el ingreso en ella y ponerse a la cola-, cuando lo cierto es que, desde mi perspectiva, es España la que no debería pertenecer a esa pútrida organización, y son los secesionistas de Cataluña o las Vascongadas los que recibirían un inmerecido favor -sean o no conscientes de ello- si se les excluyese de la misma. Así visto, ¿qué podemos hacer ante el desafío separatista? Yo lo tengo claro, pero no deseo adentrarme en este asunto sin antes intentar al menos ponernos en antecedentes históricos y político-jurídicos. Empiezo con los históricos.

Ante todo, tener claro el principio fundamental: España, históricamente, es una nación antigua. Muy antigua. Quizá la más antigua de todo el continente europeo. No debemos temer afirmar la existencia de España -de una España muy diferente de la actual, pero, sin lugar a dudas, causante de la que hoy existe- desde fecha tan temprana como el 589, año del III Concilio de Toledo y de la oficialización de la conversión al catolicismo de Recaredo. Se que a muchos les parecerá muy impropio unir el nacimiento de una nación a un hecho de evidente cariz religioso. Pero el hecho es que esa conversión y, posteriormente, la aprobación en el año 654 de una ley común a todos los hispanos (el Liber Iudiciorum) son sucesos de esos que jalonan nuestra más importante Historia, en tanto que son hechos que marcan profunda y casi irreversiblemente el camino recorrido por las colectividades diversas -y, hasta entonces, excesivamente diferenciadas unas de otras como para considerarlas unidad de ningún tipo- que coexistían en territorio español en pos de una identidad común y claramente definida.

Segundo, y sin salirnos de la Historia, entender que España no solo no ha evolucionado linealmente, sino que su Historia, al igual que la de Francia -aunque de modo más radical y más amenazador para nuestra propia esencia nacional-, está profundamente marcada por un hecho que bien cerca estuvo de marcar una interrupción total y definitiva del proceso de conformación nacional. Si en Francia dicho suceso fue la Guerra de los Cien Años; en España fue la conquista islámica. Durante siglos, la mayor parte de nuestro país, más que usurpado -que algo de eso hubo, no puede negarse-, fue subvertido de raíz. Sin duda alguna, la mayor parte de los andalusies eran muladíes -españoles que apostataron del catolicismo y se hicieron musulmanes- o descendientes de muladíes. En ese sentido, algo tenían de españoles (no podía ser de otro modo, habiéndolo sido como lo fueron). Pero las semejanzas que nos hubieran podido mantener unidos a esa gente, pese a la total fractura religiosa, desaparecieron por la propia naturaleza de la repugnante religión que adoptaron, que les confirió una nueva identidad, y que hizo imposible poder seguir considerándolos compatriotas nuestros una vez finalizada la Reconquista.

Y si esa grandísima parte de España que se perdió -y que fue transformada en lo que habitualmente denominamos Ándalus- se pudo recuperar, eso solo sucedió por la acción relativamente combinada de los reductos cristianos que pervivieron en el norte de la Península. Reductos combinados que formaron diversos reinos (ninguno de los cuáles fue el de Cataluña -mera agrupación de condados diversos convertida en principado dentro de la Corona de Aragón- ni el de las Vascongadas -que siempre fueron tres territorios dotados de amplia autonomía, y distintos unos de otros hasta el punto de no poder decirse que estuviesen más cerca entre sí que del resto del reino de Castilla al que pertenecían-). Y si esos reinos -de los que formaron parte fundamental gallegos, vascos y catalanes- combinaron aunque solo fuese relativamente sus fuerzas, eso sucedió porque, pese a que litigaban frecuentemente entre si, existía entre todos ellos -incluyendo al reino que hoy es Portugal- un común sentimiento de pertenencia a la España arruinada por la invasión islámica, y de baluarte de la Cristiandad frente a las arremetidas de esos muyahidines yihadistas que ya entonces estaban hechos los mahometanos.

Sentimiento de común unidad hispánica que favoreció que la unión dinástica -y la unión política consiguiente- que tuvo lugar en tiempos de los Reyes Católicos aconteciese sin provocar graves traumas. España es nación desde el final del siglo VI, siguió siéndolo en el sentimiento -pese a su casi destrucción y a la desunión política de los reductos cristianos que la componían- durante los ocho siglos que duró la Reconquista, y restableció la unidad política arruinada por los musulmanes a partir del siglo XV -consumándola en 1580 con la anexión de Portugal por parte de Felipe II-, que pese a la exitosa secesión de Portugal -hoy día nación claramente diferenciada de la española- se ha mantenido desde entonces. Pero que hoy peligra. ¿Por qué peligra esa unidad?

Porque la unión política se llevó a cabo, pero no se encauzó de la forma jurídicamente más adecuada. Seguramente por una mezcla de exceso y de falta de tacto. Hubo exceso de tacto, porque los fueros territoriales fueron abolidos por partes. Felipe V desaprovechó la primera gran oportunidad de poner fin a las particularidades feudales heredadas por los territorios vascos -lo que, todo sea dicho, era relativamente comprensible, dado que le fueron fieles-, a los que seguramente habría debido aplicar también, en interés de España, los decretos de Nueva Planta. Así pues, los fueros de las Vascongadas siempre estuvieron ahí sirviendo de reclamo para otras regiones de España que, por contra, habían perdido sus fueros, caso de Cataluña -cuyo Derecho público fue castellanizado-. Y, cuando se abolieron, esto se hizo de mala manera, por incompleta. Siempre han quedado resquicios de una propia identidad que, sin negar a la española -y, por ende, sin impedir la existencia de la nación española y la consideración de los territorios vascos y catalanes como parte de la misma-, se sumaba a ésta. Esto fue un error, porque la nación solo puede sostenerse sobre la base de que la identidad fundamental es la nacional. Si existe otra identidad de igual o parecido peso fuertemente arraigada, eso echa sombras sobre todo lo que positivamente si se había conseguido -unidad e indentidad españolas-, y amenaza con volverse en contra como un búmeran. Que es lo que ha sucedido. Otra gran oportunidad para terminar de uniformar políticamente España la desaprovechó Franco -de quien tan buen concepto tengo-. Pudo igualar a todas las regiones de España y no lo hizo (por las mismas razones que Felipe V, pues Álava y Navarra apoyaron el Alzamiento Nacional, a diferencia de Vizcaya y Guipúzcoa, que quedaron bajo poder del PNV, y fueron privadas del concierto económico que venían manteniendo desde el siglo XIX). La última oportunidad perdida fue el propio y trágico proceso constituyente de 1978. Si los franquistas reconvertidos que abrieron el melón constitucional hubiesen insistido en blindar la unidad nacional, y en igualar a todas las regiones, ni los nacionalistas habrían chantajeado a tantos Gobiernos, ni Cataluña exigiría un concierto a la vasco-navarra, por la sencilla razón de que dicho concierto no existiría. Error tras error. En 1700 eran excusables. En 1900 no lo eran. Y en 1978 lo que fueron esos errores es imperdonables.

Pasemos ahora del plano histórico al jurídico. Analicemos brevemente la situación. ¿Existen mecanismos jurídicos por medio de los cuales sea posible que Cataluña o Vascongadas accedan legalmente a su independencia? Hasta donde podemos ver, no existen otros que los establecidos en Derecho Internacional Público. Si Cataluña o Vascongadas quieren la independencia, ésta debe venir otorgada unilateralmente por España, o ser reconocida a través de Tratado Internacional. Pero estos mecanismos no nos interesan, porque son mecanismos comunes a todos los Estados y ajenos a la legalidad española. Lo que interesa es saber si nuestro ordenamiento jurídico prevé algún procedimiento de independencia regional. Lógicamente, no lo hace. El constituyente, en su día, la cagó a lo grande con aquella mención tan gilipollas que se hace en el artículo 2º de las "nacionalidades" (que nadie sabe qué cuernos son). Sin embargo, esa estúpida referencia no implica soberanía alguna de las regiones en competencia con la soberanía nacional. La soberanía nacional es, pues, la única, y reside exclusivamente en las Cortes Generales. El Estatuto de Autonomía catalán o el vasco, por mucho que a los que han hecho los nuevos Estatutos se les haya ido la pinza -y no solo en las dos regiones díscolas-, no son las Constituciones de unas entidades políticas soberanas, sino que cada uno de esos Estatutos de Autonomía son una mera Ley Orgánica aprobada por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Por eso se insiste frecuentemente que, por más que los separatistas reclamen que el "pueblo catalán" o el "pueblo vasco" decidan en referéndum, eso no puede suceder bajo el actual ordenamiento, porque no existe pueblo catalán o vasco soberano alguno. Existe un pueblo español del que los catalanes y vascos son parte. Si se quieren escindir legalmente (y es recomendable que, si eso sucede, sea legalmente, porque despreciar la legalidad equivale a poner en peligro la paz todavía reinante) a través de una consulta, esa consulta debería celebrarse manifestando su opinión todo el pueblo español. Todo esto es lógico, porque, al fin y al cabo, no hay pueblo soberano más que si hay territorio soberano. No siendo soberano el territorio de Cataluña ni el de Vascongadas, no cabe imaginar que su censo electoral ni sus instituciones sean competentes para declarar ninguna independencia.

Vamos, que las pretensiones de los separatistas de Cataluña y Vascongadas ni se justifican históricamente, ni son realizables dentro de la actual legalidad española (Además de que, aunque a nadie parece importarle, implica un agravio respecto de nosotros, del resto de los españoles, porque cercena nuestros derechos. Ya que, donde hoy somos compatriotas dotados de plenos derechos mañana podemos quedar convertidos en extanjeros a los que se les pueden limitar dichos derechos. Peor aun, existen en ambas regiones de España amplias minorías que me parece que tienen derecho a no tener que optar entre ser abandonadas a su suerte en una Cataluña y unas Vascongadas independientes, que sin duda alguna los marginarían y los convertirían en apestados sociales por decenios; o abandonar esas regiones, en las que no pocos deben de llevar generaciones incontables, y cortar de una sola vez las profundas raíces que los unen a esas tierras para establecerse en lo que quede de España y así escapar al odio y a la intolerancia separatistas).

Por el contrario, el Gobierno actual de España es el que si que posee variadas vías legales para hacer frente a una hipotética secesión, o a cualquier quebrantamiento ilegítimo del marco constitucional. Ninguna de esas vías han sido utilizadas hasta ahora.

Ahora si es el momento de responder a la pregunta que dejamos atrás. ¿Cuáles son las vías por medio de las cuales podría actuarse para prevenir cualquier conato de rebelión regional contra el Gobierno nacional? ¿Deberían utilizarse? ¿Y si no se utilizan ahora, cuándo? La respuesta a todas estas cuestiones está en dos artículos de la Constitución: el 155º y el 8º. En el artículo 155º se hace referencia a la posibilidad de que se suspenda una autonomía en caso de incumplimiento grave de sus obligaciones o del atentado por su parte contra el interés general de España. En el artículo 8º se hace referencia al deber de las Fuerzas Armadas de mantener la unidad nacional, en tanto que garante de la misma.

Desde mi punto de vista, la cuestión está clara. El artículo 155º lleva años pudiendo ser tranquilamente aplicado en Cataluña. Lo increíble es que no se haya aplicado aun. Artur Mas anda desafiando al Estado Central, y anuncia día si y día también que celebrará consulta para imponer la alternativa de la independencia (o de lo que realmente anden buscando, que no está claro que sea eso). ¡No imagino forma de atentar más gravemente contra el interés de España! Nuestro Gobierno, como si oyera llover. Si lo que desean es despreciar las bravuconadas de Artur Mas, se me ocurren formas mucho más sugerentes de hacerlo. Por cierto, de momento es solo Artur Mas, pero a partir del 21 de octubre, veremos si no se suma (y casi seguro que va a ser que si) el próximo Gobierno vasco.

Creo que deberíamos darnos prisa. Y demostrar determinación. El separatismo ventajista (nacionalismo es un término que evito, porque para poder hablar de nacionalismo deberíamos poder hablar de nación, y está visto que eso Cataluña y las Vascongadas no lo han sido en toda su Historia como regiones de España) se crece ante la inacción del poder de la nación cuya existencia se ve amenazada. Esto no es Irlanda. No hay rebelión ninguna contra injusticia secular de ninguna clase. Al contrario, las Vascongadas son de siempre la región más privilegiada de España. Y Cataluña no se queda muy atrás (solo de Vascongadas y Navarra, y según para qué cosas). Son regiones que han crecido gracias al mimo con que se las ha tratado desde esa ciudad de Madrid contra la que tanto despotrican.

Pero el separatismo ventajista es cobarde, porque no lo alimenta un verdadero sentimiento de agravio, sino solo el egoismo (alimentado por esa infundada idea de que los lastramos y de que, por ende, vivirían mejor sin nosotros) y retrocede con facilidad a la menor muestra de fortaleza gubernamental.

Yo, caso de estar al frente del Gobierno español, en las mismas condiciones que el actual ejecutivo pepero, lo tengo claro. Utilizaría mi mayoría absoluta en ambas cámaras para hacer cosas, y no solo para quedarme papando moscas y fascinándome con mi propio poder. Restablecería la pena de muerte en el Código de Justicia Militar. Entre otros delitos, por los de traición, rebelión y sedición, especialmente cuando éstos vinieran a ser cometidos por cargos públicos (que no olvidemos que, en un país con soberanía nacional única y centralizada, representan a la nación. Dicho de otro modo, que Mas no representa al ficticio pueblo de Cataluña, sino que representa al pueblo español en Cataluña, que son cosas distintas). Suspendería la autonomía de Cataluña. Me prepararía para suspender la de las Vascongadas (y lo anunciaría claramente en el transcurso de esta campaña electoral vasca). Y le dejaría claras a Mas -y a Urkullu o Mintegui en las Vascongadas- dos cosas: que si celebran una consulta se aplica el artículo 8º de la Constitución, y el Ejército aplasta cualquier conato de secesión; y que a los responsables de la convocatoria o celebración de una consulta independentista se los juzgaría según el Código de Justicia Militar, y se los ejecutaría tan tranquilamente.

El problema es que ni yo ni otro mínimamente sensato estamos al frente del Gobierno español. Está Rajoy. Y ni hace ni parece que vaya a hacer nada para impedir la consumación del desastre. Por lo que dejo caer claramente una cosa. El mandato del artículo 8º de la Constitución a las Fuerzas Armadas de preservar la unidad nacional no puede quedar en papel mojado solo porque el Gobierno (a quien correspondería dirigir al Ejército en una situación como esa) se niegue a cumplir con su deber -pasándose así, por omisión, al lado del enemigo-. Así pues, animo a los integrantes de las Fuerzas Armadas a que, si el Gobierno español se niega a cumplir con su responsabilidad, las Fuerzas Armadas si que cumplan con la suya. Pasando por encima del Gobierno y derrocándolo, si es menester. Porque, aunque el Gobierno es relativamente legítimo por haber ganado las elecciones; yo creo sinceramente echada a perder su legitimidad en caso de desentenderse de la Nación. La democracia es deseable. Pero aquí no tenemos democracia, aunque celebremos elecciones. Sin embargo, aunque España fuera la mejor democracia del mundo (ni es la mejor ni es democracia), la supervivencia de la Nación justifica deponer a cualquier Gobierno que se negase a defenderla. Porque la Nación va antes que la democracia.

Ese es el tema que ilustra el título de la presente entrega del blog. ¿Y qué significa eso de que "la Nación va antes que la democracia"? Pues, como es lógico, significa que, al menos desde mi modo de ver, la supervivencia de la nación es siempre más importante que el hecho de que esta se organice o no de una manera democrática. No quiero decir que la nación sea siempre más importante que la forma de Gobierno. No suscribo aquella famosa sentencia de José Calvo Sotelo cuando  afirmaba lo de que "es mejor una España roja que una España rota". Para mi, el límite está en el totalitarismo. Mejor una España rota pero relativamente libre que una España unida bajo el totalitarismo, sea éste fascista, nazi, socialista o musulmán. Ahora bien, si que creo que una dictadura -civil o militar, no importa-, siempre que sea comedida, puede ser útil en lo que hace a ciertos estropicios que ningún Gobierno, por democrática que haya sido su elección, tiene derecho a cometer.

Pero esto de que "la Nación va antes que la democracia" también afecta a la esencia misma de democracia. Y es que democracia significa, literalmente, "gobierno del pueblo". Para que el pueblo gobierne, corresponde que se aclare quiénes formamos parte del pueblo -y, de momento, no es nuestro pueblo toda la especie humana, por imposible metafísico que no sabemos cuando terminará-. Aquí en España, se supone que el único pueblo soberano que existe es el español. Pero algunos niegan este particular, y se arrogan la potestad de romper las normas que nos dimos allá por 1978 -muy inadecuadas, sin duda, pero son las que nos dimos, y yo no las rompería más que por una causa verdaderamente grande, que no es para nada la causa de odio y de disgregación que defienden los nacionalistas-, proclamendo soberanías que no existen sobre el papel. Que en este caso es el que importa, porque en él pudo haberse escrito otra cosa, y no se hizo. En definitiva, está en cuestión el concepto mismo de pueblo español. ¿Que "gobierno del pueblo" puede existir en tanto que no se aclare cuál es ese pueblo -o esos pueblos- que son soberanos y ejercen el natural derecho de gobernarse a si mismos? Ninguno con visos de perdurar. Porque no puede perdurar aquella construcción teórico-práctica cuyos fundamentos se están cuestionando constantemente por parte de una fracción tan importante de los mismos que han de someterse a los postulados de dicha construcción. En momentos como éstos me acuerdo de Abraham Lincoln, y de su famoso: "Toda casa dividida contra si misma no subsistirá". Aplicó la enseñanza bíblica (Mt 12, 25) a unos Estados Unidos divididos entre Estados donde todos los hombres eran libres y Estados donde muchos hombres fueron atados con las ligaduras de la esclavitud. Pero yo pienso que es enteramente aplicable al caso de una España que amenaza quedar demediada porque no supo poner límites a la codicia de unas regiones, que, lejos de fortalecer, yo suprimiría. He dicho.

Hoy, día de la Hispanidad, más que nunca: ¡ARRIBA ESPAÑA! Rezo para que sobreviva. Y os animo a que hagais lo mismo.