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sábado, 26 de marzo de 2016

MONSEÑOR CARLOS OSORO: IRENISTA Y MAL PASTOR

He aquí otra horrible noticia que nos da el infausto y pésimo sucesor de monseñor Antonio María Rouco Varela al frente del Arzobispado de Madrid, don Carlos Osoro:


Compárenla con esta otra noticia que nos dio el ahora Arzobispo emérito, Rouco Varela, hace casi cuatro años:

http://www.20minutos.es/noticia/1457549/0/rouco/obispo-alcala/mociones/

Miren que Rouco  Varela ha sido un Arzobispo sumamente discutible, pero creo que pese a graves errores cometidos, tenía cierto genuino sentido de la eclesialidad que le falta a su decepcionante sucesor. ¡Qué contraste entre las actitudes de uno y otro!

Entremos ahora propiamente en materia. ¿Ésta es la "renovación eclesial" que nos trae el desdichado pontificado del también nefasto Papa Francisco? Unos Obispos escriben una carta pastoral oponiéndose a una Ley de Transexualidad que además de a la doctrina católica se opone directamente a la cordura dando carta de naturaleza a un comportamiento consistente en la autonegación de la naturaleza -en este caso biológica- en que incurren determinados seres humanos de ambos sexos al pretender ser del sexo contrario (todo ello apelando a una creencia esquizofrénica y radicalmente anticientífica -por más que la defiendan supuestos adalides de la supuesta supremacía de la ciencia- como es esa de que el género es una "construcción social" enteramente independiente de la biología, y que por ende el individuo humano no tiene una naturaleza masculina o femenina-). Acto seguido, estos Obispos sufragáneos de la provincia eclesial de Madrid se ven implícitamente desautorizados por un Arzobispo metropolitano que no firma la citada carta.

En sí mismo, tal acontecimiento es un mal indicio, pero no constituye per se prueba de nada excesivamente grave, ya que podría deberse a múltiples razones que quizá incluso pudieran tener cierta justificación desde una óptica católica. Cierto es que igual yo, que no quiero pecar de mentiroso, tendería a creer de todos modos que la ausencia de la firma obedece ante todo a que monseñor Carlos Osoro es esa clase de mal pastor al que cualquier clase de acción u omisión contraria a la fe católica se la trae al pairo. Sin embargo, ha sucedido algo más, que es lo que me lleva a pensar que todo esto es resultado exactamente de esa mala condición que le atribuyo al Arzobispo. Y es que Osoro, no contento con desautorizar implícitamente a los Obispos sufragáneos incardinados en la provincia eclesiástica que él encabeza, los humilla explícitamente y los echa mediaticamente a los pies de los caballos afirmando que no ha leído su carta. Esto solo cabe interpretarlo como un desaire y un menosprecio nada disimulado a los valerosos y dignos Obispos de Getafe y Alcalá de Henares.

Y lo gracioso es que seguramente su atentado en toda regla contra la dignidad de sus colegas en el episcopado será apoyado por el mismo tipo de gente que exalta públicamente las bondades de la colegialidad episcopal y se queja de que los Papas tradicionalmente hayan tenido demasiado poco en cuenta a sus Obispos y de que los Arzobispos metropolitanos tengan demasiado poco en cuenta a sus Obispos sufragáneos. Suele decirse que éstos deberían tener más fácil actuar por iniciativa propia. Y para una vez que lo hacen, y encima con la noble finalidad de manifestar su legítima oposición a una Ley de Transexualidad de contenido profundamente contrario a la doctrina de la Iglesia, se los abandona a su suerte. Todo sea, a la manera del Papa Francisco, no cabrear al mundo no sea que éste vaya a enfadarse y se cumplan las palabras que pronunció Cristo ante sus Apóstoles diciéndoles que si Él había sido perseguido ellos no podían esperar nada mejor, porque no es más el discípulo que su Maestro.

Vivimos tiempos de nefando irenismo que ha contaminado, y lo que es peor, idiotizado a la Iglesia. Por eso el Papa se marca una homilía que pareciera centralizar la culpa de la última atrocidad islamista en los traficantes de armas en lugar de en los propios asesinos (y yo no niego que habrá traficantes de armas sin escrúpulos que las vendan sin mirar a quién, pero creo que no tiene sentido que la crítica principal se dirija a ellos, mientras que en cambio se pase de puntillas por encima del hecho de que es la religión que en su día predicó Mahoma la principal responsable de que nuestra vida colectiva cada tanto tiempo se vea estremecida por un nuevo baño de sangre). Cuya jerarquía parece en su mayor parte sumamente complacida con la progresiva conversión de la misma en un mero club social y en una excusa para que algunas abuelas se reúnan los domingos, para que la gente celebre ceremonias vacías de todo contenido y significado en según qué momentos de su vida en los que le apetezca tomarse la gran molestia de acudir para escuchar los aburridos e insulsos sucedáneos de homilías con los que hoy agreden nuestros oídos la mayoría de los sacerdotes, para que alguna gente con evidente afición por las tallas de madera y no por las realidades sagradas que las inspiran salgan a procesionar en una Semana que cada vez tiene menos de "Santa", y para que unos Obispos predicadores de una impostura de incalculable potencial mongolizador satisfagan sus vanidades metiendo la mano en la hucha de Papá Estado y participando de "importantes" reuniones con la élite político-económica y cultural del mundo apostata que se nos viene encima que solo sirven para hacer avanzar más y más el cumplimiento de la predicción de San Pablo: "No queremos que Él reine sobre nosotros".

¿El gran estorbo? Jesucristo y una tradición bimilenaria; y el remanente de quienes aún conservan siquiera un mínimo de fe no adulterada. Yo todavía tengo esperanza en que se vivirá un renacimiento, por más que esto pueda ocurrir después de haber transitado una senda difícil y miserable, incluso de clandestinidad. Creo que hoy en dia la Iglesia sigue infestada de Richelieus de pacotilla como éste porque aún sigue siendo poder, como lo ha sido en todos estos siglos. Aún los Obispos y el Papa tienen más de Príncipes terrenos que de Pastores de almas. Sin embargo, eso no durará mucho. Quizá el poder quiera que la Iglesia conserve a toda costa su posición social, como forma de mantenerla controlada, pero los cabecillas del movimiento apóstata son esclavos de sus acciones. No se puede arremeter contra los privilegios de la Iglesia siendo esta mayoría y preservarlos cuando se convierta en una minoría, incluso irrisoria.

A medida que el abandono de la fe por parte de nuestro pueblo sea más evidente y generalizado, más irrelevante tendrá que tender a ser la Iglesia. Cuando esto ocurra, ¿qué atractivo tendrá meterse a cura y llegar a Obispo para personas como el indigno Arzobispo Osoro? El tipo de gente que conservan la suficiente fe, aunque sea una fe plagada de herejía o que aún ve la Iglesia una salida profesional atractiva cuando pasen una o dos generaciones no tendrá ni siquiera ese poco de fe (porque ya no serán herejes, sino directamente apóstatas), ni tampoco verán en la Iglesia salida profesional apetecible. Entonces espero que el timón de la Iglesia (aunque sea de una Iglesia de tamaño muy reducido, irrelevante socialmente, hostilizada por el poder y por el resto de la sociedad e incluso reducida a condiciones de semiclandestinidad o clandestinidad declarada), vuelva a manos de personas que estén comprometidas de corazón con la propagación de "la fe que, de una vez para siempre, ha sido dada a los santos". IHS

martes, 2 de abril de 2013

LIBERTARIANISMO CATÓLICO Y CUESTIONES DIVERSAS (II)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Si la entrada que le dediqué al matrimonio llevaba explicita una crítica a los libertarios católicos que anteponen el libertarianismo a su catolicidad; podría decirse que esta entrada va dirigida en un sentido totalmente inverso. Va dirigida a los libertarios católicos que, procurando anteponer, como es correcto que se haga, su catolicidad a su libertarianismo, acaban pasándose de frenada, en el sentido de que dejan tan poco margen a la sociedad para actuar y autoorganizarse que uno ya no sabe dónde cuernos queda su tan cacareado libertarianismo. Asimismo, esta entrada del blog es una crítica a tantos hermanos de fe que no son libertarios (podemos, pues, denominarlos "tradicionalistas") y que se consideran con derecho (no digo que de mala fe, e incluso quizá no sean conscientes de ello, pero es el caso -independientemente de que ellos lo vean así o no) a imponerles a los paganos pautas de comportamiento que van mucho más allá de lo que es necesario para la armónica convivencia social entre los ciudadanos adscritos a las diferentes sentibilidades religiosas.

Desde medios católicos se anda criticando mucho la posibilidad de que se conceda a los empresarios el derecho a establecer libremente el horario de trabajo de sus empresas. El caso es que soy libertario..., y por ende me declaro totalmente favorable a la completa libertad de horarios. La razón fundamental que en este terreno orienta mi pensamiento a algunos les sorprenderá. El caso es que creo que los empresarios deben de gozar de la misma libertad religiosa que otro ciudadano cualquiera. Deben de poder optar por creer la fe católica o por no hacerlo, y, en consecuencia, deben de poder optar por descansar (tanto ellos como sus negocios, que no dejan de ser una prolongación de ellos mismos) en el momento de la semana que estimen más pertinente.

A algunos de los que creen que nos es lícito imponer a la fuerza el descanso dominical les costará entender qué puede tener que ver la libertad religiosa con todo este berenjenal. Y nos dirán, para defender sus tesis, que la mayor parte de los empresarios que no den el domingo como día de descanso a sus trabajadores no actuarán de acuerdo a ningún planteamiento profundo, sino que lo harán en base a meros cálculos económicos, sin razones más profundas para despreciar el día del Señor que el grosero beneficio material.  De hecho, se indignarán todavía más, porque con toda justicia considerarán despreciable que un empresario pueda obligar a sus trabajadores católicos a laborar en domingo -impidiéndoles, por tanto, santificar debidamente las fiestas- solo por ganar unos pocos miles de euros más.

Y, sin duda alguna, los que razonen de esta manera dirán una enorme verdad. Pero analizarán todo este espinoso asunto obviando cierto número de realidades que deberían tener en cuenta. La primera de todas es que el mundo es quizá un poco más amplio de lo que ellos creen. Más de uno y más de dos de los empresarios que no respeten el descanso cristiano seguramente lo que buscarán conseguir haciendo esto es afirmar su propia identidad, dejando bien claro que ellos mismos no son cristianos, y que por ende no se les puede obligar a vivir como si lo fuesen. Lo que significa que tampoco se les puede obligar a tener en cuenta la religión de terceros a la hora de organizar el trabajo en sus empresas. No solo eso, sino que es también posible que lo que algunos empresarios paganos busquen al imponer horarios de trabajo en sus empresas  asegurarse, imponiendo condiciones de descanso inasumibles para quien de verdad sea cristiano (excepto en casos de extrema necesidad), de que ningún cristiano trabaje para él.

No diré que me agrade que se actúe así, pero casi peor que el que algunos paganos actúen así es el pretenderse con un derecho que no se tiene para impedírselo. Yo no apruebo la forma de actuar de quien no se somete a la idea cristiana del descanso. Es más, he evitado en todo momento hacer mención de ningún supuesto derecho de los paganos a nada. Precisamente porque no creo que lo tengan, ni en esto ni en cualquier otra cosa. Tengo clarísimo que no existe el derecho a hacer el mal, y que a menudo si que existe el deber de evitarlo y de imponer el bien. Pero jamás se me pasaría por la cabeza pretender que siempre se tiene el deber o el derecho de evitar todos los males y de obligar a los hombres a conducirse de acuerdo a la doctrina de la Iglesia.

Una razón pesa mucho a la hora de que me manifieste en el sentido en que lo he hecho: amarás al prójimo como a ti mismo. Yo no daría al prójimo un trato diferente del que me daría a mi mismo. Y el caso es que si tuviese un negocio y pudiera elegir libremente, yo no daría días de descanso diferentes de los de los cristianos, y tampoco contrataría a trabajadores de determinadas procedencias ni religiones (musulmanes, mormones, Testigos de Jehová, etc.), por lo que tomaría las medidas adecuadas para evitar que desearan trabajar para mi. Así pues, no me considero quién para impedir que otros actúen igual que yo lo haría pero al revés.

Al final, obligarle al empresario a trabajar con gente que no le gusta o cuando no quiere es obligarlo a vivir de un modo determinado. Y a esto nadie tiene derecho. Sobre todo porque él no obliga a nadie que no quiera a que trabaje para su empresa.

jueves, 21 de marzo de 2013

LIBERTARIANISMO CATÓLICO Y CUESTIONES DIVERSAS (I)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Observo con preocupación como no pocos libertarios católicos confunden gravemente conceptos relativos a la noción misma de libertarianismo. Y aceptan las ideas procedentes tanto del libertarianismo protestante como del libertarianismo pagano (lease de Ron Paul), dando a entender que éstas les importan casi más que las verdades divinas y católicas que ellos dice profesar. Así pues, confunden la necesidad de restringir al mínimo indispensable la intervención estatal con la supresión de la misma por entero. Acercándose, de este modo, más al anarquismo en su versión anarcocapitalista que a un genuino libertarianismo basado en el arte de luchar por lo que es posible y conveniente. Y, peor aun, aceptan esa hedionda y despreciable idea pagana que tanto ha prendido entre los herejes pseudocristianos de todas las especies según la cual el Estado debe de mostrarse neutro en el terreno de lo moral, o en todo caso su intervención debe limitarse a la imposición de lo que es estrictamente imprescindible para asegurar la pervivencia de la sociedad, no estando legitimado para alinearse con ninguna concepción concreta de la forma en que los seres humanos hemos de organizarnos tanto individual como socialmente.

Por eso, diciéndose como se dicen estos libertarios creyentes en Cristo y en su única Iglesia, no les tiembla el pulso a la hora de afirmar con fervor casi religioso su fe en las monsergas con las que personajes públicos tales como Ron Paul arruinan casi todo lo que de bueno hay en la labor libertaria que llevan a cabo. Monsergas tales como que el matrimonio debiera quedar al margen de toda clase de regulación por parte del Estado, que no tiene derecho a pretender definir lo que es el matrimonio. Monsergas que ninguna persona que conozca mínimamente la doctrina católica puede defender como hacen éstos libertarios "católicos" si de verdad desea poder ser considerada hija de la Iglesia. Monsergas que son menos malas que la abierta blasfemia con que los paganos militantes de nuestro tiempo contaminan el mundo terrenal y todo lo que hay en él, pero que no dejan de ser un peligro. En tanto que a menudo la más visible de las señales del avance del Mal es la devaluación de las ideas que defendemos los que afirmamos creer en el Bien, en la Verdad y en el modo de Vida que nos legó nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo y que por expresa voluntad suya perfila su Iglesia.

El tipo de concepciones burras a las que se adscriben muchos "católicos" libertarios y que pretendo denunciar en este artículo serán todo lo bienintencionadas que se quiera, pero burradas son cuando se ponen en boca de quienes dicen ser católicos y libertarios al mismo tiempo, en el sentido de que implican el desprecio no solo de la expresa doctrina del magisterio eclesial, sino también de la racionalidad y de la milenaria Historia del matrimonio. Es el matrimonio institución reconocida por los poderes públicos desde que tenemos noticia de su existencia, y tenemos noticias de la existencia del matrimonio desde antes incluso del comienzo de la Historia (pues el matrimonio es más antiguo que la misma escritura, y tan antiguo al menos, según parece, como la civilización). En verdad, el estudio de la Historia lo que nos enseña es que el matrimonio, desde que existe, ha sido regulado por los poderes políticos -religiosos o seglares-, y ha comportado consecuencias beneficiosas -especialmente en el orden fiscal y patrimonial- para quienes lo contraían. Es el matrimonio institución que existe no para la formalización del amor sexual entre seres humanos ni como instrumento diseñado para que aumenten nuestras posibilidades de alcanzar la autorrealización individual, sino para el fomento de la procreación entendida como uno de los mayores beneficios que podemos hacerle a la colectividad a la que pertenecemos.

Siendo la social la principal razón de ser del matrimonio, el sentido del reconocimiento del que históricamente ha sido objeto por parte de los poderes políticos estriba en el carácter que dichos poderes tienen de garantes de la supervivencia de la sociedad, que necesita de la procreación para subsistir (y más en los tiempos que corren en el actual Occidente, que se muere por falta de hijos). Por eso los poderes públicos han reconocido desde antiguo el matrimonio entre hombre y mujer, monógamo o poligínico (no tengo noticias de que, en cambio, se haya reconocido legalmente la poliandría, aunque todo se andará entre los paganos occidentales de nuestro tiempo). En todo el mundo el matrimonio ha sido reconocido solo entre hombre y mujer; con la particularidad añadida de que en Occidente el matrimonio prácticamente siempre (desde antes incluso de la aparición del cristianismo) ha sido reconocido solo en su versión monógama.

La razón que explica esa diferencia cualitativa en favor de Occidente es que el matrimonio es una institución que existe no solo para favorecer la procreación y para dotarla de un marco estable, sino también para favorecer que dicho marco estable sea el del entorno más apto posible para la crianza de la prole procreada (que ya antes del catolicismo a muchos les parecía evidente que no debía ser un entorno sexualmente promiscuo, como lo es el poligínico per se). Esta segunda utilidad del matrimonio ya la presintieron los griegos y romanos antiguos pese a su paganismo y a su evidente laxitud en materia de moral y costumbres, y se vio confirmada a los ojos de la mayoría como una verdad universal a medida que se extendió el cristianismo, que trajo consigo además de la certificación del triunfo de la monogamia la condena explícita de toda forma de poligamia (de iure o de facto). Una gran historia..., que para muchos libertarios "católicos" parece ser que no significa nada en absoluto. Y, aunque los libertarios, en general, piensan así, son éstos libertarios "católicos" los que a mi me despiertan profunda indignación (no puede ser de otro modo, dado que el libertario hereje, judio o pagano no dice profesar mi misma religión; y, por ende, no me crea -al menos por lo que es su adscripción religiosa- ninguna clase de alta expectativa en relación con la valía moral de sus iniciativas -a veces más bien lo que uno tiene con esa gente es precisamente todo lo contrario, esto es, unas expectativas más bien poco halagüeñas-).

Los libertarios "católicos" que hablan del modo que os cuento nos ahorran la parodia que es la concesión de ventajas a las formas de convivencia erótico-afectivas no naturales ni aptas para estructurar en torno de si mismas una familia humana (esto es, hablando en cristiano -¡y nunca mejor dicho!-, que no son favorables a la regulación legal de ninguna clase de uniones homosexuales ni contranatura). Cosa en la que sin duda esos libertarios defienden lo mismo que defendería el libertario que escribe este artículo. El problema que plantea el punto de vista de los libertarios "católicos" cuya postura tanto me molesta es que su oposición al matrimonio homosexual no va acompañada de una recíproca y necesaria defensa de los privilegios jurídicos de los que más nos vale a todos que sigan gozando los matrimonios naturales. En definitiva, que se oponen al mal sin tomarse la molestia de hacer nada por afirmar el bien. Plantean objeciones al gaymonio, pero están dispuestos, en nombre de un supuesto carácter neutro que según su bobo punto de vista ha de asumir el Estado, a sacrficar en la misma pira lo justo con lo injusto, lo conveniente con lo inconveniente, lo sano con lo insano, la cordura con la locura.

Por eso defienden que se ponga fin a la racional y necesaria intervención de los poderes del Estado para fomentar actitudes que sirvan al cumplimiento de su fin esencial (garantizar la supervivencia de la Nación cuyo cuidado a quedado encomendado al Estado que la representa) mediante la concesión de privilegios nada arbitrarios a la familia natural como son aquellos de los que ésta goza en virtud de la regulación de la que tradicionalmente ha sido objeto el matrimonio natural. Y todo ello sin parar ni siquiera un momento en mientes a reflexionar acerca de los daños que una manera de actuar tan poco sensata inflige a la sociedad de la que ellos mismos forman parte. Es más, defendiendo ideas tan claramente extraviadas le dan la razón a los paganos militantes. Al final, éstos consiguen lo que quieren: igualar lo conveniente a lo inconveniente, lo moral a lo inmoral, lo natural a lo que es per se artificioso y antinatural. ¿O acaso alguien cree que buscan otra cosa promocionando lo que ni siquiera una cultura tan tolerante y hasta amiga de la homosexualidad como lo fue la grecorromana se planteó ni por un momento promover? Hay dos formas de destruir un privilegio. Una es su revocación, y la otra es su concesión a cualquiera, de manera que el beneficio obtenido sea anulado al beneficiarse todos de él -lo que implica retornar al punto de partida-. Ambas son maneras distintas de conseguir una misma cosa. Sin duda, la más racional, sencilla y honesta de las dos sería la revocación del privilegio. Pero la más útil a la hora de vencer las oposiciones es la segunda. Porque puedes decir a tus enemigos que tú no le has quitado nada a nadie, y que lo único que has hecho es ampliar la lista de beneficiarios de algo. Ocultando a esos mismos opositores a tu desvarío que en realidad el efecto es el mismo que si les hubieses quitado todo. Porque has destruído el incentivo que pudiera existir para comportarse de una determinada manera en que interesaba que se comportaran las personas.

Eso es lo que ha sucedido con el matrimonio. No nos terminamos de dar cuenta de la gravedad de este asunto. Antes, estaba claro que a los laicos les interesaba más ser solteros que estar casados (aunque, todo sea dicho, nadie te obligaba a dejar de ser soltero). Ahora en cambio, la igualación (sea por la vía de la concesión del rango de matrimonio a cualquier cosa; o sea a través de la vía de la neutralidad y de la ajuricidad del matrimonio) de otras formas de convivencia erótico-afectiva a la relación matrimonial natural lo que consigue no es cambiar los gustos de la gente (el hetero no se va a volver homo, ni viceversa -al menos no por esta cuestión-), pero si desincentivar la responsabilidad y el compromiso. Es tan simple como que, ante la ausencia de ventajas o ante la posibilidad de obtener las mismas de otra manera, unos jóvenes que pensaran casarse por lo civil (para hacerse acreedores de las ventajas citadas) posiblemente al final no lo hagan. Lógicamente, comprendo que un pagano me diga que aunque fuera cierto lo que yo digo se la pela porque no cree que haya razón trascendental ninguna que nos obligue a fomentar la responsabilidad ni el compromiso profundo de las personas. Lo que me chirría es que eso mismo me lo diga una persona que proclame abiertamente no ya su cristianismo, sino incluso su "catolicidad". Se es católico creyendo lo que la Iglesia. Y la Iglesia no es que sea estatista (la creencia en la necesidad de la existencia del Estado no es un dogma de fe católico ni nada por el estilo), pero le exige al Estado en caso de que exista que cumpla unos mínimos, y que se constituya para el servicio del pueblo o Nación al que gobierne y represente. Así pues, el Estado, en caso de que exista, tiene que cumplir unos mínimos servicios. Que se supone que solo podrían conseguirse mediante la asociación coercitiva y forzosa entre todos los hombres que forman parte de una comunidad y se someten a las autoridades creadas para que rijan la comunidad a la que pertenecen. Estos hombres no ceden su libertad (no son esclavos de un Estado omnímodo), pero aceptan que el Estado tiene potestad para limitar en cierto grado ciertas libertades aisladamente consideradas. Y aceptan que el Estado existe para velar por los intereses de toda la Nación (considerada como una unidad natural a la que los hombres pertenecemos, al menos en principio, incluso sin el concurso de nuestra voluntad). Desde luego, todo lo dicho quedaría en nada si no se reconociesen poderes al Estado para hacer valer su función capital. La pregunta es qué poderes. Los estatistas creen que todos los necesarios para nuestra comodidad (sin importarles que nosotros mismos podamos o no hacernos cargos de las funciones que encomendemos al Estado). Yo, que me considero libertario (aunque el tipo de libertarios a los que yo denuncio en este artículo me despacharían alegremente como minarquista -término que no me gusta porque lo mínimo que uno puede hacer es cero, y yo creo en un Estado que haga más que cero-), considero que el Estado debe hacer solo aquello que nosotros no podamos razonablemente conseguir por nosotros mismos o, mejor dicho, aquello que, aun pudiéndolo hacer nosotros mismos (porque yo creo en las potencialidades del hombre y me niego a hablar de él como si hubiese logros naturales -que no sobrenaturales, que esos son patrimonio del Dios Altísimo y de aquellos por los que Él obre- que estuvieran fuera de su potencial alcance), tenemos razones para creer que el Estado lo puede conseguir de modo sensiblemente más eficiente de lo que podríamos alcanzar por nuestros propios medios. Así pues, para mi lo único que está demostrado por la Historia y por la falta de alternativas cuerdas que el Estado puede conseguir mejor que nosotros es:

1º) La organización cohesiva de la Nación como unidad necesaria para que ésta lleve a buen término las guerras en las que sea que pueda verse envueltas contra comunidades humanas exteriores a la misma y para que quede adecuadamente garantizado un umbral mínimo de seguridad ciudadana.

2º) El establecimiento de un mínimo marco jurídico e institucional que nos permita reexaminar nuestra propia concepción del Estado y que sea útil en lo que hace a evitar que los seres humanos resuelvan sus conflictos recurriendo a la autotutela (lo que es necesario en tanto que, generalmente, la autotutela de los propios derechos solo sirve para generar conflictos cada vez peores y más enconados entre las personas; y dificulta toda prevalencia aun de la mínima Justicia sin la cual no puede subsistir la sociedad, dado que en régimen de autotutela el único que realmente puede "autotutelarse" de modo eficaz es el que dispone de la fuerza suficiente para hacer valer sus pretensiones -razón por la que conviene la existencia del Estado, que tendencialmente será más fuerte que el más poderoso interés privado aisladamente considerado-).

En resumen: Defensa (interior -Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado- y exterior -Fuerzas Armadas-) y Justicia. Y aun la Justicia es un ámbito del que creo que se debe desterrar el monopolio del Estado (no me importaría ser juzgado, en mis querellas con otros creyentes, por un Obispo en lugar de por un tribunal del Estado). Para todo lo demás, Mastercard.

¿Y qué pinta en todo esto el matrimonio? Pues Defensa. La Defensa no implica solo la creación de un Ejército que repela las agresiones de que pueda ser objeto la Nación por parte de otras comunidades. También existe el frente de lo que yo denomino la "Defensa interior". La "Defensa interior" consiste en dos cosas. De un lado, implica impedir actitudes que por si mismas destruyen toda esperanza en que se alcance alguna forma de convivencia pacífica entre los residentes de un Estado (de ahí la necesidad en parte de la represión de ciertas actitudes mediante la imposición de sanciones de tipo penal), hasta el grado de poderse decir que no forman parte del marco mínimo de Libertad al que tiene derecho a aspirar el individuo (que no tiene derecho a matar -tampoco a un nasciturus, aunque no me perderé en el debate de la cuestión del Holocausto abortista- ni a atacar la propiedad o la libertad e indemnidad sexuales, ni a atentar contra la integridad corporal de otros, etc.). Del otro lado, implica fomentar usos correctos de la Libertad. La Libertad implica per se la posibilidad de equivocarse. En ausencia de daños a terceros no provocados por éstos o que sean irreparables y afecten a bienes indisponibles, toda acción de un individuo le afecta a él, y solo a él, o a quienes voluntariamente han permitido que se los dañe. Si les impidiéramos dañarse, ¿en qué quedaría la Libertad?

Ahora bien, una cosa es permitir que los insensatos se dañen y otra dañarnos a nosotros mismos negándonos nuestro legítimo derecho a fomentar actitudes cuerdas ante la vida que sean útiles al individuo tanto como a la colectividad. Una cosa es considerar que la homosexualidad es, pese a ser objetivamente inconveniente y pecaminosa (desde el punto de un católico), un mal y un pecado no tan grave como para reprimirlo o como para impedir a quien quiera ser gay (o bollera, o hetero promiscuo) que lo sea. Y otra muy distinta es negar al Estado, que debe garantizar la Seguridad y la adecuada Defensa interior y exterior de la Nación el poder que necesita para, sin cercenar la Libertad de nadie, fomentar el mejor empleo de la misma. Que desde luego no puede ser un ejercicio de la sexualidad que genera, por su propia naturaleza, el desorden procreativo en el seno de la propia sociedad, y que da lugar a la formación de convivencias erotico-afectivas que no son el marco adecuado para la crianza de los infantes. Si hay una unidad aun más básica que el Estado, ésta es la Familia. Y, aunque hay diversos modelos de Familia, no todos son igual de deseables. Uno lo es, y los otros son abiertamente contraproducentes. Una vez aceptamos que el Estado exista, no podemos pretender que desde el Estado se abdique de la defensa de los postulados que marca la nacionalidad. El Estado es per se una toma de partido que no hay problema en que a su vez tome partido por lo que crea conveniente. En eso, de hecho, consiste la democracia. No en que nos abstengamos de defender la implantación forzosa de los mínimos en que creemos, sino en todo lo contrario. En luchar por los mínimos, pero en aceptar a la vez que podemos no ganar esa lucha y que nos la pueden ganar otros; y en aceptar el veredicto del pueblo expresado directamente a través de las elecciones e indirectamente a través de los representantes legítimos electos. Yo no se otros, pero lo menos que yo le pido al Estado es que tenga presente que no todas las formas de vivir son igual de convenientes, y que algunas son abiertamente autodestructivas. ¿No lo es la homosexualidad, que generalizada a todos los hombres aniquilaría no ya la Nación española u otra concreta Nación terrena, sino toda la Humanidad? Pues entonces que no se pretenda que para el Estado sea lo mismo el amor natural que la unión estéril. Y lo mismo que esto otras cosas. Que no se pretenda que es lo mismo tener un papá y una mamá que varios papás o varias mamás o infinitos papás y mamás. Hacer esto equivale al suicidio de la sociedad (utilizo el presente, y no el condicional, porque por desgracia este suicidio ya se está llevando a cabo). Suiciduo que los hombres son libres de cometer, pero que los cristianos están obligados a combatir poniéndole obstáculos. Y más aun los que sean hijos de la Iglesia.

Desgraciadamente, muchos libertarios "católicos" no creen que sea cosa del Estado fomentar los buenos usos de la Libertad (ni siquiera cuando el no hacerlo pueda poner en grave peligro -y no solo potencial- la misma supervivencia de la Nación a la que éste dice defender, que la Iglesia Católica enseña que depende de la fortaleza de la institución familiar). De hecho, esta gente a menudo estará hasta orgullosa de unos puntos de vista tan ajenos a los de la Iglesia y a los de Cristo (algunos incluso se creerán profetas que claman solos en el desierto de la "lobreguez" intelectual del católico "tradicional" -entre los que, sin duda, incluirían a servidor-). Este hecho a lo menos a lo que obliga es a que yo haga el ejercicio intelectual de plantearme el por qué de que sucedan estas cosas, y de que personas a menudo formadas tanto en lo sagrado como en lo profano se adhieran a doctrinas que no casan unas con otras. Mis ideas al respecto son simples: incoherencias como las arriba reseñadas son el resultado de dar prioridad a las ideas relativas a lo mundanal respecto de las puramente religiosas, de desconectar insensatamente las unas de las otras (no obligándolas a ser compatibles entre si, lo que da pie a crear divisiones artificiales en la óptica individual con la que se juzga la realidad), y de no saber cual es el orden de prioridades.

Como libertario católico, intentaré ser constructivo y proponer el camino a seguir partiendo del ejemplo que al respecto me da mi propia experiencia y la enseñanza recibida de mis superiores teologales. Siempre he tenido claro que en materia de fe no se libreinterpreta nada, porque no creo en las majaderías con que Lutero y demás heresiarcas que vinieron tras él hirieron de muerte la fe cristiana. Así pues, el católico debe tener en cuenta que si alguno de sus postulados políticos no casa con la doctrina de la fe, no es su yo católico el que debe dejarse deformar para casar con las ocurrencias de su yo libertario, sino su yo libertario el que debe someter su probabilidad de acierto a la Verdad Segura y Absoluta que le propone su homólogo católico, acallando todo impulso de insana rebelión contra la doctrina que emana de Dios. Lo contrario, malo. Y si no, volved a ver el Señor de los Anillos "Las Dos Torres" y fijaos en lo que le sucedió a Smeagol cuando le hizo caso a Gollum.

Sobre el matrimonio, puntualizaré una cosa: creo que en el matrimonio coexisten dos vertientes. Una es la del matrimonio entendido como institución (no como contrato) civil; y otra la del matrimonio sacramental católico. Creo que ambas concepciones son diferentes, puesto que la naturaleza religiosa del matrimonio sacramental católico implica el sometimiento del sacramento del matrimonio a una serie de condiciones, que no necesariamente pueden ni deben ser impuestas al matrimonio civil. El matrimonio sacramental implica que al menos uno de los dos cónyuges sea católico. El matrimonio civil bien puede darse entre dos paganos. ¿Podemos imponer a los paganos vivir de acuerdo a la forma en que concretamente nosotros los creyentes de la verdadera religión entendemos que debe vivirse? Pues no. Ahora bien, ¿podemos permitir que los paganos vivan como quieran, sin importarnos los bienes que puedan perderse en el medio? Pues tampoco. Se supone que en esto quedamos en anteriores entradas del blog.

¿Adonde quiero llegar con esto? Pues a la siguiente idea: que el matrimonio civil no esté vinculado con el sacramento religioso no significa que dejemos de tener derecho a intentar imponer una concepción de matrimonio civil acorde al camino que nos marcan nuestros postulados religiosos. La fe cristiana valora la racionalidad. Como consecuencia de ello, el cristiano tiende -o debería tender- a no estimar demasiado las instituciones carentes de sentido. Si estimamos el matrimonio civil, es porque entendemos que históricamente tiene un sentido, que es el que hemos referido. Ahora bien, como el matrimonio civil es de todos, no conviene imponer un modelo de matrimonio civil excesivamente semejo al sacramental católico. Hay que hacer una labor de ponderación de bienes y males (y es que, al aceptar que el matrimonio civil puede ser distinto del sacramental, se acepta que será peor, porque por fuerza habrá de incurrir en males en los que no incurrirá el matrimonio canónico). Bien, la cuestión es la de esclarecer qué males pueden tolerarse y qué males no pueden tolerarse en aras del interés común y del aseguramiento de unas mínimas posibilidades de subsistencia de la sociedad en la que estamos integrados.

¿Puede aceptarse el matrimonio entre persona y animal, vegetal o cosa? No, porque eso no sirve a los fines del matrimonio en absoluto, y genera graves males sociales, legitimando una actividad tan asquerosa, abominable y de mal gusto como es la zoofilia. ¿Puede aceptarse en matrimonio entre personas del mismo sexo? No, porque ni procrean ni esa clase de ambiente es deseable para la crianza de una prole humana (con independencia de quiénes la hayan procreado). ¿Puede aceptarse la poligamia, en cualquiera de sus dos versiones? No, porque aunque la poligamia hasta facilita la procreación, genera un ambiente poco propicio -promiscuidad per se con su consiguiente temor fundado de que acaezca la posible exposición de los niños a un ambiente hipersexualizado, sin contar los celos y envidias entre miembros de esta amplia comunidad matrimonial que no se aprecien mutuamente y que formen parte del mismo matrimonio polígamo solamente por el nexo de unión que suponga el cariño que le tengan a un tercero- poco propicio para la crianza de los hijos nacidos de semejante engendro; eso sin contar que puede fácilmente generar situaciones sociales muy indeseables (pues quienes no tengan suerte con el otro sexo pueden atribuir sus problemas en parte al hecho de que otros estén tan "comprometidos") y que fomenta la endogamia (se disminuye la diversidad genética). ¿Puede aceptarse el divorcio? Si, porque, pese a ser un mal y a poner en peligro de cometer adulterio (que se cometería en caso de volver a casar tras haberlo antes hecho por la Iglesia); el caso es que el matrimonio no deja de ser una institución que afecta fundamentalmente a la intimidad de los individuos, y que un matrimonio entre adúlteros no obstante puede fundar una familia bien atendida y estructurada. Aunque ese matrimonio es malo per se, debe ser aceptado en orden al respeto a la libertad de conciencia (imponerle a un pagano un matrimonio indisoluble cuando ellos no suelen creer en absoluto en la indisolubilidad es poco juicioso, en tanto que supone imponerle a la fuerza un bien que no es tan absolutamente imprescindible para la armonía ni para la coexistencia pacífica entre las distintas sensibilidades). Igual, yo estoy tentado de imponerles este bien a los paganos por mucho que, quiérase que no, la única historia del matrimonio no es la cristiana. Y en el Occidente antiguo, si bien el matrimonio era natural -entre hombre y mujer- y monógamo, admitía el divorcio. Hasta en Israel se admitía el divorcio, al igual que la poligamia. Pese a todo, en ningún sitio está escrito que tengamos que incurrir en la misma dureza de corazón que Cristo, al hablar del divorcio, denunció en nuestros padres... Vamos, que no tenemos por qué renunciar a moralizar el Derecho (hacerlo sería entregarnos de pies y manos atados a Satanás).

Todo sea dicho. El divorcio y la posibilidad de llevarlo a cabo con entera libertad puede llegar a perjudicar seriamente a la sociedad. Genera riesgos de fractura familiar masiva que deben ser contrarrestados de alguna manera. ¿Y esto cómo se consigue? Pues otorgando grandes ventajas a los matrimonios, crecientes en función del número de hijos sobre los que ningún individuo ajeno al matrimonio ostente plena patria potestad. ¿Qué clase de ventajas? Eso queda para otro capítulo... IHS

A LOS LIBERTARIOS CATÓLICOS: ¡ANTE CADA NUEVA ELECCIÓN QUE SE OS PRESENTE EN LA VIDA, ELEGID LO MÁS LIBERTARIO A LA PRIMERA OPORTUNIDAD, Y LO CATÓLICO SIEMPRE!

domingo, 18 de noviembre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (2ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

¿Qué relación debe existir entre la política y la religión? ¿Deben los creyentes de una confesión -más concretamente, los cristianos en su versión católica ortodoxa- participar activamente en las disputas políticas? Y si este es el caso, ¿cómo deben canalizar esa participación? ¿Deben dejar que sus acciones políticas vayan guiadas por los principios que les dicta su conciencia, inevitablemente marcados por la concepción religiosa a la que se adscriban? ¿O deben, por el contrario, procurar gobernar sin justificarse nunca en los dictados de su propia conciencia, y atendiendo solo a lo que el común de la población identifique como "bien común de la sociedad", o incluso solo a la voluntad de ésta, independientemente de toda mínima consideración moral -hasta de moral "pactada" o "sincrética"-?

En verdad, yo creo que en la presente cuestión se contiene la clave de lo que, según mi personal perspectiva, debería ser la relación existente entre la política y la religión. Pero es una cuestión densa, y antes de intentar abordarla, creo que puede resultar conveniente hacer mención de mis ideas acerca del confesionalismo estatal. Para evitar así malas interpretaciones de mi pensamiento, en una u otra dirección.

Sinceramente, siempre he creído que el confesionalismo, sin ser necesariamente monstruoso (no debe confundirse el confesionalismo con la teocracia -gobierno a cargo del estamento religioso en el que las funciones religiosas y civiles se ejecen juntas e incluso se confunden, no pudiendo distinguirse unas de otras-, y ni siquiera con la hierocracia -las funciones civiles y religiosas se ejercen por separado, pero el Estado es confesional, sobreponiéndose en la práctica el estamento religioso al civil, que necesita de aquel para legitimarse-), como defienden algunos católicos excesivamente influenciados por las modas pasajeras del mundo, es innecesario y tendencialmente contraproducente. Ahora bien, como católico, es mi obligación creer en todo lo que forma parte de mi fe, y no solo en lo que a mi me de la gana. Esto es un todo del que no puede separarse ninguna parte (para que se me entienda bien, no se puede ser católico y al mismo tiempo pretender creer solo en nueve de los Diez Mandamientos). Así pues, yo creo en el deber de rendir pleitesía a Cristo en todos los ámbitos de la realidad, tanto desde una perspectiva individual como a nivel social, siendo como es Jesucristo el Señor de todos los hombres y de las naciones que éstos construyen sobre la Tierra. Lo que no creo es que la confesionalidad de los Estados sea el mejor modo de cumplir con ese deber inherente a la condicion de cristiano.

Creo en la democracia, y creo en el catolicismo, pero mi fe en mi religión es incomparablemente mayor que la fe que pueda tener en una forma concreta de organización política, por más que ésta me guste, caso de la democracia (sobre cuyos requisitos fundamentales -o al menos los que yo creo que debe cumplir- ya he hablado en entradas anteriores). Creo que la Historia del mundo todavía no ha visto nacer una democracia inspirada en principios cristianos y consecuente con los mismos. Y creo que el camino para conseguir algo como esto -que entiendo que sería muy deseable y beneficioso para los hombres- no pasa por la confesionalidad del Estado. Entre otras cosas, porque desde mi punto de vista la confesionalidad de un Estado difícilmente puede casar bien con su organización democrática.

Una de las razones por las que creo en la democracia, es porque creo que, al ser la única forma de gobierno en cuyo seno los gobernados realmente pueden influir en la manera en que se les gobierna, es la única forma de gobierno respetuosa con la dignidad inherente a todos los hombres, puesto que, aunque puede deformarse fácilmente y optar por tiranizar a éstos y tratarlos como a niños al imponerles sujección a mandatos absurdos, también puede no hacerlo. Las demás formas de gobierno, al tratarnos de ineptos e incapaces que no merecen influir de ninguna manera, ni siquiera tangencial, en la forma en que se les gobierna, inevitablemente incurren en semejante comportamiento respecto de los gobernados, cuya dignidad se ve rebajada. Creo en la democracia, porque todos los gobiernos se equivocan, pero la democracia permite que por lo menos las equivocaciones corran de nuestra propia cuenta, y no sean consecuencia del capricho de un soberano (lo que, según se mire, es una solución más respetuosa con nuestra dignidad, pero que a la vez hace a la mayoría dominante en cada momento más responsable de los errores colectivos, tanto ante Dios como ante los hombres).

Quienes hayan estudiado algo acerca de éstas cosas ya sabrán que el confesionalismo puede ser formal o material. El confesionalismo formal no vale más que para hacer el paripé. Se dice profesar determinada religión, pero el Estado no liga a dicha religión la producción normativa, luego se pueden perfectamente promulgar leyes que sean contrarias a los principios de la religión que se supone "profesa" el Estado, lo que, entre otras consecuencias negativas, tiene la de que el Estado se instale en la hipocresía. El confesionalismo material, que impone la sujección de las normas jurídicas a los principios y valores de la religión que profesa el Estado, es más coherente. Pero me chirría por una simple razón: implica la supresión del derecho a cometer lo que, según el punto de vista de la religión que adoptemos como oficial, es una equivocación. Y crea problemas de no poca importancia. Por ejemplo: ¿Puede asumir un pagano el poder en un Estado confesional católico?

Unos dicen que si, y otros que no. La opción más coherente con la naturaleza confesional del Estado es la primera, porque no tiene mucho sentido que los máximos mandatarios, por ejemplo, de un Estado católico sean paganos y recen un molinillo de oraciones budista o asistan a las celebraciones del predicador pentecostal de turno. El problema que plantearía el Estado confesional material así considerado es que impedir a un hombre acceder a un cargo por razón de religión (siempre y cuando se trate de una confesión tolerable, y que por ende deba ser tolarada por el Estado) es incompatible con la democracia. Fundamentalmente porque negarle a un hombre el derecho a acceder a los puestos de poder desde los que defender sus propias convicciones políticas y sociales únicamente en base al hecho de que profesa una religión diferente de la del Estado o no profesa ninguna es incurrir en flagrante discriminación.

Ahora bien, supongamos que se permite a los paganos y a los judíos, herejes y cismáticos acceder a los cargos públicos en igualdad de condiciones respecto de los católicos en el seno de un Estado confesional material católico. Eso no soluciona nada, puesto que también es una evidente discriminación pretender que un pagano pueda acceder a los puestos de poder, pero al mismo tiempo pretender que no puede gobernar de acuerdo con sus propios criterios, y que haga en todas las cosas como a la Iglesia le parezca correcto. Además, seamos sinceros, el confesionalismo material llama a la violencia, sea a corto, a medio o a largo plazo, porque difícilmente hombres que aprecien en algo su propia dignidad aceptarían someterse pacíficamente a semejante rasero. Y para que se vea hasta qué punto la idea no es peregrina, pondré de ejemplo a los propios católicos. Los católicos solemos quejarnos, con gran razón, del trato discriminatorio que sufrimos a manos de los enemigos de la fe. Pero muchos católicos parece que no tendrían problemas en darle el mismo trato a cualquiera que no profese la verdadera religión. ¿Donde queda el amar al prójimo como a nosotros mismos? Creo que esa es una sentencia de los Evangelios de la que nunca nos hemos acordado como corresponde. No basta con no perseguir como escoria a los herejes y a los paganos al estilo musulmán o al de la Inquisición de otros tiempos. Creo que un católico debe demostrar que de verdad respeta a esa gente igual que se respeta a si mismo (lo que no implica respetar sus falsas doctrinas, que detestamos, del mismo modo para nada en que respetamos a la religión de Jesús, por la que hemos conocido la Verdad). A ningún católico le gustaría quedar excluído de las magistraturas, ni que en caso de poder acceder a ellas se le obligase a gobernar de acuerdo con principios herejes o paganos que informaran la legislación de un hipotético Estado confesional pagano. Con la diferencia de que los católicos -y los cristianos en general- tenemos más o menos bien aprehendida la noción de mansedumbre y de aprender a poner la otra mejilla. Mientras que incluso entre los paganos proclives a dirimir sus diferencias de manera pacífica, eso no pasa de ser una opción moral de validez relativa y controvertible (imaginaos entonces lo que pensarán de este concepto los paganos más alejados de los patrones de conducta cristianos). No es un mandamiento moral de validez absoluta, intemporal y universal. En definitiva, que para ellos es una actitud que, en la mayoría de los casos, puede abandonarse sin particular menoscabo de nada que haya que abstenerse a toda costa de menoscabar.

¿Significa todo lo antedicho que acaso los católicos debemos permanecer inertes ante la deriva anticatólica de los Estados que antaño conformaron la Cristiandad? ¿Quiere decir acaso que debemos de abstenernos de ejecutar una agenda legislativa de acendrado carácter católico en nombre del derecho de los paganos a ser tratados igual que nos gustaría ser tratados a nosotros mismos?

¡De ningún modo! Eso no puede ser, porque implicaría abstenernos de comportarnos de acuerdo a los principios de nuestra propia religión, que nos ordenan luchar a través de medios moralmente lícitos por conseguir que Jesucristo reciba la adoración que le corresponde, tanto a nivel individual como social. Así que quedan respondidas las preguntas con las que se abrió el post. La religión de Dios, y esto los paganos lo deben de entender, no es cosa que solo se practique dentro de las cuatro paredes que delimitan el recinto de las iglesias, ni en el interior de nuestros hogares al calor del entorno familiar. ¡Y una mierda! La religión de Dios fue predicada por Éste mismo encarnado precisamente para que se expandiese por toda la Tierra. Pero el mismo Dios nos alertó de que muchos no querrían que fuese así, y de que entre esos estarían a menudo los señores de las naciones, que utilizarían su poder para prevenir la expansión de la fe mediante su persecución, y mediante la promoción entre los hombres del mal, en forma de pecado contra los hombres y de blasfemia contra el Señor. Aquellos entre los paganos que se consideran en guerra perpétua contra Jesucristo querrían que nos olvidásemos de que Él es nuestro Rey y Dios nada más cruzamos las puertas de nuestra casa para salir a la calle a relacionarnos con nuestros semejantes. Sin embargo, nosotros no nos podemos permitir el lujo de hacer lo que los paganos querrían que hiciéramos, ni de dejarnos intimidar por la violencia (física o normativa, es igual) que puedan desplegar en nuestra contra caso de no seguir sus descarriadas indicaciones.


A los creyentes en el Verbo de Dios nos corresponde hacer todo lo contrario. Entre otras cosas, nos corresponde llevar a cabo un proyecto político de calado que implique transformaciones políticas profundas en la dirección que a nosotros nos interesa, que es la de la senda que marca la fe de Dios. Nuestro objeto al hacer esto ha de ser la consecución de tres objetivos irrenunciables: acceder al poder (pues si no lo ocupamos nosotros mismos lo ocupará cualquer otro, y si ese otro es un enemigo profesional acérrimo de la fe católica, nos exponemos a persecución física o normativa, riesgo que nos corresponde evitar por nuestro propio bien y el de los que tenemos a nuestro cargo), bregar en pro de políticas que humanicen el mundo, haciendo prevalecer en este la Ciudad de Dios, y conseguir por éstos medios crear un clima propicio a la conversión voluntaria de los paganos, que es la única que puede servirles a ellos y a nosotros de algo.

De este modo, nos encontramos con que tenemos por delante un gran desafío. Hacer política -y, en su caso, gobernar- respetando esa misma fe y sus mandamientos, que nos ordenan amar y respetar a los paganos. Lo que debe implicar que sepamos a un tiempo dejar de lado todo complejo y, en caso de ganar las elecciones, gobernar haciendo lo que se espera de un gobernante cristiano (prohibir el aborto, institucionalizar un matrimonio civil acorde al natural, proscribir la eutanasia, defender el derecho de los padres a educar a sus hijos en la fe, etc.); y evitar acto alguno que los discrimine respecto de nosotros mismos, o gesto de cualquier clase que haga sentirse innecesariamente menospreciados incluso a los paganos que para con nosotros muestran tolerancia y para con no pocas de nuestras ideas acuerdo cuasi pleno (nunca será pleno del todo porque nunca habrá acuerdo en el fundamento último de nuestra por lo demás aparentemente idéntica postura).

Para conseguir una cosa como ésta, o aunque solo sea aspirar a hacerlo, lo que necesitamos es organizarnos. Los católicos necesitamos organizarnos políticamente asumiendo la posición separada y desigual (por mejor informada) de que Jesucristo, el único Dios, nos ha dotado respecto de los paganos, judios, herejes y cismáticos. Eso, hablando en cristiano, implica actuar en el terreno de lo público por separado de todo el que no profese nuestra misma religión, sin importar la posible comunión de objetivos prácticos. No importa que queramos lo mismo. Hemos también de quererlo por las mismas razones. Los católicos deben formar partidos políticos abiertos solo a católicos, excluyendo a todos los que no lo sean de un modo comprometido (se debe exigir un catolicismo practicante, leal a los principios innegociables, pues otra cosa, por más que el individuo que la profese esté bautizado y se proclame nuestro correligionario, no es catolicismo). Esto responde a la pregunta de si debemos o no limitarnos a defender nuestras ideas apelando únicamente a ideas morales "universales" o recurriendo directamente a argumentar desde nuestra fe. Pregunta que reviste no poco interés, dado el alto número de católicos practicantes que procuran abstenerse de hacer mención a la religión a la hora de defender sus posturas morales, y que insisten siempre en que nuestras ideas las comparten personas que no son cristianas, como si necesitáramos el aval de otro que no sea Cristo para creer en la doctrina que profesamos. Insisto en no debemos aparcar a Jesucristo en un rincón del desván, sino todo lo contrario, enarbolarlo como nuestro más poderoso estandarte, pues nuestras ideas no pueden tener mayor valedor.

Por cierto, que no es preciso que todos los católicos estemos unidos en la misma formación política. Entre correligionarios pueden existir lícitas diferencias que hagan imposible viajar todos en el mismo barco. El acuerdo en torno de los principios innegociables no excluye el desacuerdo en todo lo demás, esto es, en los aspectos puramente políticos de la lucha pública. Hay católicos conservadores, hay católicos tradicionalistas (en lo político además de en lo moral), hay católicos partidarios del liberalismo económico, y hay católicos preocupados por lo social (que no socialistas, porque no es compatible el catolicismo y el socialismo, doctrina atea y materialista) y partidarios por ende de la intervención de la economía y de la regulación de los mercados. Yo mismo me defino como libertario, así que poco puedo tener en común en lo político con la mayoría de los católicos antes mencionados.

Ahora bien, tengo en común con ellos lo más importante de todo: nuestra fe en Jesucristo. Y eso significa que, igual que colaboraría con paganos, judíos, herejes y cismáticos aunque sin mezclarme ni confundirme políticamente con ellos, para conseguir un propósito común; la colaboración entre católicos debe estar a la orden del día. Podemos tener grandes diferencias, pero más grande es lo que nos une. Debemos estar permanentemente dispuestos a la colaboración (incluso en materia de coaliciones electorales), y nunca dejar que florezcan asperezas en el trato que haya entre nosotros.

Sobre todo, es necesario insistir en que los católicos tenemos derecho a hacer todo lo que aquí se propone. Tanto desde el punto de vista de la moral católica como del ordenamiento jurídico civil puramente humano. A posturas como las que yo defiendo aquí públicamente se les suele objetar que quebrantan el principio de separación entre Iglesia y Estado, que es la madre del cordero de la democracia, que resulta imposible sin éste (una de las razones por las que el confesionalismo, incluso católico, me parece tan sumamente inconveniente, es que contraviene la separación entre Iglesia y Estado). Eso no es así. La postura que yo defiendo es dualista, en el sentido de que entiende que los ámbitos espirituales y terrenos son distintos (a diferencia del monismo, cuyo punto de expresión culminante es la maléfica religión del Islam, según la cual no hay distinción ninguna entre el ámbito de lo religioso y de civil, dado que todo forma parte del ámbito religioso). Y además es compatible con la idea evangélica de que "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". La única diferencia entre nuestra concepción de la separación de poderes y la concepción, más que de separación, de enfrentamiento contra los poderes religiosos cristianos (y, más concretamente, contra la Iglesia Católica Apostólica y Romana), está en el hecho de que nosotros respetamos al César en tanto que hombre, y al mismo tiempo nos negamos a tenerlo por cosa otra que no sea ser nuestro igual. En ese sentido, y en tanto que hombre, el César, servidor público, tiene derecho a profesar una religión, igual que otra persona cualquiera, y a desempeñarse como servidor de todos en el modo en que él mejor sepa, promoviendo para ello lo que buenamente crea que redundará en el bien de toda la comunidad, que sin duda será aquello que su religión o creencias trascendentales le impulsen a valorar como bueno para todos los seres humanos o al menos para la comunidad sobre la que gobierna. Desde una perspectiva católica, la Iglesia no puede pretender pasar por encima del César, ni el César entrometerse en los asuntos de la Iglesia. Pero lo que al César no se le puede negar ni la Iglesia puede dejar de acoger como una buena noticia es que libremente el César decida profesar la fe cristiana católica ortodoxa y se conduzca en términos políticos del modo más acorde posible a la misma.

Ahora bien, ni la religión puede pretender practicarse sin ninguna clase de limitación (fundamentalmente, porque no todas las religiones son iguales, y algunas de ellas parten de presupuestos tales que resulta una quimera aspirar a una convivencia pacífica y armómica con ellas); ni el César puede por tanto actuar de cualquier modo y de acuerdo a cualquier postulado trascendente -o con pretensiones de trascendencia- en el que decida libremente creer. Por de pronto, el César no puede adscribirse a postulados tales que lo conviertan en un peligro público ambulante para quienes no participen de su punto de vista, tanto político como religioso, arreligioso o antirreligioso. Así pues, no es posible que el César sea comunista, y persiga la propiedad, ni que sea nazi y persiga a los hijos de Israel y a los gitanos, ni que sea musulmán, y haga la vida imposible y procure la muerte o la humillación de todos los que no profesen la vergonzosa religión del falso profeta Mahoma. Tiene que haber unos límites. Y esos límites tienen que ser los que imponga la sociedad, y tienen que ser límites políticos.

Así pues, en democracia -y de eso estamos tratando, de cómo debería articularse una democracia de cuño católico, y no ninguna otra clase de régimen político- los católicos no deben imponer la observancia por parte de los poderes públicos de la fe cristiana amparados en motivos religiosos (esto es, deben abstenerse de implantar ninguna clase de confesionalismo material -y también formal, para, como vimos antes, evitar hipocresías-). Pero buenamente pueden y deben imponer sus puntos de vista políticamente, solo que a través de medios políticos (da igual que el Estado no sea confesional, igualmente puede y debe imponer en su Constitución la observancia positiva de preceptos cristianos, tales como el respeto a la vida o al matrimonio natural, etc.). De hecho, no solo los católicos pueden y deben por medio de medios políticos impulsar e imponer sus ideas, sino que también por medios políticos pueden y deben obstaculizar a quienes pretendan atacar la vigencia de esos valores morales absolutos y universales en los que creemos impulsados por nuestra propia naturaleza (que a su vez gana ese impulso -que de otro modo podemos perder por completo, convirtiéndonos en perfectos esclavos del pecado y de Satanás- mediante la profesión de la verdadera religión).

¿Y cómo podemos obstaculizar el mal que otros quieran hacer valiéndose de peregrinos y temporales cambios en el estado de ánimo del pueblo? Pues mediante las Constituciones, cúspides de los ordenamientos jurídicos positivos de las naciones civilizadas. Imponiendo a nivel constitucional, tan pormenorizadamente como lo exija la situación, la vigencia forzosa de ciertos principios en los que nosotros creemos, animados por nuestra fe (y en los que sin duda otros muchos creerán, aunque no sea animados por la verdadera religión). ¿Son esos todos los principios cristianos? No, y aquí recurro a las ideas de Santo Tomás de Aquino, cuando hacía referencia al hecho de que, si bien todo el Derecho debe ser moral (lo que para nosotros significa que no debe contradecir los principios cristianos), no debe imponerse la observancia de toda la moral recurriendo al Derecho. Generalmente, los mismos cristianos que se postulan a favor de la imposición del confesionalismo estatal son los mismos que consideran que el Estado tiene que hacer de sus ciudadanos -que ellos tratan más bien de súbditos necesitados de "su" tutela- santos de Dios, imponiéndoles a la fuerza, si es preciso, la observancia de todas las virtudes y el alejamiento de todos los pecados. Si por ellos fuera, se suprimiría el divorcio y se perseguiría criminalmente el adulterio. ¿Acaso pretendo yo eso?

¡No, no lo pretendo! Y no porque no repudie el divorcio, contra el que nos previene Jesús, dejándonos claro que no podemos disolver lo unido por Dios y que volver a casar no habiendo la muerte disuelto un matrimonio anterior implica cometer adulterio. Sino porque contra el divorcio de los paganos hemos de emplear la predicación de los creyentes de Jesús. Tampoco es que me de igual el adulterio, que es una traición terrible de la confianza del cónyuge contra el que se comete, y un acto ingrato a Dios y merecedor de su más inapelable sentencia. Lo que sucede es que yo creo que contra el adulterio se deben emplear otra clase de armas (Ej.: en vez de prisión, el adulterio debería comportar consecuencias juríricas negativas en caso de divorcio, tales como desventajas patrimoniales o en orden a la custodia sobre los hijos).

La razón fundamental por la que me niego a aceptar los planteamientos de aquellos que aspiran a juridificar positivamente la observancia de toda la moral revelada por Dios es que, aunque a mi me interesa la salvación de todos -no solo, aunque si primariamente, la mia-, no puedo pretender tutelar a los paganos hasta el punto de imponérles a la fuerza los comportamientos que llevan a ella, ni encarcelarlos si no son buenos. Si empezamos así, tendremos que meter en la cárcel a cualquiera que pudiendo hacerlo sin sufrir el menor menoscabo económico no le compre un bocata a un mendigo hambriento en la calle, o que sea antipático, o que le falte al respeto en una conversación en su casa a los padres, o que le silbe a una mujer por la calle y le suelte ordinarieces, o que se masturbe pensando en una joven y guapa profesora o en una compañera de clase, o que blasfeme en su casa porque se pilla los dedos contra una puerta, o que increpe a una monja en la calle y se burle del voto de celibato, o que mantenga relaciones prematrimoniales, o que mienta a sus padres por que le da miedo confesar que él fue el que ha roto un espejo (porque todo eso está mal, no tanto como el adulterio, pero está mal). En definitiva, que acabaríamos volviéndonos locos, porque nos propondríamos algo que no podemos conseguir, y además nos rebajaríamos al nivel de Maquiavelo al actuar como si el fin justificase los medios.

Nosotros, los cristianos, sabemos que no podemos dejar rienda suelta a los paganos para que hagan cualquier barbaridad, amparados en su libertad religiosa para no profesar la fe cristiana y si profesar en cambio cualquier otra doctrina (más o menos falsa o deleznable según los casos, pero siempre inferior a la de la Iglesia, única enteramente verdadera). Pero para conseguir esto no necesitamos obligarles a vivir como cristianos sin serlo (de hecho, eso es contraproducente, dado que les crearía -como les creó en el pasado- sensación de opresión y haría menos probable la circuncisión del corazón a la que necesitan someterse para pasar a ser cristianos católicos ortodoxos y poder beneficiarse de los efectos salvíficos del sacrificio que por ellos hizo nuestro Señor, Dios y Redentor Jesucristo). Basta con impedir todas aquellas atrocidades (aborto, eutanasia activa, homonomio y demás aberraciones a las que últimamente tanto se han aficionado cierta clase de paganos) que, además de ser objetivamente malas -lo que no cambiaría incluso aunque las aceptase sin chistar toda la Humanidad-, ponen en riesgo nuestra convivencia. En el sentido de que uno, ante un mal olor puede taparse la nariz un tiempo, pero ante los peores malos olores esto resulta imposible, lo que obliga a erradicarlos o a morir, esto es, a enfocar nuestra relación con los paganos más beligerantes en términos de "O ellos o nosotros". Circunstancias en las que es muy fácil incurrir en el exceso y que paguen justos por pecadores.

Ahora bien, una cosa se tiene que tener en cuenta, y es que el empleo de medios políticos debe tener límites. Aunque los valores morales en que creemos son inmutables, y su validez no dependen de las creencias populares, ni siquiera los mejores valores vale la pena que sean impuestos a toda costa a quienes no quieren beneficiarse de ellos. Para que se me entienda, no considero nunca conveniente -aunque sería un mecanismo puramente político que no comprometería la separación entre las esferas de lo terreno y de lo espiritual- la imposición de cláusulas pétreas, o de intangibilidad (preceptos irreformables de la propia Constitución, que son siempre válidos y que no se pueden reformar). Las razones que me mueven a ellos son dos: primero, que si una gran mayoría del pueblo se separa de la doctrina de la Verdad y en su ceguera desea liberarse de la legítima sujeción a un valor objetivamente positivo, lo hará, y que si existen cláusulas pétreas lo hará mandando al cuerno la Constitución entera (lo que significa que todo lo bueno que ésta contuviera se iría por el sumidero, mientras que en otro caso sería posible conservarlo y emplearlo para reconquistar el terreno perdido); y segundo, que no hay razón para impedir que un pueblo que desea despeñarse se despeñe, mientras no obligue a que la minoría que permanezca fiel a la Verdad se despeñe junto con ellos (y es que si se nos obliga a actuar contra nuestra conciencia lo que sucede es que ya de hecho la democracia ha muerto, porque para que sobreviva es necesario que los polos opuestos establezcan una mínima convivencia y que exista una aceptación mutua; puesto que si ésta desaparece se imposibilita la democracia, facultando a quien quiera hacerlo para imponer formas distintas de Gobierno, incluso autoritarias y represivas -nunca totalitarias-, para así hacer posible su supervivencia y evitar que él y los suyos caigan en manos de quienes, enceguecidos por el odio, los asedian para darles muerte a ellos o a su forma de vida por todos los medios).

Sin duda alguna, mi negativa a aceptar cláusulas pétreas implica la posibilidad de que ciertas verdades y deberes humanos sean obviados por el Derecho positivo. Pero busca aminorar la probabilidad de que con una verdad cuestionada caigan el resto, facilitándose el retardamiento de los procesos de putrefacción moral de la sociedad, y facilitándose correlativamente la reacción de restauración de la Verdad que, renovada, ponga fin a tan odiosos procesos y restablezca el mayor ajuste posible del accionar humano a la Justicia divina. Creo que el fin es noble y que el argumento es razonable, y que esto hace digna de ser compartida mi posición.

Último aspecto al que hago mención es el de la importancia que le atribuyo a reclamar las raíces de toda buena obra que se hace, que para los católicos son las de la doctrina divina revelada por Jesucristo a su Iglesia. En ese sentido, dejo bien claro que el legislador católico ha de abstenerse de hacer manar a la fuerza el Derecho de la religión verdadera, pero nunca debe tener miedo de confesar que sobre ella él, al legislar, cimenta todo lo que construye, ni de que conste así por escrito (incluso en los textos normativos). Si tú al principio de una Constitución católica haces constar que estableces un Estado aconfesional, pero al mismo tiempo señalas abierta y públicamente que todo lo que estableces viene inspirado por tu fe en Jesucristo y en su única Iglesia, no solo no haces ningún mal ni quebrantas la separación entre la Iglesia y el Estado, sino que además haces lo que debes, porque dejando constancia de en qué te inspiras obligas a que se te interprete conforme a la fuente de la que tú mismo confiesas que mana tu pensamiento. Obligas a que las normas que has creado se interpreten cristianamente, como tú mismo lo hacías (evitando así que se falsee tu voluntad, cosa que los odiadores profesionales de Cristo han demostrado estar dispuestos a hacer a la mínima oportunidad), pero no obligas a que los paganos que el día de mañana pudieran crear normas lo hagan obligatoriamente de acuerdo a los postulados de la única religión verdadera.

En fin, termino la entrada del presente post confiado en que este largo artículo habrá servido para que se entienda el punto de vista que servidor defiende en relación con el apasionante tema de la relación entre la política y la religión; y para alejar los miedos que a menudo asolan a tantos que recelan de las intenciones de quienes cuestionan la manera tan deficiente en que hoy en día dicha relación está comprendida en nuestro decadente mundo. Envío un fuerte y sentido abrazo a todos los lectores, independientemente de su religión, y solicito igual para cristianos y paganos la bendición de Jesucristo, de su Santa Madre la Virgen María y de los ángeles, los profetas y los santos del Señor; que, lo sepan o no, es la única que de verdad puede aportarles algo útil en esta vida y prepararles para aceptar a Jesús o perfeccionar esa supuesta aceptación en la medida necesaria para beneficiarse de la Gloria de la Resurrección y de la eterna vida que nos concederá nuestro Padre de manera subsiguiente al Juicio Final y a la Sentencia Inapelable emitida por su único Hijo. IHS

martes, 16 de octubre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (1ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Hace no mucho, los católicos que en todo el mundo seguimos la campaña electoral estadounidense nos regalamos los oidos escuchando a Paul Ryan, candidato republicano a la Vicepresidencia de los EEUU, espetarle a Joe Biden -actual Vicepresidente y segundo de Obama- que no concibe cómo las creencias religiosas pueden situarse al margen del hacer terrenal de los cargos públicos políticos electos. Respondía así a Biden, quien justo antes defendía ser un católico coherente (él es de familia católica y sostiene profesar la religión católica), dando a entender que las políticas patrocinadas por la Administración Obama en relación con el aborto, el lobby de la otra acera y la ideología de género (que son totalmente opuestas a la doctrina que la Iglesia ha enseñado desde hace casi dos milenios) no obedecen a que él personalmente crea que el aborto, la homosexualidad ni el feminismo sean buenos.

Según sostiene el Vicepresidente de los EEUU, su apoyo a las políticas de su Presidente se debe a que él cree que, por fuertes que sean nuestras creencias -en este caso, sus supuestas creencias católicas-, no podemos considerarnos tan absolutamente infalibles como para que dicha creencia en nuestra propia infalibilidad nos anime a imponer nuestras creencias al resto de seres humanos. Razón por la que, lejos de maniobrar políticamente para promocionar nuestras ideas, debemos abstenernos de hacer nada que implique obligar coactivamente al resto de la colectividad a comportarse de acuerdo a las mismas. En resumidas cuentas, que Biden se pretende un católico devoto -lo que, a menos que me hayan informado mal, implica estar absolutamente en contra de toda clase de permisividad hacia todas estas viejas aberraciones que han tomado nuevo impulso en el siglo XXI-, y a la vez declara públicamente que considera que a un cargo público católico debe abstraerse de su fe religiosa a la hora de ejercer sus poderes. Dicho de otro modo, sostiene que la religión es cosa que cada cual practica en su casa, y de la que tenemos que olvidarnos si hacemos política, porque en caso de plantear nuestras políticas desde una perspectiva religiosa, y de, por tanto, legalizar lo que nuestra fe permite y plantearnos proscribir en cambio lo que ésta no tolera; incurriríamos en una invasión del espacio público, y nos entrometeríamos en un grado inadmisible en la vida privada de los particulares, a los que obligaríamos a comportarse de acuerdo a los postulados de nuestra religión incluso en el caso de que no fuesen ellos mismos fieles de nuestro propio culto.

La cosa podría tener gracia por dos razones. La primera es que, si de verdad Joe Biden es católico, entonces cree que el aborto es, por lo menos, un homicidio (porque en el pensamiento del católico no tienen cabida artificiales diferencias introducidas por hombres engreídos según los que el valor de la vida humana dependiente de la madre es inferior al de la vida humana independiente). Lo que significa que, si considera que el aborto no debe ser punible, tampoco debería considerar perseguibles criminalmente el infanticidio o el homicidio, puesto que idéntica intromisión del Estado en la vida de los particulares es la que les impìde atentar contra la vida de un nasciturus como la que les impide acabar con la de un niño ya nacido o la de un hombre adulto. En verdad, si se toma en serio el argumento de Biden, es evidente que no cabe defender la existencia de Códigos Penales, y ni siquiera la de norma jurídica alguna de Derecho imperativo, puesto que en el momento en que se le impone a alguien abstenerse de hacer algo que no cree que esté moralmente obligado a dejar de hacer se puede decir que se está vulnerando su derecho a la libertad de conciencia. Eso es así siempre, se prohiba lo que se prohiba. Y a nadie en su sano juicio se le ocurriría solicitar que se dejase de punir el homicidio. Así pues, ¿qué problema plantea el aborto? Sobre eso volveremos después.

La segunda razón es que, pese a que el Vicepresidente sostiene que no podemos invadir la libertad de conciencia de las mujeres que decidan abortar, y que el Gobierno del que él forma parte tiene como principio fundamental el de "vivir y dejar vivir", sin imponer las propias convicciones; lo cierto es que la Administración del actual Presidente, Barack Hussein Obama, de quien Biden es segundo, si que se considera con derecho -como bien le recordó Ryan- a intervenir en la vida de ciertos ciudadanos, a los que parece que si puede imponérseles actuaciones contrarias a sus parámetros éticos. Efectivamente, la actual Administración Obama lleva tiempo limpiándose el pandero con el contenido de la Primera Enmienda, que protege, entre otras, la libertad de religión. La Secretaría de Sanidad ha hecho sacar adelante reglamentos de desarrollo a la celebérrima ley de Reforma Sanitaria que obligan a los católicos a actuar en contra de sus propias y más trascendentales creencias y del sagrado dictado de su conciencia al garantizar -primero directamente y ahora de forma indirecta, lo que llama menos la atención, pero viene a tener los mismos efectos prácticos- la provisión de seguros médicos para sus empleados que costeen prácticas que la religión católica considera abyectas e inmorales, como sucede con las prácticas abortivas y con las anticoncepceptivas. Los empleadores católicos sufragarán obligatoriamente la expansión de un modo de vida radicalmente contrario a las enseñanzas de los Santos Evangelios.

Pero en realidad nada de esto es gracioso. Porque Joe Biden es el Vicepresidente de la segunda mayor potencia del mundo. Y porque es ofensa muy seria aquella por medio de la cual atenta contra nuestra dignidad. Pues su Administración ha decidido hacer algo que en Europa ha sido durante mucho tiempo el pan nuestro de cada día y jamás se ha terminado de desterrar, pero que en los Estados Unidos nunca se había visto. El César ha ordenado a los creyentes cristianos que le escupamos en la cara al mismo Dios. Ocurrencia propia de un majadero, por cuanto que sus efectos dañinos para la convivencia pacífica a largo plazo son potencialmente incalculables. Así es, puesto que supone un precedente que intranquilizará, y con razón, a los ciudadanos en la medida en que es una intromisión ilegítima en sus libertades -y he aquí el quid de la cuestión: en la cuestión de la legitimidad moral de la intromisión-, y por lo que tiene de atentado inmediato e insensato contra la sensibilidad de un colectivo que, hoy por hoy, mantiene un importante peso social (si hay una nación cristiana en el mundo actual -aunque, por desgracia, lo sea en versión hereje-, esa son los Estados Unidos de América).

En verdad, la cuestión subyancente en el fondo es una de las más apasionantes en términos políticos y filosóficos que existen. Y es a lo que se dilucida en el fondo, al gran debate filosófico que tanto tiempo llevamos planteándonos en el Occidente de raíces cristianas, a lo que de verdad deseo dedicar la presente entrada de este blog. Cuya segunda parte se explayará sobre estas cuestiones.

Un saludo a todos los lectores en Cristo Jesús. Que Dios os bendiga y ayude a derrotar a Obama. Pero no tanto a él, como a la concepción del mundo nefasta que él y quienes anticiparon sus ideas en el pasado, desde los mismos comienzos de la Humanidad, representan. IESVS HOMINVM SALVATOR