sábado, 20 de abril de 2013

MONISMO Y DUALISMO EJECUTIVOS. MENCIÓN ESPECIAL AL ENTRETENIDO CASO FRANCÉS

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

Una de las cosas que menos me gustan de una Monarquía Parlamentaria que ya de por si no se puede decir que me guste nada de nada es precisamente el hecho de que "el Rey reine pero no gobierne". Esa es una de las máximas de nuestro actual régimen político aquí en España, y es una de las afirmaciones que más me repatean el hígado y me tocan la moral. En el sentido de que uno se queda diciendo: "¡Coño! ¿Entonces para qué lo queremos? ¿No puede hacerse perfectamente cargo de sus funciones un cargo electo?"

Sin duda alguna, no preferiría una Monarquía Absoluta a la actual. E incluso se puede decir que hemos de darnos con un canto en los dientes por el hecho de no vivir gimiendo bajo el yugo del mismo despotismo regio al que estuvieron acostumbrados aun nuestros tatarabuelos o choznos. Pero, aún reconociendo que nuestra actual Monarquía es preferible a las que en el pasado hemos conocido, lo cierto es que también es conveniente reconocer que los Reyes de antaño se ganaban un respeto que hoy en día nadie siente por ningún Rey en ningún lugar del mundo occidental (ni siquiera en el Reino Unido). Por lo que a mi hace, yo directamente lo que no quiero es monarquía ninguna, ni absoluta, ni parlamentaria, ni boludo-chevique (que la hay en Corea del Norte).

De todos modos, el asunto sobre el que quiero atraer la atención de mis estimados lectores no tiene nada que ver con la Monarquía. El asunto que deseo traer a colación es el de la dicotomía que existe entre los ejecutivos monistas y dualistas. Y la opinión que me merecen unos y otros.

A falta de que se invente una fórmula nueva, hoy en el mundo existen poderes ejecutivos monistas y dualistas. Analizaremos primero los segundos, que cabe decir que son los más habituales. Los ejecutivos dualistas son aquellos en cuya cabeza se da una partición, al existir una Jefatura de Estado separada de la Jefatura del Gobierno. La Jefatura del Estado está dotada de la suprema potestad representativa, mientras que la Jefatura del Gobierno está dotada de la suprema potestad de dirección política del país.

Como se ve, el dualismo hoy día es la forma de organización del poder ejecutivo que se da en la mayor parte de los Estados occidentales. Por de pronto, se da en todas las Monarquías Parlamentarias, en las que por definición existe un Rey que es Jefe de Estado, y un Jefe de Gobierno que está dotado de legitimidad democrática -generalmente indirecta, dado que su nombramiento suele correr a cargo del Parlamento del lugar-, y por ello es quien de verdad rige los destinos del Estado. Este es el caso de España, del Reino Unido y demás Estados anglosajones de la Commonwealth, del Benelux y de las monarquías escandinavas.

Pero el dualismo ejecutivo es cosa también de repúblicas. Sirva de botón de muestra de la veracidad de ese último aserto el hecho de que en todas las repúblicas parlamentarias existe un Primer Ministro elegido por el Parlamento nacional respectivo (o por la cámara más importante de dicho Parlamento), que es quien dirige la política interior y exterior y quien, en definitiva, gobierna el país y decide el nombre de los demás miembros del ejecutivo. Además del Primer Ministro, existe en las repúblicas parlamentarias un Presidente de la República, que es el Jefe de Estado, y que puede ser elegido de modo diverso. Bien por los Parlamentos de los Estados en su totalidad, bien por algún tipo de asamblea especial de la que suelen formar parte todos los parlamentarios junto con otras personalidades, o bien directamente por el pueblo en elecciones (que suelen celebrarse a doble vuelta).

En una república parlamentaria, el Presidente de la República -pese a ser la máxima autoridad nominal del Estado, cuya más alta representación honorífica interior y exterior ostenta- no gobierna el país, cosa de la que se encarga, como dijimos antes, el Primer Ministro. Así pues, su importancia es más nominal que real. Sus funciones vienen a ser las mismas que las de un Rey en una monarquía parlamentaria, aunque con el plus añadido respecto de los reyes de su legitimidad democrática más o menos directa y del carácter no hereditario del cargo. Las funciones del Presidente son, en general, las que iremos siguientes: sancionar las leyes con su firma -a lo que suele añadirse la capacidad de vetar dichas leyes si no le agradan-, perfeccionar los tratados internacionales con los que se obligue el Estado respecto de las otras naciones, y ejercer esas funciones tan mal definidas que son las de "arbitraje" y "moderación" (que se supone que implican su deber de intervenir, en caso de ser necesario, para evitar que se enconen los conflictos políticos que se vayan suscitando).

Dentro de los sistemas políticos estructurados en torno de ejecutivos dualistas, tenemos el caso especial de Francia. El francés no es un sistema parlamentario ni uno presidencialista, sino que es un sistema semipresidencialista o semiparlamentario (como se prefiera). Es un sistema en el que existe un Presidente elegido directamente por el pueblo en elecciones a doble vuelta, junto con un Primer Ministro nombrado por el Jefe de Estado y responsable políticamente ante la Asamblea Nacional. En el sistema francés, las tornas cambian considerablemente respecto a lo que sucede en los sistemas republicanos parlamentarios. En ambos sistemas puede darse la cohabitación entre un Presidente de determinado color político, y un Primer Ministro de signo distinto.

Este fenómeno apenas tiene importancia en la marcha de la vida política de las repúblicas parlamentarias, por las escasamente trascendentes competencias confiadas al Jefe de Estado. No obstante, en Francia el de la cohabitación es un periodo provisto de especial trascendencia política. Existen buenas razones para que así sea. A diferencia de lo que sucede en la mayoría de las repúblicas, en Francia el Presidente está dotado de competencias políticas de primer orden, especialmente en materia de relaciones internacionales y de defensa, pudiendo disolver la Asamblea Nacional cuando lo estime conveniente -competencias todas las cuales en una república o en una monarquía parlamentarias habitualmente corresponden al Jefe de Gobierno-. Las competencias relativas al interior son las que quedan en manos del Primer Ministro y de su Gobierno.

El poder de la Presidencia en Francia, como se ve, es bastante grande. Además, se trata de un poder que en la práctica -no así en la teoría- resulta sumamente cambiante, al igual que el del Primer Ministro. En teoría, el Primer Ministro podría ser más o menos tan poderoso, por sus atribuciones constitucionales, como el Presidente. Pero en la práctica las cosas funcionan de una manera que poco tiene que ver con las estipulaciones constitucionales.

Intentaré explicar lo más brevemente que pueda la naturaleza del reparto de poderes en Francia entre el Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno (modelo seguido, en el ámbito comunitario, por Portugal). Dado el poder de la Presidencia, aumentado desde que se impuso la elección directa de su ocupante (único cargo público del país elegido por toda la ciudadanía), los líderes de los grandes partidos franceses tienden a luchar siempre que pueden por la Jefatura del Estado, que es la que posee poder sobre el más impresionante fundamento del poderío internacional que de momento aun pueda quedarle a Francia: el botón nuclear. Así pues, en las épocas en las que la mayoría parlamentaria le es favorable, el Presidente es el líder del partido de la mayoría, que tiende a serle adicta a él, y no al Primer Ministro. Lo que también guarda relación con el hecho de que, pudiendo disolver cuando le apetezca la Asamblea Nacional, es al Presidente al que los Diputados de su partido (especialmente los que temen no conservar su escaño en años venideros -que son más bajo el sistema de elección de la Asamblea Nacional por circunscripciones uninominales de los que serían si la elección se sustanciase mediante el recurso a circunscripciones más amplias y a una fórmula de reparto proporcional-).

Ergo, el Primer Ministro se sabe atado por la voluntad del Presidente, y procurará actuar de manera acorde siempre a la política del Jefe de Estado, quien, en caso de no estar satisfecho con él, no tiene más que nombrar a otro político de su mismo partido que le merezca mayor confianza, y a otra cosa mariposa, pues sabe que haga lo que haga tendrá a la Asamblea Nacional junto a él (de manera que, a efectos prácticos, puede cesar al Primer Ministro mediante el recurso de obligarle a presentar su dimisión -pese a que éste poder en particular no se lo concede la Constitución de 1958-). En definitiva, que el Primer Ministro hace más de jefe de gabinete que de otra cosa. Lo que significa que sus poderes constitucionales en la práctica es como si pasasen al Presidente, que usurpa la función gubernamental reconocida por la Constitución de dirigir y determinar la política nacional. Durante estos periodos de coincidencia entre el color político de la Presidencia y el de la Asamblea Nacional, el ejecutivo funciona parecido a como lo haría si fuese uno de esos ejecutivos monistas que veremos después. Los Ministros del Gobierno en la práctica responden directamente ante el Presidente, y no ante el Primer Ministro, por más que sea éste nominalmente el Jefe de Gobierno.

Cuando, por el contrario, se da la cohabitación, el Presidente, cuyo partido no es mayoritario en el legislativo, se ve obligado a nombrar a algún político que sea aceptable para una mayoría política que le es adversa como nuevo Primer Ministro. Es en estos casos cuando el Primer Ministro de verdad ejerce sus atribuciones constitucionales, quedando enormemente reducido el poder del Presidente. El único consuelo del Jefe de Estado es que, si sus contrarios están divididos, siempre puede procurar crear disensiones entre ellos procurando nombrar Primer Ministro a una figura que no sea la del mayor de sus opositores.

Esto fue un poco lo que Miterrand consiguió en 1993 al nombrar a Édouard Balladur, protegido político de Jacques Chirac al que no se le ocurrió mejor idea que aprovechar su popularidad como Primer Ministro para intentar aspirar a la Presidencia al margen de su mentor en 1995 (elección que parecía que iba a ganar, pero que al final no solo perdió, sino que sirvió para que Chirac alcanzase la Jefatura del Estado y se vengase cumplidamente de Balladur, que pasó a segundo plano en la política francesa). Esta estratagema difícilmente puede tener éxito, porque generalmente uno de los mayores gustazos que se dan los adversarios políticos del Presidente durante los periodos de cohabitación es la humillación que se le inflige a éste al obligarlo a nombrar como Primer Ministro al peor de sus enemigos políticos. Que, generalmente, en tanto que Primer Ministro en tiempos de cohabitación, se piensa que parte en el mejor lugar para intentar conquistar la candidatura a la Presidencia de su propio partido para la próxima elección a la Jefatura del Estado (si bien los hechos no avalan esta idea, dado que solo dos Primeros Ministros, Georges Pompidou y Jacques Chirac, han ganado la Presidencia de la República tras haberse desempeñado como Jefes de Gobierno; y ninguno de ellos era Primer Ministro al ascender a la Presidencia).

Aquí, una vez más, se da una situación de hecho que la Constitución francesa no sanciona formalmente, ya que en realidad el Primer Ministro, igual que en teoría no depende del Presidente para seguir en su cargo, tampoco depende sobre el papel de la Asamblea Nacional para acceder a él. Su nombramiento compete en exclusiva al Presidente de la República, y si éste siempre ha nombrado Primeros Ministros que contasen con el apoyo de la mayoría parlamentaria eso se ha hecho solo con el propósito de impedir un bloqueo político. Al fin y al cabo, la Asamblea Nacional lo que si puede es aprobar una moción de censura destructiva contra el Primer Ministro, obligándole a presentar su dimisión ante el Presidente de la República (aunque sin sustituirle por nadie, siendo posible que el Presidente de la República, en teoría, nombre Jefe de Gobierno a quien quiera, Primer Ministro censurado inclusive). Por lo que si el Presidente nombrara constantemente a Primeros Ministros ajenos a la mayoría parlamentaria, solo conseguiría obligar a ésta a censurar a los Primeros Ministros uno tras otro. Eso sin contar con que además al Presidente le valdría de poco enrocarse en el apoyo a Primeros Ministros no queridos por la Asamblea Nacional, dado que tales Jefes de Gobierno no podrían sacar adelante proyectos legislativos de ninguna clase.

El esquema de gobierno dualista francés (que, como se ha visto, de los esquema duales puede ser tanto el más dual de los posibles en tiempos de cohabitación como el menos dual de todos y el más parecido a un ejecutivo monista en tiempo de convergencia) tenía tradicionalmente el problema de que era susceptible de generar graves fracturas en la acción de Gobierno. Durante los periodos de cohabitación, el Primer Ministro gobernaba el país, pero el Presidente gozaba de poderes tan fuertes -pese a su merma- que el país se volvía ingobernable, en tanto que el Jefe de Estado tenía permanentemente en vilo la acción del Primer Ministro y de su Gobierno. Del mismo modo, durante los periodos de convergencia, el Primer Ministro, en teoría la única cabeza del Gobierno, quedaba tan absolutamente eclipsado por el Presidente que de algún modo eso restaba la mayor parte de su dignidad al cargo de Jefe de Gobierno.

El primer problema se ha querido solventar para siempre. Las cohabitaciones se producían generalmente en momentos de baja popularidad del Presidente, cuyo largo mandato de siete años daba para muchos altibajos en ese sentido. La Asamblea Nacional no podía alargar su mandato más allá de los cinco años. Pero en el 2000, una reforma constitucional aprobada en referéndum por el pueblo francés redujo la extensión temporal del mandato del Presidente, que pasó a ser de cinco años. Y se estableció un calendario electoral en virtud del cual las elecciones legislativas se celebraban poco después de las presidenciales, justo tras la elección del Presidente -quien, por fuerza, gozaría en ese momento de una popularidad suficientemente fuerte como para que su partido se asegurase la victoria por pura inercia electoral-. De este modo, desde 2002 en adelante no se ha vuelto a producir una cohabitación. Por lo que, en apariencia, el riesgo de fractura en el seno del ejecutivo se ve reducido al mínimo. Aunque a cambio de dinamitar el prestigio del Jefe de Gobierno, convertido definitivamente en mero comparsa del Jefe de Estado. Sea como sea, en realidad la cohabitación sigue siendo posible, especialmente en caso de que las elecciones legislativas sean posteriores a elecciones presidenciales muy ajustadas. Con el añadido de que, si esto sucediese, los franceses podrían tener que soportar durante todo el mandato presidencial un ejecutivo dividido, a no ser que el Presidente haga uso de su poder de disolución anticipada de la Asamblea Nacional con el fin de recuperar la mayoría y poder nombrar un Primer Ministro y un Gobierno afines.

Llegamos al momento en que lo que corresponde es comentar brevemente las características del otro modelo básico de ejecutivos que existe en el mundo, el monista. Que, siendo menos recurrente que el dualista en los Estados de la actualidad, no obstante es más antiguo que éste. En el modelo de ejecutivo monista, no existe fractura alguna en el seno de la cabeza del ejecutivo. Existe un Jefe de Estado que a su vez es Jefe de Gobierno y nombra a los demás miembros del ejecutivo, que responden políticamente ante él.

Este modelo tiene una gran ventaja, y es la de que todos los problemas inherentes a la diferenciación entre Jefatura del Estado y Jefatura del Gobierno que se suscitan en las repúblicas que siguen el modelo de ejecutivo dualista -no tanto en las monarquías parlamentarias- aquí sencillamente no existen. El modelo de ejecutivo monista es el modelo que ha regido desde siempre en los EEUU y en la casi totalidad de los Estados hispanoamericanos. Y de este modelo poco más puede decirse, dada la sencillez del mismo y la ausencia de problemas derivados de la relación entre una pluralidad de cabezas ejecutivas que en este caso no existe. En artículos anteriores hice mención de las condiciones mínimas que considero que deben darse para que podamos hablar de la existencia de una democracia en determinado país. No es desde luego una de esas condiciones la configuración monista o dualista del ejecutivo. Tanto en un sistema de ejecutivo monista como en uno de ejecutivo dualista es perfectamente posible articular una democracia, o no hacerlo. Pero eso no quita para tener claro que uno de los dos modelos sea mejor que su contrario. Y, desde mi punto de vista ese modelo es el más sencillo y antiguo de los dos: el modelo monista.

El modelo dualista parte de la idea de que es necesario conferir la más alta representación de la nación a una figura pública alejada del centro del debate político, que sea capaz de transmitir una imagen neutral de cara al interior (con la que pueda identificarse la mayoría de los individuos que componen la nación independientemente de su color político o de su filiación partidista), y digna de cara al exterior. En el caso de las monarquías parlamentarias, todas las cuáles antes fueron monarquías absolutas (o, incluso si no fueron absolutas, monarquías donde los reyes ejercían amplios poderes), al Rey corresponde hacerse cargo de esa representación, lo que se justifica muy malamente -pero se justifica algo al menos- por la tradición.

La cosa cambia cuando este modelo se aplica a las repúblicas parlamentarias. El Presidente de la República debe procurar ser políticamente lo más neutral posible (lo que en Francia, a tenor de la profunda implicación política del cargo, no sucede ni se exige). Esto genera problemas, porque el Presidente de la República suele ser elegido entre políticos de cierto prestigio, muchos de los cuales han ejercido en el pasado cargos de gran importancia, llegando a ser miembros o hasta Jefes de Gobierno de sus respectivos países. Y, evidentemente, esos personajes que acceden a la Presidencia de la República ni pueden abjurar de su pasado ni necesariamente van a dejar de conducirse de una manera acorde a las ideas que profesan (lo que puede tener consecuencias que a muchos se les antojarán desagradables, especialmente en el caso de que sea elegido Presidente de la República un personaje público de ideas un tanto radicales).

La forma de remediar hasta cierto punto esto a menudo es elegir como Presidente de la República a personajes conocidos procedentes de ámbitos ajenos a la política lo más desideologizados que sea posible. Pero el contra de esto es que implica la concesión de poderes políticos -por pocos que sean- a individuos que es probable que no sepan moverse en ambientes políticos, por haber permanecido ajenos a ellos durante toda su vida anterior.

Y otra forma de impedir una Presidencia de la República excesivamente polarizante es la que se suele ensayar en Alemania, que es la consistente en nombrar para el cargo a personajes políticos de segunda fila. Sin embargo, pienso que esta solución crea más inconvenientes de los que resuelve, fundamentalmente en tanto que, pese a que impide que la Presidencia de la República sea elemento particular de confrontación (al ser inhabitual que accedan a la Jefatura del Estado personajes políticos demasiado destacados que susciten pasiones excesivamente fuertes y encontradas), a la vez resta valor a la que se presume la primera dignidad política del país, que recae sobre políticos que difícilmente serían más mediocres si se entrenasen con ese fin.

Todos estos problemas artificiosos desaparecen en el modelo monista. Éste parte de dos ideas que son las que yo comparto, y que son por un lado la de la imposibilidad de la neutralidad en política, que además ni siquiera se considera deseable (se asume que nunca llueve a gusto de todos, y que por ende no vale la pena intentar crear falsos espacios de neutralidad, siendo más sensato dar a todos la oportunidad de que las cosas se hagan a su manera sin necesidad de disimularlo); y por el otro la de que nadie representará tan adecuadamente a la nación ante el extranjero ni liderará tan adecuadamente al pueblo en el interior de la nación como aquel que realmente tiene en sus manos el Gobierno de la misma, y, por ende, el mayor poder para hacer y deshacer en su seno. Ahora bien, que sea partidario de ejecutivos monistas, no quita para que sea a su vez partidario de crear cauces que hagan posible al elector optar entre Ejecutivos más o menos plurales y/o monolíticos. Que a menudo considero que es lo que falta en países como los EEUU. A nivel federal, que no estatal. De hecho, la existencia de ejecutivos colegiados cuyos cargos son electivos total o parcialmente a nivel estatal estadounidense es una idea que creo que debería incorporarse a los ordenamientos jurídicos europeos, aunque con una leve corrección. A mi modo de ver, el elector debería poder decidir si establece un ejecutivo más o menos compacto, y la forma de hacerlo sería permitir al Jefe de Estado y de Gobierno presentarse a las elecciones a todos los puestos electivos del Gobierno, y delegar los cargos discrecionalmente en el caso de ganar los comicios.

La razón de que sea partidario de esto (que, aunque pueda parecerlo, no contradice en nada el monismo al que he declarado estar adscrito) es que tendencialmente el poder ejecutivo es el más importante de los tres poderes clásicos. El más expansivo y el que, por lo tanto, mayor peligro corre de desbordarse sobre los otros y sobre la ciudadanía, asfixiándo al resto del Estado y a la sociedad merced a su abrumador poderío, respaldado además por el control sobre las Fuerzas Armadas. Este es el principal argumento de entre los que me mueven a profesar la idea de que limitarse a separar los poderes a rajatabla no es la mejor solución que se le puede dar al problema de la separación y el equilibrio de poderes. Pienso que puede ser bueno que el poder ejecutivo, por ser el más poderoso -y por ende peligroso- de los poderes del Estado, esté sujeto a posible fraccionamiento interno en múltiples poderes, caso de decidirlo así una suficiente mayoría popular, aunque sin impedir que esa misma mayoría pueda decidir lo contrario, pues eso implicaría consagrar la perpétua debilidad ejecutiva. Lo que, inevitablemente, redundaría en perjuicio para la cohesión interior del país, y para la imagen exterior del mismo.

Igualmente, creo que hay que desproveer al poder ejecutivo de capacidad para usurpar al legislativo o al judicial las atribuciones que en justicia les corresponden (por ejemplo: creo que, excepto en aquellas cuestiones directamente relacionadas con la seguridad nacional o con las Fuerzas Armadas, ni el Gobierno ni ninguno de sus miembros aisladamente considerados deberían estar provistos de iniciativa legislativa). Pero nada hay de malo ni de peligroso en que las personas que desempeñen funciones ejecutivas o judiciales a su vez sean legisladores, siempre que representen a las circunscripciones con sede en las cuales ejerzan las anteriores funciones, y que las vías de acceso a las asambleas legislativas y a los Gobiernos estén totalmente desvinculadas las unas de las otras. Y lo mismo creo en relación al servicio en poderes ejecutivos y/o legislativos en diferentes niveles territoriales. Siempre que las competencias se ejerzan con sede en los mismos territorios, no veo el menor inconveniente en que se encabecen dos ejecutivos. Creo que la mayor parte de los problemas que esta práctica pudiera ocasionar se solucionarían fácilmente aplicando el mecanismo de la delegación antes expuesto al mencionar la posible acumulación de cargos públicos electivos en el seno de un mismo Gobierno.

Ahora es a ustedes a los que les toca reflexionar sobre este asunto. Espero que toda esta explicación y la breve conclusión final os hayan reportado alguna utilidad, por poca que sea. Un abrazo, y espero que paseis un buen día, y que nuestro Señor y Dios, Jesucristo, tenga a bien bendecirnos a todos. IHS

miércoles, 3 de abril de 2013

SOBRE LA FORMA EN QUE EL ACTUAL ESTADO SOCIAL HIPOTECA GRAVEMENTE EL FUTURO DE NUESTROS HIJOS

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]


Quien se adentrara en el mundo del DºLaboral comprendería fácilmente por qué España no es un país particularmente atractivo para la inversión empresarial extranjera. Las múltiples trabas que se le imponen al libre desenvolvimiento de los agentes privados en el marco del funcionamiento de esta economía tan de mercado para unas cosas y tan poco para lo que de verdad importa no contribuyen a generar entusiasmo entre demasiados posibles inversores.



¿A santo de qué un DºLaboral tan complicado, entonces? ¿Por qué los sindicatos tienen tantas prerrogativas? ¿Por qué se le hace la vida tan difícil a unas PYMEs que deberían ser la base misma de nuestra economía y se les imponen tantas y tan irritantes condiciones para poder llevar a cabo su actividad, entorpeciendo hasta el extremo sus posibilidades de contribuir a la economía nacional? Pues la respuesta es muy simple: porque vivimos en un modelo político de Estado Social de Derecho. Eso que comunmente se llama "Estado del Bienestar".



Vivimos en el seno de un Estado que, en teoría, se obliga a proporcionar a la ciudadanía un conjunto de prestaciones de diverso género que nos permitan gozar de unas mínimas condiciones de vida y de confort. Y eso cuesta dinero. Mucho dinero. Porque el Estado no solo nos facilita la subsistencia, otorgándonos dinero cuando nos quedamos sin empleo para que no muramos de hambre. El Estado también nos garantiza el acceso a una Sanidad, a una Educación y a otras múltiples prestaciones sociales gratuitas y universales. ¿De verdad son gratuitas? Pues no. Las pagamos con nuestro dinero..., y con el de otros que poco o nada tienen que ver con nosotros.



Por eso nuestro Estado está arruinado. Porque en su día no quiso simplemente garantizar unas mínimas condiciones de vida a la ciudadanía. Nuestros políticos, al igual que los de otros países del malcriado mundo occidental nos procuraron no solo subsistencia, sino prestaciones que iban mucho más allá de ella. Eso, por muchos réditos que electoralmente reportara a los gobernantes, era pura majadería. O mejor dicho, la majadería estuvo en que el pueblo avalara aquella manera de proceder. Porque, en lo que respecta a los vividores de la política que nos gobiernan, no me atrevería por cierto a afirmar que actuasen de ese modo por insconsciencia. En demasiados de ellos desde luego que se antoja posible la pura y simple mala fe.



La base del Estado Social es la tributación progresiva. Cuanto más tienes, no solo pagas más (pues si fuera únicamente eso, no solo no habría problema alguno, sino que además esto sería lo correcto), sino que además lo haces en mayor proporción que quienes tienen menos. La excusa que suele aducirse para cometer tan flagrante injusticia es que si a un sujeto le quitas la mitad de lo que tiene, pero aun así sigue teniendo más que la gran mayoría de la gente, a la que simplemente le quitas una décima parte de lo que es suyo, pues entonces no hay nada de malo en arrebatarle lo suyo, sin importar nada al respecto que lo haya ganado lícita o ilícitamente. El planteamiento me parece erróneo y tendencialmente monstruoso por tres razones.



La primera razón está en el hecho de que la tributación progresiva es injusta, en tanto que conculca claramente el principio de igualdad. La igualdad no se traduce en igual cantidad, pero si igual esfuerzo. Algunos me replicarán que en verdad si tú a un millonario le arrebatas las tres cuartas partes de lo que posee, con el cuarto sobrante seguirá vivendo mejor que muchos que no entregaran nada. Y eso es al menos media verdad, y por ende una de las peores mentiras. Quienes aducen esa razón en favor de la tributación progresiva no han entendido absolutamente nada. Estamos analizando los patrimonios, no las personas. El esfuerzo que pedimos es patrimonial, no personal. Si fuese un esfuerzo personal, cabría plantear esa clase de razonamientos. Como se trata de un esfuerzo patrimonial, no hay lugar para los mismos. En ese sentido, todos los patrimonios son iguales, y su sufrimiento se mide en función de la parte del total que se les arranca.



La segunda razón es que la tributación progresiva es económicamente contraproducente. Si cuanto más rico se es, mayor en proporción es también la aportación que se ha de hacer a la comunidad, esto es, si cuanto más rico se es más se penaliza la riqueza en términos impositivos, pues lo que se consigue es desincentirvar cualquier clase de esfuerzos que las personas estén dispuestas a hacer con tal de volverse ricas. Sobre todo porque, al fin y al cabo, ¿qué se gana esforzándose que no regale el Estado a través de prestaciones sociales? ¿Es mucho mejor cualitativamente y en términos exclusivamente materiales la vida de un ciudadano rico que la de un ciudadano medio e incluso la de muchos ciudadanos cuyo poder adquisitivo se sitúe por debajo de la media?



El hecho es que no. Cualitativamente, es llamativo el hecho de que nuestra vida no es muy inferior a la de los ciudadanos de mayor poder adquisitivo. En esas circunstancias, los individuos más creativos difícilmente pueden sentirse motivados en lo que respecta al deseo de esforzarse con vistas a dar de si todo lo que les permita su potencial. No digo que el hombre sea egoísta por naturaleza, pero desde luego está claro que en el hombre existe un fuerte sentido de retribución. La mayoría consideran que si se hace algo ha de ser a cambio como mínimo de una ganancia proporcional a lo que se aporta. Y, si lo que se aporta no es un servicio cualquiera, sino una actividad particularmente creativa que pocos o quizá ninguno otro podrían llevar a cabo, y que de ser llevada a cabo permitirá mejorar de manera materialmente tangible y con carácter inmediato la vida de muchas personas, y a medio o largo plazo la de prácticamente todos los demás seres humanos que vengan después; pues como es lógico el autor de tan magna aportación aspirará a recibir una retribución de calibre suficiente como para no tener que volver a ganarse el pan con sudor ninguno de su frente, aunque solo sea en pago de los muchos sudores que ahorrará a incontables millones de personas que vendrán tras él y se beneficiarán de lo que ha creado.



Y lo anterior es cosa que deseará o considerará justa en general incluso el hombre más desprendido. Sobre todo, el hombre desprendido podrá no desear riquezas materiales, y rechazarlas si se las ofrecen (como hizo Benjamin Franklin cuando rechazó patentar el pararrayos, alegando que él no había tenido que pagar nada para beneficiarse de los inventos de otros que vinieron antes que él). Pero a buen seguro que le sorprenderá sobremanera el que ni siquiera le ofrezcan dichas riquezas, o el que las riquezas que gane no sirvan para otra cosa que para someterlo a un régimen fiscal mucho más desventajoso que el que soportaba anteriormente y en el que, a poco que te despistes, todas tus ganancias anteriores pueden verse reducidas, si no a la nada, si a una muy mínima expresión.



La tercera razón es de orden más bien político y moral. Pues algunos objetan a todo lo antedicho que en realidad, aunque sea cierto, solo es predicable de los regímenes tributarios progresivos agresivos fundados en grandes saltos porcentuales. Sostienen que no es lo mismo pasar de tributar un 25% a tributar un 40%, que pasar de tributar un 25% a tributar un 27'5%. A eso yo replico que, en cualquier caso, la financiación del Estado Social requiere de una tributación de carácter esencialmente confiscatorio. La mayor parte de los recursos están en manos de minorías muy exiguas, y, ya sea imponiendo fuertes saltos tributarios, ya sea evitándolos mediante aplicación de fórmulas matemáticas más o menos complejas, lo cierto es que si no se mete mano de manera agresiva a dichos recursos financieros, la sostenibilidad del modelo de Estado actual se hace sencillamente inviable.



En realidad, la experiencia nos demuestra que, incluso recurriendo a la más agresiva tributación progresiva y a los más grandes saltos del tipo, la financiación del Estado Social requiere de un masivo endeudamiento que, a largo plazo, no hace más que garantizar nuestra reducción a la servidumbre económica respecto de los Estados extranjeros y entidades que actúen como prestamistas. A no ser, claro está, que seamos los EEUU y podamos permitirnos endeudarnos hasta el infinito gracias a nuestra enorme fuerza militar (que es la que me lleva a considerar que la infinita deuda estadounidense en realidad es un tributo encubierto mediante el cual este país mantiene cierta red de protección social voluntariamente pagada por otras naciones). En definitiva, que a la minoría pudiente hay que quitarle, y mucho, porque en caso contrario no tenemos ni para empezar. Quizá eso en general nos dé poca pena. Pero surge un problema: los saltos tributarios son antieconómicos, y la única forma de arrebatar a los pudientes lo necesario moderando o suprimiendo los saltos tributarios pasa por imponer a los sectores sociales menos pudientes tipos fiscales que seguramente serían sensiblemente más exigentes que los actualmente existentes. Cosa que no se puede ni plantear, porque en tal caso estaría por ver qué les quedaría para vivir. Vamos, que no hay manera. O se renuncia al pan, o se renuncia al circo, porque el pan y circo a la manera de los romanos antiguos, igual que les pasó a ellos, nosotros tampoco lo podemos sostener.



Conclusión: que seguimos y seguiremos instalados en esta explosiva combinación entre impuestos confiscatorios y agresivos saltos tributarios. Mas no se acaba aquí el problema. Al ser mayores los saltos, más evidente es para el que está arriba la penalización de que es objeto su riqueza, y menor el sentido que quien esté en situación de enriquecerse pueda verle a los trabajos que debería tomarse para llegar a alcanzar esa posición. En definitiva, que el sistema en el que vivimos instalado, a fin de cuentas redunda en una menor movilidad social. Por eso, sabemos bien que en éste continente el poder está siempre en manos de los mismos, con muy pocas excepciones. Vistas así las cosas, el interrogante no está tanto en si podemos como en si debemos mantener la tributación progresiva. Yo creo que no, ni siquiera si eliminamos los saltos tributarios. Racionalizar la desigualdad e imponer reglas matemáticas que eviten exacciones especialmente arbitrarias sería sin duda un avance, pero, ¿de qué serviría en este caso mantener la progresividad? Lo único que se consigue es aumentar en proporción escasa la cantidad que obtendríamos a través de un tipo único igual para todos los contribuyentes, a cambio de sacrificar un principio de enorme y capital importancia como es el de la igualdad esencial que debe existir entre éstos. Así pues, por lo inmoral, por lo contraproducente y por el socavamiento del principio de igualdad esencial entre los ciudadanos; por todo ello me niego en rotundo a adherirme a los enunciados básicos que fundamentan ese monstruo en cuyas fáuces voraces voluntariamente se adentra la mayoría de la ciudadanía que en España y en Europa se adscribe directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, pero con grave perjuicio para la comunidad en cualquier caso, a las ideas keynesianas y socialdemócratas.



No creo en el Estado Social, es más, entiendo que es uno de los grandes cánceres políticos de nuestro tiempo. No creo en su postulado fundamental, que es el del carácter "menesteroso" del individuo, y la acuciante necesidad que éste tiene de un Estado intervencionista que le solucione la vida. Semejante idea no solo no me convence, sino que me parece un insulto a la dignidad y a las capacidades de los individuos. Tampoco me parece que sus consecuencias prácticas sean dignas de despertar, ni en mi ni en nadie, la creencia en la viabilidad de un sistema que naufraga muy lentamente, pero a la vez de forma inexorable, y lo hace desde sus mismos inicios.



Sin duda alguna, el Estado Social de prestaciones crea una sensación de seguridad que no por falsa y carente de fundamento es menos reconfortante para una mayoría de espíritus que no es que sean menos ilustrados, sino que sencillamente carecen de ese mismo sentido común que permitió que pasadas generaciones empleasen sus capacidades en la consecución de los grandes logros que hoy nos deslumbran y de los que no percibimos que sea digna heredera y sucesora la actual generación de occidentales. El Estado capitalista, sin duda alguna, parece un tanto ruin y despiadado en comparación. Y sin embargo, la mencionada es una sensación infundada, que nada tiene que ver con la realidad. El Estado capitalista es un Estado duro, pero justo. Sobre todo, es más justo que el actual no solo porque muestra mayor respeto por un individuo en cuyas capacidades cree y al que no tutela dando por hecha su inutilidad -como hace el actual Estado, que, al no respetarnos humanamente, menos aun va a respetarnos políticamente, de ahí los subterfugios inherentes a los Estados Sociales de Europa a través de los cuales se hurta la soberanía del pueblo, en general sometido a sus respectivas partitocracias-; sino porque, de cara a las generaciones posteriores, es un Estado sostenible, que sabemos podremos legarle a las generaciones venideras sin mayores temores acerca de su viabilidad.





Lo peor de nuestro modelo de Estado Social es que es un modelo engañoso. Pues, tanto desde el punto de vista teórico como del práctico favorece a los ricos. Lo analizaré desde ambas vertientes.



Desde un punto de vista teórico, el Estado Social desincentiva el esfuerzo competitivo de los individuos. Solo por esto favorece una mayor concentración tendencial de la riqueza, al ser menos a repartirse el pastel. Pero, en realidad, lo que de verdad favorece al gran capital y arruina a las PYMEs es la progresividad tributaria. La progresividad tributaria, como hemos explicado antes, implica diversos tipos, mayores a medida los sujetos a los que se les aplican son más ricos. Pero tiene que haber un límite, pues el Estado no puede partir de la base de que existen ciudadanos suyos que posean más allá de un determinado patrimonio.



Dicho de otro modo, es posible establecer un tipo máximo para los que ganan más de 1.000.000 de euros mensuales, pero resulta extravagante imponer impuestos específicos a los que ganan 10.000.000, y no digo nada a los multimillonarios. Generalmente, más allá de una cantidad el tipo impositivo que se aplica es el mismo para todos, y muy alto. Supongamos que se aplica un tipo de un 45% (y no estoy siendo nada abusivo, porque los ha habido mucho mayores) a todos los que ganan más de 1.000.000 de euros mensuales. Y que ese tipo se va aplicando mes a mes. Pues la cuestión es muy simple, el tipo es enorme, e impone tales trabas a las PYMEs que lo sufren y gimen bajo su yugo, que a éstos les resulta imposible mantenerse en la competición. No pueden resistirlo, sobre todo si se tiene en cuenta que, en la economía globalizada actual, deben enfrentarse a empresas que no están sometidas a tipos impositivos tan abusivos. 



Realmente, los tipos más elevados pueden llegar a ser irresistibles hasta para los más grandes propietarios. Pero éstos, por el mero hecho de su tamaño, pueden resistirlos durante más tiempo que las PYMEs. De hecho, si los tipos se mantienen el tiempo suficiente, la desaparición de las PYMEs genera beneficio para los grandes, que ganan cuota de mercado como consecuencia de la desaparición de competidores. El abuso impositivo se compensa a través de la tremenda ampliación de su mercado. En definitiva, que el sistema tributario progresivo fomenta, a largo plazo, la conformación de oligopolios colusivos y hasta de monopolios. El paso previo, según en algún momento dejó caer claramente Lenin, al socialismo. Pues, cuantas menos sean las manos en que queda concentrada la propiedad, más facil resulta concentrarla toda en manos del Estado, al que le basta con unas pocas órdenes de expropiación para controlar sectores enteros y transferirlos "al pueblo" (al Partido Comunista). Ahora bien, todo lo expuesto hasta ahora es la teoría.



La práctica es muy diferente, y si la teoría les ha parecido mala, la práctica a buen seguro les parecerá peor, y mucho más despreciable. Todo lo que hemos dicho antes parte de la base de un Estado que impone unos tipos y consigue cobrarlos en la medida impuesta a todos los propietarios, que pagan las cantidades adeudadas religiosamente. Pero eso no es lo que sucede en modo alguno. El Estado Social cuesta mucho, y se basa en grandes cargas impositivas. Para todos. El ciudadano de a pie paga no menos de un 20% de impuestos (el equivalente a dos diezmos de antaño), cuando en otro tipo de Estado que comportase menos gastos y dejase más a la iniciativa de las personas seguramente bastaría con que entregase rara vez por encima del 15%. Por lo tanto, imagínese lo que paga el empresariado, que, por regla general, es un sector de la sociedad más opulento que la media. A menudo por encima del 30% y hasta del 40%. Cuanto más se sube en la escala, más debería pagarse, pero por desgracia no suele ser así. Y no suele ser así por la existencia de diversas instituciones jurídicas pensadas para favorecer a los sectores más ricos de la sociedad: una es la de las SICAV; y la otra la de los paraísos fiscales.



Las SICAV tributan al 1%. Ya está todo dicho. Y los paraísos fiscales no son accesibles a todos por igual, sino que cuanto más rico se es más fácil resulta acceder y hacerlo en las mejores condiciones posibles. En definitiva, que por medio de subterfigios como éstos el gran capital consigue reducir legalmente sus impuestos y mantener a salvo de los agresivos tipos tributarios del Estado Social sus recursos. Con el permiso de las autoridades políticas de los Estados Sociales de Europa, que no solo no luchan contra los paraísos fiscales, sino que además los potencian (caso de Gibraltar). Los mismos que luego claman contra la gran empresa son los que luego le hacen a ésta el caldo gordo. A costa de las PYMEs



Ciertamente dan ganas de vomitar, pero a este punto de vandalismo partitocrático es al que hemos llegado, y de nada vale negarlo. Los pequeños y medianos empresarios se ven continuamente torpedeados por Gobiernos que hacen política apelando muy frecuentemente a la supuesta "necesidad" de subirles los impuestos a los más ricos, pero a los que luego no les importa nada ponerse al servicio de los intereses de los más pudientes de todos, cuya posición socioeconómica contribuyen a asegurar y a proteger de toda posible perturbación. Nuestro sistema impositivo está diseñado contra el mediano empresario. Para impedir que éste, que es el que podría, llegue a desbancar jamás a los grandes de su pedestal.



En definitiva, que se dificulta gravemente la movilidad social, se garantiza el poder de los mismos de siempre, y se arruina a nuestro Estado obligándolo a hacerse cargo de gastos que no puede costear, quedando gravemente comprometido de este modo el futuro de las generaciones de españoles y de europeos que vendrán. Casi nada. ¡Y lo peor es que ojalá aquí se terminase la relación de los desmanes de la actual casta política dirigente de las naciones occidentales! Pues no es el caso. Aunque a los demás despropósitos tendrán que dedicarse nuevas entradas. Porque lo que es la presente ya se ha extendido demasiado.



Un abrazo a todos los lectores, y que Dios les bendiga y de fuerzas para enfrentar el siempre incierto porvenir. IHS

RAZONES CONTRA LA TRIBUTACIÓN PROGRESIVA

Desde hace ya demasiados decenios, ha regido en España un sistema tributario basado en la  tributación progresiva. Este sistema es aquel en virtud del cual han de imponerse diferentes tipos impositivos a los contribuyentes, que van elevándose a medida que lo hace también la riqueza del ciudadano llamado a aportar a las arcas del Estado. Servidor deja constancia del hecho de que no es liberal (o, por lo menos, no tengo conciencia de serlo). En ningún sentido. Pero desde luego que me parece adecuado que el nivel de retención sea el mismo para todos.


Considero que debe distinguirse siempre entre los bienes que deben imponerse a toda costa y los que no deben ser impuestos. Sin duda alguna, está bien que decidan contribuir más en pro de una sociedad los integrantes de dicha sociedad que más tienen. Bien está que los hombres libremente decidan hacer el bien. Todo eso nadie que sea católico habrá de negarlo. Ahora bien, desde no pocos medios, muchos de ellos católicos, se dice que es necesario que los que más tienen entreguen una mayor fracción de lo que poseen. No pongo en duda la catolicidad de aquellos entre mis hermanos de fe que afirmen eso (ni soy quien para hacerlo ni me molesta que crean eso, dado que tampoco se puede decir que la tributación progresiva sea la gran monstruosidad de los siglos XX ni XXI, ni mucho menos). Pero considero sumamente desacertada la imposición de un modelo de tributación progresivo. Esto se debe, fundamentalmente, a las razones que enumero a continuación:



-1ª) La progresividad fiscal es profundamente antieconómica. No se estimula la creación de riqueza penalizando el enriquecimiento, y éste se ve cuasi criminalizado cuando se le dice a un hombre que a poco que gane dinero casi que le será mejor no haberlo ganado, porque se le va más en impuestos y al final la ganancia restante no compensa el trabajo duro realizado.



-2ª) Aun cuando la progresividad fiscal no fuera antieconómica (cosa que quizá podría conseguirse instaurando una progresividad menos agresiva que la actual, pues de este modo podría llegar a permitirse suficiente margen de beneficio a los empresarios como para que quedase neutralizado casi por completo el desincentivo que la progresividad supone per se para la labor empresarial de que necesariamente debe nutrirse todo posible progreso de la economía -progreso que es preciso, dado que solo si existe es posible que se beneficien de él las clases más desfavorecidas-), el caso es que la progresividad fiscal es per se discriminatoria. Y encima para nada. Pues si se articulase de modo tal que no fuera antieconómica, el grado de progresividad fiscal sería tan nimio, que la ganancia extra que se le reportaría a las arcas públicas (digo en comparación con las que le reportaría un sistema de tipo fijo para todos) sería demasiado pequeña como para compensar el agravio de que sería objeto la igualdad. No es que esté bien cargarse un noble valor político y moral solo por obtener una gran ganancia. ¡Pero es que en este caso nos los estamos cargando por cuatro perras locas, que es ya de tontos!



-3ª) La discriminación generada por la progresividad fiscal carece, a mi humilde juicio, de toda justificación. Ésta última me parece la razón más interesante entre todas las que invitan a descartarla. ¿Está justificado que, mediante la imposición de una tributación progresiva como la actual, el Estado contravenga la necesaria igualdad de los ciudadanos ante el Derecho en la que yo por lo menos creo que ha de basarse un Estado que se precie de ser justo? Me parece que no. Creo que el Estado solo debe imponer los bienes morales necesarios para garantizar su subsistencia a la vez que una convivencia mínimamente armónica entre los hombres. Creo que la solidaridad es un gran bien (faltaría más, dado que soy católico), pero no lo creo un bien tan prominente como para que su práctica sea impuesta a la fuerza a todas las personas. Los impuestos son estrictamente necesarios, pues sin ellos no puede financiarse el Estado. Pero la tributación progresiva es per se una imposición a la fuerza de la solidaridad, que en verdad no es necesaria para financiar eficientemente al Estado y conseguir que éste y la sociedad a la que debe gobernar y representar se sostengan. Ergo, considero que es un gran mal contra el que se debe de combatir. La redistribución de la riqueza es buena. Es un imperativo moral categórico para todo cristiano. Pero la redistribución de la riqueza a la fuerza es un mal terrible (de hecho, para mi no es más que latrocinio), que solo sirve para generar a largo plazo fundados rencores sociales. En explicar eso consistirá el siguiente punto.



-4ª) La progresividad fiscal, generalmente defendida por los autoproclamados defensores de la solidaridad (que dan a entender que quienes nos oponemos a ella no somos solidarios), implica una falta de respeto de esas personas por la libertad de los individuos que no comparten la fe común que muchas personas -por de pronto, los católicos- tenemos en el carácter eminentemente benigno de la solidaridad. Digo que no se respeta la libertad de esas personas en el sentido de que se les obliga a la fuerza a ser solidarias, les guste o no... O mejor dicho, se les obliga a ser más solidarias que el resto. Ya pagar impuestos es ser solidario con el conjunto a cuyo sostenimiento económico se contribuye. Y en modo alguno creo que esto sea malo. Obligar a un hombre que no cree en la solidaridad a ser tan solidario como los demás puede estar justificado, dado que permitir que quien no crea en la solidaridad no contribuya a financiar al Estado sentaría un precedente muy peligroso que casi seguro llevaría a la destrucción de toda autoridad pública. Obligar, en cambio, a ese mismo hombre a ser más solidario que los demás solo porque es más rico es lo mismo que escupirle en la cara. Cosa que puede que un hombre que no es solidario merezca, pero que no nos corresponde a nosotros hacer.



En cualquier caso, este asunto va mucho más allá del debate "progresividad vs. tipo impositivo único". Dado el modelo actual de Estado, esa es una disertación ridícula, puesto que solo mediante la progresividad es posible sostener nuestro actual modelo sociopolítico, suponiendo que dicho modelo sea todavía salvable (de hecho, esto es solo posible recurriendo a una progresividad extremadamente agresiva, más de lo que ya lo es), lo que tengo la sensación de que es mucho suponer. Así pues, la verdadera discusión que estamos llamados a plantear es la relativa a la viabilidad de ese modelo tan intrincado de Estado que solo puede ser sostenido mediante la progresividad fiscal llevada al extremo. Mientras no solucionemos ese asunto no tiene sentido plantear el otro. Que en verdad, para poder ser planteado, haría necesario que antes hubiésemos llegado a la conclusión de que no queremos el actual modelo sociopolítico de Estado, que es el verdadero enemigo a batir, al que dedicaremos la próxima entrada del presente blog. Hablo, como es lógico, del Estado Social.



Un saludo a todos los lectores, estén o no de acuerdo con servidor. Que Jesucristo, Redentor de la Humanidad, además de Señor y Dios nuestro, tenga a bien bendecirnos a todos nosotros. IHS

martes, 2 de abril de 2013

LIBERTARIANISMO CATÓLICO Y CUESTIONES DIVERSAS (II)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Si la entrada que le dediqué al matrimonio llevaba explicita una crítica a los libertarios católicos que anteponen el libertarianismo a su catolicidad; podría decirse que esta entrada va dirigida en un sentido totalmente inverso. Va dirigida a los libertarios católicos que, procurando anteponer, como es correcto que se haga, su catolicidad a su libertarianismo, acaban pasándose de frenada, en el sentido de que dejan tan poco margen a la sociedad para actuar y autoorganizarse que uno ya no sabe dónde cuernos queda su tan cacareado libertarianismo. Asimismo, esta entrada del blog es una crítica a tantos hermanos de fe que no son libertarios (podemos, pues, denominarlos "tradicionalistas") y que se consideran con derecho (no digo que de mala fe, e incluso quizá no sean conscientes de ello, pero es el caso -independientemente de que ellos lo vean así o no) a imponerles a los paganos pautas de comportamiento que van mucho más allá de lo que es necesario para la armónica convivencia social entre los ciudadanos adscritos a las diferentes sentibilidades religiosas.

Desde medios católicos se anda criticando mucho la posibilidad de que se conceda a los empresarios el derecho a establecer libremente el horario de trabajo de sus empresas. El caso es que soy libertario..., y por ende me declaro totalmente favorable a la completa libertad de horarios. La razón fundamental que en este terreno orienta mi pensamiento a algunos les sorprenderá. El caso es que creo que los empresarios deben de gozar de la misma libertad religiosa que otro ciudadano cualquiera. Deben de poder optar por creer la fe católica o por no hacerlo, y, en consecuencia, deben de poder optar por descansar (tanto ellos como sus negocios, que no dejan de ser una prolongación de ellos mismos) en el momento de la semana que estimen más pertinente.

A algunos de los que creen que nos es lícito imponer a la fuerza el descanso dominical les costará entender qué puede tener que ver la libertad religiosa con todo este berenjenal. Y nos dirán, para defender sus tesis, que la mayor parte de los empresarios que no den el domingo como día de descanso a sus trabajadores no actuarán de acuerdo a ningún planteamiento profundo, sino que lo harán en base a meros cálculos económicos, sin razones más profundas para despreciar el día del Señor que el grosero beneficio material.  De hecho, se indignarán todavía más, porque con toda justicia considerarán despreciable que un empresario pueda obligar a sus trabajadores católicos a laborar en domingo -impidiéndoles, por tanto, santificar debidamente las fiestas- solo por ganar unos pocos miles de euros más.

Y, sin duda alguna, los que razonen de esta manera dirán una enorme verdad. Pero analizarán todo este espinoso asunto obviando cierto número de realidades que deberían tener en cuenta. La primera de todas es que el mundo es quizá un poco más amplio de lo que ellos creen. Más de uno y más de dos de los empresarios que no respeten el descanso cristiano seguramente lo que buscarán conseguir haciendo esto es afirmar su propia identidad, dejando bien claro que ellos mismos no son cristianos, y que por ende no se les puede obligar a vivir como si lo fuesen. Lo que significa que tampoco se les puede obligar a tener en cuenta la religión de terceros a la hora de organizar el trabajo en sus empresas. No solo eso, sino que es también posible que lo que algunos empresarios paganos busquen al imponer horarios de trabajo en sus empresas  asegurarse, imponiendo condiciones de descanso inasumibles para quien de verdad sea cristiano (excepto en casos de extrema necesidad), de que ningún cristiano trabaje para él.

No diré que me agrade que se actúe así, pero casi peor que el que algunos paganos actúen así es el pretenderse con un derecho que no se tiene para impedírselo. Yo no apruebo la forma de actuar de quien no se somete a la idea cristiana del descanso. Es más, he evitado en todo momento hacer mención de ningún supuesto derecho de los paganos a nada. Precisamente porque no creo que lo tengan, ni en esto ni en cualquier otra cosa. Tengo clarísimo que no existe el derecho a hacer el mal, y que a menudo si que existe el deber de evitarlo y de imponer el bien. Pero jamás se me pasaría por la cabeza pretender que siempre se tiene el deber o el derecho de evitar todos los males y de obligar a los hombres a conducirse de acuerdo a la doctrina de la Iglesia.

Una razón pesa mucho a la hora de que me manifieste en el sentido en que lo he hecho: amarás al prójimo como a ti mismo. Yo no daría al prójimo un trato diferente del que me daría a mi mismo. Y el caso es que si tuviese un negocio y pudiera elegir libremente, yo no daría días de descanso diferentes de los de los cristianos, y tampoco contrataría a trabajadores de determinadas procedencias ni religiones (musulmanes, mormones, Testigos de Jehová, etc.), por lo que tomaría las medidas adecuadas para evitar que desearan trabajar para mi. Así pues, no me considero quién para impedir que otros actúen igual que yo lo haría pero al revés.

Al final, obligarle al empresario a trabajar con gente que no le gusta o cuando no quiere es obligarlo a vivir de un modo determinado. Y a esto nadie tiene derecho. Sobre todo porque él no obliga a nadie que no quiera a que trabaje para su empresa.