jueves, 21 de marzo de 2013

LIBERTARIANISMO CATÓLICO Y CUESTIONES DIVERSAS (I)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Observo con preocupación como no pocos libertarios católicos confunden gravemente conceptos relativos a la noción misma de libertarianismo. Y aceptan las ideas procedentes tanto del libertarianismo protestante como del libertarianismo pagano (lease de Ron Paul), dando a entender que éstas les importan casi más que las verdades divinas y católicas que ellos dice profesar. Así pues, confunden la necesidad de restringir al mínimo indispensable la intervención estatal con la supresión de la misma por entero. Acercándose, de este modo, más al anarquismo en su versión anarcocapitalista que a un genuino libertarianismo basado en el arte de luchar por lo que es posible y conveniente. Y, peor aun, aceptan esa hedionda y despreciable idea pagana que tanto ha prendido entre los herejes pseudocristianos de todas las especies según la cual el Estado debe de mostrarse neutro en el terreno de lo moral, o en todo caso su intervención debe limitarse a la imposición de lo que es estrictamente imprescindible para asegurar la pervivencia de la sociedad, no estando legitimado para alinearse con ninguna concepción concreta de la forma en que los seres humanos hemos de organizarnos tanto individual como socialmente.

Por eso, diciéndose como se dicen estos libertarios creyentes en Cristo y en su única Iglesia, no les tiembla el pulso a la hora de afirmar con fervor casi religioso su fe en las monsergas con las que personajes públicos tales como Ron Paul arruinan casi todo lo que de bueno hay en la labor libertaria que llevan a cabo. Monsergas tales como que el matrimonio debiera quedar al margen de toda clase de regulación por parte del Estado, que no tiene derecho a pretender definir lo que es el matrimonio. Monsergas que ninguna persona que conozca mínimamente la doctrina católica puede defender como hacen éstos libertarios "católicos" si de verdad desea poder ser considerada hija de la Iglesia. Monsergas que son menos malas que la abierta blasfemia con que los paganos militantes de nuestro tiempo contaminan el mundo terrenal y todo lo que hay en él, pero que no dejan de ser un peligro. En tanto que a menudo la más visible de las señales del avance del Mal es la devaluación de las ideas que defendemos los que afirmamos creer en el Bien, en la Verdad y en el modo de Vida que nos legó nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo y que por expresa voluntad suya perfila su Iglesia.

El tipo de concepciones burras a las que se adscriben muchos "católicos" libertarios y que pretendo denunciar en este artículo serán todo lo bienintencionadas que se quiera, pero burradas son cuando se ponen en boca de quienes dicen ser católicos y libertarios al mismo tiempo, en el sentido de que implican el desprecio no solo de la expresa doctrina del magisterio eclesial, sino también de la racionalidad y de la milenaria Historia del matrimonio. Es el matrimonio institución reconocida por los poderes públicos desde que tenemos noticia de su existencia, y tenemos noticias de la existencia del matrimonio desde antes incluso del comienzo de la Historia (pues el matrimonio es más antiguo que la misma escritura, y tan antiguo al menos, según parece, como la civilización). En verdad, el estudio de la Historia lo que nos enseña es que el matrimonio, desde que existe, ha sido regulado por los poderes políticos -religiosos o seglares-, y ha comportado consecuencias beneficiosas -especialmente en el orden fiscal y patrimonial- para quienes lo contraían. Es el matrimonio institución que existe no para la formalización del amor sexual entre seres humanos ni como instrumento diseñado para que aumenten nuestras posibilidades de alcanzar la autorrealización individual, sino para el fomento de la procreación entendida como uno de los mayores beneficios que podemos hacerle a la colectividad a la que pertenecemos.

Siendo la social la principal razón de ser del matrimonio, el sentido del reconocimiento del que históricamente ha sido objeto por parte de los poderes políticos estriba en el carácter que dichos poderes tienen de garantes de la supervivencia de la sociedad, que necesita de la procreación para subsistir (y más en los tiempos que corren en el actual Occidente, que se muere por falta de hijos). Por eso los poderes públicos han reconocido desde antiguo el matrimonio entre hombre y mujer, monógamo o poligínico (no tengo noticias de que, en cambio, se haya reconocido legalmente la poliandría, aunque todo se andará entre los paganos occidentales de nuestro tiempo). En todo el mundo el matrimonio ha sido reconocido solo entre hombre y mujer; con la particularidad añadida de que en Occidente el matrimonio prácticamente siempre (desde antes incluso de la aparición del cristianismo) ha sido reconocido solo en su versión monógama.

La razón que explica esa diferencia cualitativa en favor de Occidente es que el matrimonio es una institución que existe no solo para favorecer la procreación y para dotarla de un marco estable, sino también para favorecer que dicho marco estable sea el del entorno más apto posible para la crianza de la prole procreada (que ya antes del catolicismo a muchos les parecía evidente que no debía ser un entorno sexualmente promiscuo, como lo es el poligínico per se). Esta segunda utilidad del matrimonio ya la presintieron los griegos y romanos antiguos pese a su paganismo y a su evidente laxitud en materia de moral y costumbres, y se vio confirmada a los ojos de la mayoría como una verdad universal a medida que se extendió el cristianismo, que trajo consigo además de la certificación del triunfo de la monogamia la condena explícita de toda forma de poligamia (de iure o de facto). Una gran historia..., que para muchos libertarios "católicos" parece ser que no significa nada en absoluto. Y, aunque los libertarios, en general, piensan así, son éstos libertarios "católicos" los que a mi me despiertan profunda indignación (no puede ser de otro modo, dado que el libertario hereje, judio o pagano no dice profesar mi misma religión; y, por ende, no me crea -al menos por lo que es su adscripción religiosa- ninguna clase de alta expectativa en relación con la valía moral de sus iniciativas -a veces más bien lo que uno tiene con esa gente es precisamente todo lo contrario, esto es, unas expectativas más bien poco halagüeñas-).

Los libertarios "católicos" que hablan del modo que os cuento nos ahorran la parodia que es la concesión de ventajas a las formas de convivencia erótico-afectivas no naturales ni aptas para estructurar en torno de si mismas una familia humana (esto es, hablando en cristiano -¡y nunca mejor dicho!-, que no son favorables a la regulación legal de ninguna clase de uniones homosexuales ni contranatura). Cosa en la que sin duda esos libertarios defienden lo mismo que defendería el libertario que escribe este artículo. El problema que plantea el punto de vista de los libertarios "católicos" cuya postura tanto me molesta es que su oposición al matrimonio homosexual no va acompañada de una recíproca y necesaria defensa de los privilegios jurídicos de los que más nos vale a todos que sigan gozando los matrimonios naturales. En definitiva, que se oponen al mal sin tomarse la molestia de hacer nada por afirmar el bien. Plantean objeciones al gaymonio, pero están dispuestos, en nombre de un supuesto carácter neutro que según su bobo punto de vista ha de asumir el Estado, a sacrficar en la misma pira lo justo con lo injusto, lo conveniente con lo inconveniente, lo sano con lo insano, la cordura con la locura.

Por eso defienden que se ponga fin a la racional y necesaria intervención de los poderes del Estado para fomentar actitudes que sirvan al cumplimiento de su fin esencial (garantizar la supervivencia de la Nación cuyo cuidado a quedado encomendado al Estado que la representa) mediante la concesión de privilegios nada arbitrarios a la familia natural como son aquellos de los que ésta goza en virtud de la regulación de la que tradicionalmente ha sido objeto el matrimonio natural. Y todo ello sin parar ni siquiera un momento en mientes a reflexionar acerca de los daños que una manera de actuar tan poco sensata inflige a la sociedad de la que ellos mismos forman parte. Es más, defendiendo ideas tan claramente extraviadas le dan la razón a los paganos militantes. Al final, éstos consiguen lo que quieren: igualar lo conveniente a lo inconveniente, lo moral a lo inmoral, lo natural a lo que es per se artificioso y antinatural. ¿O acaso alguien cree que buscan otra cosa promocionando lo que ni siquiera una cultura tan tolerante y hasta amiga de la homosexualidad como lo fue la grecorromana se planteó ni por un momento promover? Hay dos formas de destruir un privilegio. Una es su revocación, y la otra es su concesión a cualquiera, de manera que el beneficio obtenido sea anulado al beneficiarse todos de él -lo que implica retornar al punto de partida-. Ambas son maneras distintas de conseguir una misma cosa. Sin duda, la más racional, sencilla y honesta de las dos sería la revocación del privilegio. Pero la más útil a la hora de vencer las oposiciones es la segunda. Porque puedes decir a tus enemigos que tú no le has quitado nada a nadie, y que lo único que has hecho es ampliar la lista de beneficiarios de algo. Ocultando a esos mismos opositores a tu desvarío que en realidad el efecto es el mismo que si les hubieses quitado todo. Porque has destruído el incentivo que pudiera existir para comportarse de una determinada manera en que interesaba que se comportaran las personas.

Eso es lo que ha sucedido con el matrimonio. No nos terminamos de dar cuenta de la gravedad de este asunto. Antes, estaba claro que a los laicos les interesaba más ser solteros que estar casados (aunque, todo sea dicho, nadie te obligaba a dejar de ser soltero). Ahora en cambio, la igualación (sea por la vía de la concesión del rango de matrimonio a cualquier cosa; o sea a través de la vía de la neutralidad y de la ajuricidad del matrimonio) de otras formas de convivencia erótico-afectiva a la relación matrimonial natural lo que consigue no es cambiar los gustos de la gente (el hetero no se va a volver homo, ni viceversa -al menos no por esta cuestión-), pero si desincentivar la responsabilidad y el compromiso. Es tan simple como que, ante la ausencia de ventajas o ante la posibilidad de obtener las mismas de otra manera, unos jóvenes que pensaran casarse por lo civil (para hacerse acreedores de las ventajas citadas) posiblemente al final no lo hagan. Lógicamente, comprendo que un pagano me diga que aunque fuera cierto lo que yo digo se la pela porque no cree que haya razón trascendental ninguna que nos obligue a fomentar la responsabilidad ni el compromiso profundo de las personas. Lo que me chirría es que eso mismo me lo diga una persona que proclame abiertamente no ya su cristianismo, sino incluso su "catolicidad". Se es católico creyendo lo que la Iglesia. Y la Iglesia no es que sea estatista (la creencia en la necesidad de la existencia del Estado no es un dogma de fe católico ni nada por el estilo), pero le exige al Estado en caso de que exista que cumpla unos mínimos, y que se constituya para el servicio del pueblo o Nación al que gobierne y represente. Así pues, el Estado, en caso de que exista, tiene que cumplir unos mínimos servicios. Que se supone que solo podrían conseguirse mediante la asociación coercitiva y forzosa entre todos los hombres que forman parte de una comunidad y se someten a las autoridades creadas para que rijan la comunidad a la que pertenecen. Estos hombres no ceden su libertad (no son esclavos de un Estado omnímodo), pero aceptan que el Estado tiene potestad para limitar en cierto grado ciertas libertades aisladamente consideradas. Y aceptan que el Estado existe para velar por los intereses de toda la Nación (considerada como una unidad natural a la que los hombres pertenecemos, al menos en principio, incluso sin el concurso de nuestra voluntad). Desde luego, todo lo dicho quedaría en nada si no se reconociesen poderes al Estado para hacer valer su función capital. La pregunta es qué poderes. Los estatistas creen que todos los necesarios para nuestra comodidad (sin importarles que nosotros mismos podamos o no hacernos cargos de las funciones que encomendemos al Estado). Yo, que me considero libertario (aunque el tipo de libertarios a los que yo denuncio en este artículo me despacharían alegremente como minarquista -término que no me gusta porque lo mínimo que uno puede hacer es cero, y yo creo en un Estado que haga más que cero-), considero que el Estado debe hacer solo aquello que nosotros no podamos razonablemente conseguir por nosotros mismos o, mejor dicho, aquello que, aun pudiéndolo hacer nosotros mismos (porque yo creo en las potencialidades del hombre y me niego a hablar de él como si hubiese logros naturales -que no sobrenaturales, que esos son patrimonio del Dios Altísimo y de aquellos por los que Él obre- que estuvieran fuera de su potencial alcance), tenemos razones para creer que el Estado lo puede conseguir de modo sensiblemente más eficiente de lo que podríamos alcanzar por nuestros propios medios. Así pues, para mi lo único que está demostrado por la Historia y por la falta de alternativas cuerdas que el Estado puede conseguir mejor que nosotros es:

1º) La organización cohesiva de la Nación como unidad necesaria para que ésta lleve a buen término las guerras en las que sea que pueda verse envueltas contra comunidades humanas exteriores a la misma y para que quede adecuadamente garantizado un umbral mínimo de seguridad ciudadana.

2º) El establecimiento de un mínimo marco jurídico e institucional que nos permita reexaminar nuestra propia concepción del Estado y que sea útil en lo que hace a evitar que los seres humanos resuelvan sus conflictos recurriendo a la autotutela (lo que es necesario en tanto que, generalmente, la autotutela de los propios derechos solo sirve para generar conflictos cada vez peores y más enconados entre las personas; y dificulta toda prevalencia aun de la mínima Justicia sin la cual no puede subsistir la sociedad, dado que en régimen de autotutela el único que realmente puede "autotutelarse" de modo eficaz es el que dispone de la fuerza suficiente para hacer valer sus pretensiones -razón por la que conviene la existencia del Estado, que tendencialmente será más fuerte que el más poderoso interés privado aisladamente considerado-).

En resumen: Defensa (interior -Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado- y exterior -Fuerzas Armadas-) y Justicia. Y aun la Justicia es un ámbito del que creo que se debe desterrar el monopolio del Estado (no me importaría ser juzgado, en mis querellas con otros creyentes, por un Obispo en lugar de por un tribunal del Estado). Para todo lo demás, Mastercard.

¿Y qué pinta en todo esto el matrimonio? Pues Defensa. La Defensa no implica solo la creación de un Ejército que repela las agresiones de que pueda ser objeto la Nación por parte de otras comunidades. También existe el frente de lo que yo denomino la "Defensa interior". La "Defensa interior" consiste en dos cosas. De un lado, implica impedir actitudes que por si mismas destruyen toda esperanza en que se alcance alguna forma de convivencia pacífica entre los residentes de un Estado (de ahí la necesidad en parte de la represión de ciertas actitudes mediante la imposición de sanciones de tipo penal), hasta el grado de poderse decir que no forman parte del marco mínimo de Libertad al que tiene derecho a aspirar el individuo (que no tiene derecho a matar -tampoco a un nasciturus, aunque no me perderé en el debate de la cuestión del Holocausto abortista- ni a atacar la propiedad o la libertad e indemnidad sexuales, ni a atentar contra la integridad corporal de otros, etc.). Del otro lado, implica fomentar usos correctos de la Libertad. La Libertad implica per se la posibilidad de equivocarse. En ausencia de daños a terceros no provocados por éstos o que sean irreparables y afecten a bienes indisponibles, toda acción de un individuo le afecta a él, y solo a él, o a quienes voluntariamente han permitido que se los dañe. Si les impidiéramos dañarse, ¿en qué quedaría la Libertad?

Ahora bien, una cosa es permitir que los insensatos se dañen y otra dañarnos a nosotros mismos negándonos nuestro legítimo derecho a fomentar actitudes cuerdas ante la vida que sean útiles al individuo tanto como a la colectividad. Una cosa es considerar que la homosexualidad es, pese a ser objetivamente inconveniente y pecaminosa (desde el punto de un católico), un mal y un pecado no tan grave como para reprimirlo o como para impedir a quien quiera ser gay (o bollera, o hetero promiscuo) que lo sea. Y otra muy distinta es negar al Estado, que debe garantizar la Seguridad y la adecuada Defensa interior y exterior de la Nación el poder que necesita para, sin cercenar la Libertad de nadie, fomentar el mejor empleo de la misma. Que desde luego no puede ser un ejercicio de la sexualidad que genera, por su propia naturaleza, el desorden procreativo en el seno de la propia sociedad, y que da lugar a la formación de convivencias erotico-afectivas que no son el marco adecuado para la crianza de los infantes. Si hay una unidad aun más básica que el Estado, ésta es la Familia. Y, aunque hay diversos modelos de Familia, no todos son igual de deseables. Uno lo es, y los otros son abiertamente contraproducentes. Una vez aceptamos que el Estado exista, no podemos pretender que desde el Estado se abdique de la defensa de los postulados que marca la nacionalidad. El Estado es per se una toma de partido que no hay problema en que a su vez tome partido por lo que crea conveniente. En eso, de hecho, consiste la democracia. No en que nos abstengamos de defender la implantación forzosa de los mínimos en que creemos, sino en todo lo contrario. En luchar por los mínimos, pero en aceptar a la vez que podemos no ganar esa lucha y que nos la pueden ganar otros; y en aceptar el veredicto del pueblo expresado directamente a través de las elecciones e indirectamente a través de los representantes legítimos electos. Yo no se otros, pero lo menos que yo le pido al Estado es que tenga presente que no todas las formas de vivir son igual de convenientes, y que algunas son abiertamente autodestructivas. ¿No lo es la homosexualidad, que generalizada a todos los hombres aniquilaría no ya la Nación española u otra concreta Nación terrena, sino toda la Humanidad? Pues entonces que no se pretenda que para el Estado sea lo mismo el amor natural que la unión estéril. Y lo mismo que esto otras cosas. Que no se pretenda que es lo mismo tener un papá y una mamá que varios papás o varias mamás o infinitos papás y mamás. Hacer esto equivale al suicidio de la sociedad (utilizo el presente, y no el condicional, porque por desgracia este suicidio ya se está llevando a cabo). Suiciduo que los hombres son libres de cometer, pero que los cristianos están obligados a combatir poniéndole obstáculos. Y más aun los que sean hijos de la Iglesia.

Desgraciadamente, muchos libertarios "católicos" no creen que sea cosa del Estado fomentar los buenos usos de la Libertad (ni siquiera cuando el no hacerlo pueda poner en grave peligro -y no solo potencial- la misma supervivencia de la Nación a la que éste dice defender, que la Iglesia Católica enseña que depende de la fortaleza de la institución familiar). De hecho, esta gente a menudo estará hasta orgullosa de unos puntos de vista tan ajenos a los de la Iglesia y a los de Cristo (algunos incluso se creerán profetas que claman solos en el desierto de la "lobreguez" intelectual del católico "tradicional" -entre los que, sin duda, incluirían a servidor-). Este hecho a lo menos a lo que obliga es a que yo haga el ejercicio intelectual de plantearme el por qué de que sucedan estas cosas, y de que personas a menudo formadas tanto en lo sagrado como en lo profano se adhieran a doctrinas que no casan unas con otras. Mis ideas al respecto son simples: incoherencias como las arriba reseñadas son el resultado de dar prioridad a las ideas relativas a lo mundanal respecto de las puramente religiosas, de desconectar insensatamente las unas de las otras (no obligándolas a ser compatibles entre si, lo que da pie a crear divisiones artificiales en la óptica individual con la que se juzga la realidad), y de no saber cual es el orden de prioridades.

Como libertario católico, intentaré ser constructivo y proponer el camino a seguir partiendo del ejemplo que al respecto me da mi propia experiencia y la enseñanza recibida de mis superiores teologales. Siempre he tenido claro que en materia de fe no se libreinterpreta nada, porque no creo en las majaderías con que Lutero y demás heresiarcas que vinieron tras él hirieron de muerte la fe cristiana. Así pues, el católico debe tener en cuenta que si alguno de sus postulados políticos no casa con la doctrina de la fe, no es su yo católico el que debe dejarse deformar para casar con las ocurrencias de su yo libertario, sino su yo libertario el que debe someter su probabilidad de acierto a la Verdad Segura y Absoluta que le propone su homólogo católico, acallando todo impulso de insana rebelión contra la doctrina que emana de Dios. Lo contrario, malo. Y si no, volved a ver el Señor de los Anillos "Las Dos Torres" y fijaos en lo que le sucedió a Smeagol cuando le hizo caso a Gollum.

Sobre el matrimonio, puntualizaré una cosa: creo que en el matrimonio coexisten dos vertientes. Una es la del matrimonio entendido como institución (no como contrato) civil; y otra la del matrimonio sacramental católico. Creo que ambas concepciones son diferentes, puesto que la naturaleza religiosa del matrimonio sacramental católico implica el sometimiento del sacramento del matrimonio a una serie de condiciones, que no necesariamente pueden ni deben ser impuestas al matrimonio civil. El matrimonio sacramental implica que al menos uno de los dos cónyuges sea católico. El matrimonio civil bien puede darse entre dos paganos. ¿Podemos imponer a los paganos vivir de acuerdo a la forma en que concretamente nosotros los creyentes de la verdadera religión entendemos que debe vivirse? Pues no. Ahora bien, ¿podemos permitir que los paganos vivan como quieran, sin importarnos los bienes que puedan perderse en el medio? Pues tampoco. Se supone que en esto quedamos en anteriores entradas del blog.

¿Adonde quiero llegar con esto? Pues a la siguiente idea: que el matrimonio civil no esté vinculado con el sacramento religioso no significa que dejemos de tener derecho a intentar imponer una concepción de matrimonio civil acorde al camino que nos marcan nuestros postulados religiosos. La fe cristiana valora la racionalidad. Como consecuencia de ello, el cristiano tiende -o debería tender- a no estimar demasiado las instituciones carentes de sentido. Si estimamos el matrimonio civil, es porque entendemos que históricamente tiene un sentido, que es el que hemos referido. Ahora bien, como el matrimonio civil es de todos, no conviene imponer un modelo de matrimonio civil excesivamente semejo al sacramental católico. Hay que hacer una labor de ponderación de bienes y males (y es que, al aceptar que el matrimonio civil puede ser distinto del sacramental, se acepta que será peor, porque por fuerza habrá de incurrir en males en los que no incurrirá el matrimonio canónico). Bien, la cuestión es la de esclarecer qué males pueden tolerarse y qué males no pueden tolerarse en aras del interés común y del aseguramiento de unas mínimas posibilidades de subsistencia de la sociedad en la que estamos integrados.

¿Puede aceptarse el matrimonio entre persona y animal, vegetal o cosa? No, porque eso no sirve a los fines del matrimonio en absoluto, y genera graves males sociales, legitimando una actividad tan asquerosa, abominable y de mal gusto como es la zoofilia. ¿Puede aceptarse en matrimonio entre personas del mismo sexo? No, porque ni procrean ni esa clase de ambiente es deseable para la crianza de una prole humana (con independencia de quiénes la hayan procreado). ¿Puede aceptarse la poligamia, en cualquiera de sus dos versiones? No, porque aunque la poligamia hasta facilita la procreación, genera un ambiente poco propicio -promiscuidad per se con su consiguiente temor fundado de que acaezca la posible exposición de los niños a un ambiente hipersexualizado, sin contar los celos y envidias entre miembros de esta amplia comunidad matrimonial que no se aprecien mutuamente y que formen parte del mismo matrimonio polígamo solamente por el nexo de unión que suponga el cariño que le tengan a un tercero- poco propicio para la crianza de los hijos nacidos de semejante engendro; eso sin contar que puede fácilmente generar situaciones sociales muy indeseables (pues quienes no tengan suerte con el otro sexo pueden atribuir sus problemas en parte al hecho de que otros estén tan "comprometidos") y que fomenta la endogamia (se disminuye la diversidad genética). ¿Puede aceptarse el divorcio? Si, porque, pese a ser un mal y a poner en peligro de cometer adulterio (que se cometería en caso de volver a casar tras haberlo antes hecho por la Iglesia); el caso es que el matrimonio no deja de ser una institución que afecta fundamentalmente a la intimidad de los individuos, y que un matrimonio entre adúlteros no obstante puede fundar una familia bien atendida y estructurada. Aunque ese matrimonio es malo per se, debe ser aceptado en orden al respeto a la libertad de conciencia (imponerle a un pagano un matrimonio indisoluble cuando ellos no suelen creer en absoluto en la indisolubilidad es poco juicioso, en tanto que supone imponerle a la fuerza un bien que no es tan absolutamente imprescindible para la armonía ni para la coexistencia pacífica entre las distintas sensibilidades). Igual, yo estoy tentado de imponerles este bien a los paganos por mucho que, quiérase que no, la única historia del matrimonio no es la cristiana. Y en el Occidente antiguo, si bien el matrimonio era natural -entre hombre y mujer- y monógamo, admitía el divorcio. Hasta en Israel se admitía el divorcio, al igual que la poligamia. Pese a todo, en ningún sitio está escrito que tengamos que incurrir en la misma dureza de corazón que Cristo, al hablar del divorcio, denunció en nuestros padres... Vamos, que no tenemos por qué renunciar a moralizar el Derecho (hacerlo sería entregarnos de pies y manos atados a Satanás).

Todo sea dicho. El divorcio y la posibilidad de llevarlo a cabo con entera libertad puede llegar a perjudicar seriamente a la sociedad. Genera riesgos de fractura familiar masiva que deben ser contrarrestados de alguna manera. ¿Y esto cómo se consigue? Pues otorgando grandes ventajas a los matrimonios, crecientes en función del número de hijos sobre los que ningún individuo ajeno al matrimonio ostente plena patria potestad. ¿Qué clase de ventajas? Eso queda para otro capítulo... IHS

A LOS LIBERTARIOS CATÓLICOS: ¡ANTE CADA NUEVA ELECCIÓN QUE SE OS PRESENTE EN LA VIDA, ELEGID LO MÁS LIBERTARIO A LA PRIMERA OPORTUNIDAD, Y LO CATÓLICO SIEMPRE!

jueves, 28 de febrero de 2013

¡DIOS TE SALVE, BENEDICTO!

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Aprovechando los escasos minutos que quedan para que se materialice la renuncia del aun Romano Pontífice, Benedicto XVI, deseo resumir siquiera muy brevemente lo que para mi ha supuesto la figura del que pronto será Papa emérito, abandonando el ejercicio del ministerio petrino.

De Benedicto XVI he de confesar que no me sentí demasiado entusiasta en un primer momento.

Por un lado, esto era normal, dado que en el tiempo de su elección yo ni siquiera podía decir que fuera propiamente cristiano. Iba aproximándome poco a poco a la fe. Incluso podía decirse que me había aproximado ya mucho. Pero no era todavía cristiano, puesto que ni siquiera estaba bautizado. Eso sin contar que para quien llega a ser cristiano por la vía a través de la cual yo me aproximé a la creencia en Cristo, una cosa es aceptar a Éste, y otra mucho más difícil es aceptarlo junto con una denominación concreta, en este caso la católica. De mi debo confesar que primero me sentí cristiano (aunque no lo fui propiamente), pero que solo en un momento dado me llegué a considerar católico, y que el segundo paso me parece ahora visto desde retrospectiva que fue mucho más difícil que el primero. Hubo un tiempo en que Lutero, Calvino y los iconoclastas me infundieron ciertas dudas en relación con la clase de cristiano que quería ser y con la veracidad de las pretensiones de una Iglesia Católica que, pese a todo, siempre consideré la primera opción.

Por el otro lado, hemos de tener en cuenta quién fue el antecesor del hoy considerado un Papa notable. Nada más y nada menos que el beato Juan Pablo II, de quien entiendo que cometió errores durante su pontificado (¿acaso no se equivocó el mismo apóstol primado San Pedro y de modo más grave al negar a un Jesús al que él solo entre todos los Papas personalmente llegó a conocer?), pero de quien no puede negarse transmitía una imagen de sinceridad, sacrificio (pues yo lo recuerdo fundamentalmente por sus últimos meses), y abandono a Dios nuestro Padre que ya en mis días paganos se me hacía irremediablemente tierna y conmovedora.

Teniendo en cuenta todo lo antedicho es por lo que, repito, en un primer momento el pontificado de Benedicto XVI no me pareció particularmente impresionante. Y sin embargo, difícilmente podré jamás recordar con mayor afecto otros pontificados, habidos y por haber, vividos y por vivir, diferentes del de éste que al final he entendido que es un visionario (en el sentido noble de la palabra, pues es un hombre con una verdadera y vivificante visión del mundo y de la vida del hombre), y que pontificó durante los días de lo que creo que es mi maduración en la fe (incompleta, imperfecta, con aspectos en los que mi praxis deja mucho que desear...; pero maduración al fin y al cabo). Tan sencillo como que entré pagano y salgo ahora bautizado y con el deseo de procurar convertirme en un soldado de Cristo.

La primera vez que recuerdo que el Santo Padre me impresionó fue cuando la disputa con los musulmanes originada por las declaraciones de Ratisbona. Todos nos acordamos del raudal de sangre que una vez más hicieron correr por diversos países del mundo los prosélitos más fanáticos de esa ya de por si fanática e intolerante religión, que consideraron un insulto lo que al fin y al cabo no era más que una simple cita histórica (bien escogida, en el sentido de que al fin y al cabo el emperador bizantino citado no dejaba de expresar en voz alta lo que, entonces y ahora, es una verdad como una catedral). Me impresionó no por lo que dijo, sino porque no se retractó ni entonces ni nunca de lo que dijo, por más que lamentara (como es lógico) sus consecuencias. El profesor, el gran teólogo, demostró no obstante temple ante una situación que había provocado grandes tensiones entre el Islam y Occidente, que son la mitad del mundo ellos solos. Supo mantenerse fiel a la verdad de los hechos, tal como lo exige su cargo, pero impedir al tiempo que la emoción del momento generase una escalada (lo que habría sido seguirles el juego a los criminales que azuzaron a las masas sedientas de sangre) que sabe Dios qué consecuencias habría podido tener y a cuantos cristianos de los países azotados por la plaga islámica habría podido llevarse por delante. Salvó las naves y la honra. No se si lo que hizo fue lo mejor, pero si que fue digno y que me parece acorde a lo que podemos esperar de un digno sucesor de San Pedro).

La segunda vez que me impresionó fue cuando supe de un encuentro que tuvo el Santo Padre con los intelectuales de París, creo que en la Sorbona -aunque no estoy seguro-, y tuvo a bien intercambiar impresiones con ellos acerca de cuestiones candentes de la actualidad del mundo presente. En ocasiones como esas (sobre todo por la buena crítica que recibió hasta de medios que no le eran afines) quedaba demostrado hasta qué punto su "título" de gran teólogo entre los teólogos del mundo no era pura parafernalia ni epíteto vacio; sino descripción exacta de la naturaleza de su poderoso intelecto y de la personalidad de un Papa que ha ejercido de tal en todas las empresas que ha acometido. Tampoco olvido su muchas veces citada labor de limpieza general de la Iglesia en relación con la terrible expansión acaecida entre nuestras mimas filas de esa lacra pagana de la pederastia que había sido precisamente la Iglesia la que había contribuído durante siglos a desarraigar de su precedente condición, en tiempos paganos, de práctica social y aberrosexual aceptable (condición a la que por cierto me juego el cuello a que retornará la pederastia en el caso de que el coro de difamadores profesionales de la Iglesia se salgan con la suya y reduzcan al rebaño de Cristo a la irrelevancia social; en tanto que ellos la critican cuando la practica la Iglesia y de boquilla cuando la practican otros, pero luego la justifican y la ensalzan, y hasta te defienden como si tal cosa el carácter lícito de las relaciones sexuales entre personas adultas y niños de menos de diez años siempre que hata consentimiento -aunque algún día que lo haya o no dejará de importarles-, cuando es evidente que a esas edades el consentimiento sobre algo que no se comprende es irrelevante a efectos morales y debe serlo también a efectos jurídicos).

Sin embargo, no tengo la menor duda de que el episodio que más me impactó del pontificado de Benedicto XVI tuvo lugar durante una Jornada Mundial de la Juventud a la que no me apena no haber asistido en su día aunque solo sea porque eso me permite contarles lo que sigue. Tengo un buen amigo, íntimo entre mis íntimos, que es católico al igual que servidor. Ha sido criado en la religión, y la comparte, aunque es una persona de la que no diria que sea de particulares inclinaciones intelectuales. Pese a lo cual, sea todo dicho, también es una persona que se interesa y que siente curiosidad por las cosas que lo merecen; y que tiene cierto afán por aprender cosas nuevas (aunque a veces pueda costarle entenderlas del todo). En cualquier caso, se trataba de un amigo mio que también admiraba mucho a Juan Pablo II el Magno, y que sentía un tanto frio al sucesor de aquel excepcional pontífice, aunque lo respetaba. Pues este hombre me llama una mañana, estando yo en la cama todavía, y tras despertarme y coger el móvil empieza a hablarme y a farfullar de un modo tal que no consigo entender otra cosa que no sea un lastimero balbuceo. Miro el telefono y veo que es este amigo, y le hablo preguntándole por qué me llama, y que si pasa algo. Lloraba de modo tal que pueden ustedes los lectores imaginarse que me temía lo peor. Una muerte o algo en ese plan. Por fin, mi buen amigo (a quien yo tengo por hermano aunque no lo sea de sangre, junto a unos pocos escogidos más que me merecen esa consideración) se consigue calmar un poco y, en medio de sus lágrimas, entiendo que me dice que ha estado escuchando al Papa hablando a los jóvenes en Cuatro Vientos, y que nunca había oído hablar de Jesucristo de esa manera, y que era increíble vivir sin tener todos los días presentes que el dio la vida por todos nosotros, y que era muy hermoso lo que le había visto decir al Santo Padre. Así que nuestro Papa también ha demostrado ser un teólogo capaz de adaptar sus complejos pensamientos de tal modo al lenguaje de la "plebe" (pues eso somos todos -incluso los que en ocasiones demasiado frecuentes pecamos por considerarnos más listos que el resto- en comparación con Benedicto XVI -es una pena no poder decir lo mismo de nuestra casta política oligárquica dirigente-) que al transmitírselos ha ésta le ha arrancado las lágrimas.

Muchas más cosas merecería este Papa que comentase de lo que para mi ha supuesto su pontificado. Pero no me vienen ahora muchas más a la cabeza (y las que pudieron moverme a bautizarme hoy por hoy me las quedo para mi). Rezo por él, y porque sus últimos días sean dichosos, y porque su sucesor, el que de aquí al final del próximo Cónclave será nuestro Papa, sea hombre de tal talla espiritual que no se arrepienta nadie de la decisión tomada el día 11 por su antecesor. ¡Muchisimas gracias por todo, siervo de los siervos de Dios! ¡Muchísimas gracias, porque me has ayudado, no se si a salvarme, pero si a tener esperanza en que es posible alcanzar el objetivo de la salvación! ¡Y más que a nadie, gracias a Cristo providente, que ha velado por la Iglesia como ya veló por el género humano en el Huerto de los Olivos, permaneciendo despierto allí donde todos se habrían quedado dormidos, y procurándonos -cuando hemos dejado que nos inspire- unos Papas tan grandes como el que parte, que compensan con creces la iniquidad o estrechez de otros que han azotado a la Iglesian y a los hombres! Compensan esos Papas que Dios nos ha inspirado, porque las maldades de los malos Papas no son novedad en un mundo donde los paganos viven constantemente encadenados a ellas. Pero las bondades son el resplandor puro de un Espíritu de Verdad que es el que inspirándonos con su gracia nos permite escribir las únicas páginas de la Historia del mundo que no merecerán ser arrancadas de cuajo el día que el Padre de todos establezca sobre la Tierra el reino legado a su único Hijo, juzgador de la Humanidad.

Que la gracia de Dios, hoy más que nunca, sea con todos nosotros. Que Dios nos bendiga. Y que la Esposa de Cristo, reunida en el próximo Cónclave, se procure las vestimentas más resplandecientes con las que comparecer ante el que es su Marido por los siglos de los siglos. Amén.

jueves, 27 de diciembre de 2012

BREVE COMENTARIO A LA VICTORIA DE OBAMA

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Aunque este artículo tocaba haberlo escrito el mismo día 7 de noviembre, me alegro de haber tenido el blog en el congelador durante algún tiempo. Pese a que tengo no poca materia atrasada, me da la sensación de que el haber dejado correr un poco el tiempo ha tenido como consecuencia el que tomara conocimiento de sucesos que sin duda podrán contribuir a enriquecer unas entradas que, además, al no escribirse al calor del momento, tenderán a mostrarse más equilibradas por reflexionadas. En fin, procedo a exponer el tema que va a ocupar esta entrada, que merece ser comentado antes de que termine el 2012.

Ya comenté en una entrada anterior que los Estados Unidos, y de rebote el resto del mundo, se jugaban mucho en la pasada elección presidencial acontecida en ese gran país. La esencia de los Estados Unidos es la libertad, y parte de esa libertad se fundamenta profundamente en la creencia de que el poder público no debe entrometerse en nada en lo que no sea estrictamente necesario que se inmiscuya. Este noble, básico y sensato principio no siempre se ha seguido todo lo que habría sido deseable. Pero los últimos tiempos han sido testigos de como la actual Administración de Obama realmente no se conforma con no ser fiel a los mismos, sino que, precisamente en base a su infidelidad, desea borrar hasta su recuerdo de la mente y del corazón de la Unión Federal que malgobiernan.

Podría extenderme hablando acerca de los males que pueden proceder de la actual Administración. Pero el caso es que nada de lo que diga cambiará el resultado: Obama y Biden 332 Romney y Ryan 206. Y victoria contundente también en voto popular del actual inquilino de la Casa Blanca, que a ojos de los electores estadounidenses ha merecido otros cuatro años al frente del país.

Reconozco que la victoria de Obama fue mucho más holgada de lo que esperaba. Aunque le daba favorito, consideraba que Romney tenía unas posibilidades que es obvio que no tenía ni por asomo, e incluso veía probable que Romney lo derrotase en términos de voto popular. No lo hizo. Y, sin embargo, no me sorprenden los resultados.

¿Por qué digo que no me sorprenden? Las razones son varias. Una de ellas es el candidato. Sin duda alguna, es fácil decir ahora que Romney era un candidato débil. Pero lo cierto es que eso no quita que en efecto lo era. No por su desempeño, que fue mejor del esperado (nadie habría pensado que pudiera ganarle como lo hizo el primer debate a Obama). Sino por su propia naturaleza. Romney ha sido la demostración de que en Estados Unidos la doctrina del mal menor (tan lesiva para la calidad de la democracia, e incluso para la democracia misma) no ha cuajado nada en absoluto. El ciudadano busca un candidato que lo estimule, y no que se limite a ser menos malo que el otro. Romney no era particularmente estimulante (a la gente no le estimula un niño bien al que se percibe a años luz de las preocupaciones de la gente de la calle), y había cambiado demasiadas veces de posición como para que se concediera particular crédito a los posicionamientos más radicales con que en las últimas semanas de campaña intentó ganarse a las bases republicanas y, en concreto, a los simpatizantes del movimiento Tea Party. Esto ya es malo. Pero lo que más daño hizo a Romney, seguramente, fue su religión. La religión mormona es un credo increíblemente chorra, que a la mayoría le genera risa, pero que a muchos (especialmente cristianos convencidos, católicos o protestantes, de entre los que forman la base electoral republicana) les produce profunda repulsión, caso de un servidor. La suficiente como para no votar a un candidato mormón ni siquiera si su contrincante es el igualmente pagano presidente Barack Hussein Obama (ese no es mi caso, yo, a pesar de la profunda repulsión que me produce el culto pagano de los mormones, si habría votado a Romney).

Realmente, a tenor de los resultados electorales, me parece evidente que si se hubiese presentado como candidato a alguien que no fuese mormón y que estuviese más en sintonía con las bases republicanas (desde luego, a alguien que no hubiese jamás aprobado como gobernador de Massachusetts una especie de anticipo de la reforma sanitaria obamita), seguramente la elección hubiese resultado mucho más competitiva. Aun así, no voy a mentir: a la vista de los cambios demográficos que están teniendo lugar en los Estados Unidos, incluso un Ronald Reagan habría tenido dificultades serias para alzarse con la victoria sobre el actual presidente. Esa es una de las enseñanzas que se sacan de las últimas elecciones. No se llega a ningún lado autolimitando la propia base electoral a la decreciente mayoría blanca. Así que solo quedan dos opciones: convencer a esa declinante mayoría de ponerse manos a la obra y tener un mayor número de hijos que preserve su condición mayoritaria, o intentar abrirse camino entre las minorías. Yo aconsejaría optar por los dos caminos. El actual Partido Republicano no opta por ninguno.

El mayor error de la campaña electoral republicana para mi ha sido evidente. Se ha enfocado con vistas a la derrota de Obama y de todo lo que este y el actual Partido Demócrata representan; más que por la victoria de una alternativa diferente al mero retorno a la situación previa al mandato del actual presidente.

O eso se cambia, o nos cambia Obama. Continuará...

domingo, 18 de noviembre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (2ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

¿Qué relación debe existir entre la política y la religión? ¿Deben los creyentes de una confesión -más concretamente, los cristianos en su versión católica ortodoxa- participar activamente en las disputas políticas? Y si este es el caso, ¿cómo deben canalizar esa participación? ¿Deben dejar que sus acciones políticas vayan guiadas por los principios que les dicta su conciencia, inevitablemente marcados por la concepción religiosa a la que se adscriban? ¿O deben, por el contrario, procurar gobernar sin justificarse nunca en los dictados de su propia conciencia, y atendiendo solo a lo que el común de la población identifique como "bien común de la sociedad", o incluso solo a la voluntad de ésta, independientemente de toda mínima consideración moral -hasta de moral "pactada" o "sincrética"-?

En verdad, yo creo que en la presente cuestión se contiene la clave de lo que, según mi personal perspectiva, debería ser la relación existente entre la política y la religión. Pero es una cuestión densa, y antes de intentar abordarla, creo que puede resultar conveniente hacer mención de mis ideas acerca del confesionalismo estatal. Para evitar así malas interpretaciones de mi pensamiento, en una u otra dirección.

Sinceramente, siempre he creído que el confesionalismo, sin ser necesariamente monstruoso (no debe confundirse el confesionalismo con la teocracia -gobierno a cargo del estamento religioso en el que las funciones religiosas y civiles se ejecen juntas e incluso se confunden, no pudiendo distinguirse unas de otras-, y ni siquiera con la hierocracia -las funciones civiles y religiosas se ejercen por separado, pero el Estado es confesional, sobreponiéndose en la práctica el estamento religioso al civil, que necesita de aquel para legitimarse-), como defienden algunos católicos excesivamente influenciados por las modas pasajeras del mundo, es innecesario y tendencialmente contraproducente. Ahora bien, como católico, es mi obligación creer en todo lo que forma parte de mi fe, y no solo en lo que a mi me de la gana. Esto es un todo del que no puede separarse ninguna parte (para que se me entienda bien, no se puede ser católico y al mismo tiempo pretender creer solo en nueve de los Diez Mandamientos). Así pues, yo creo en el deber de rendir pleitesía a Cristo en todos los ámbitos de la realidad, tanto desde una perspectiva individual como a nivel social, siendo como es Jesucristo el Señor de todos los hombres y de las naciones que éstos construyen sobre la Tierra. Lo que no creo es que la confesionalidad de los Estados sea el mejor modo de cumplir con ese deber inherente a la condicion de cristiano.

Creo en la democracia, y creo en el catolicismo, pero mi fe en mi religión es incomparablemente mayor que la fe que pueda tener en una forma concreta de organización política, por más que ésta me guste, caso de la democracia (sobre cuyos requisitos fundamentales -o al menos los que yo creo que debe cumplir- ya he hablado en entradas anteriores). Creo que la Historia del mundo todavía no ha visto nacer una democracia inspirada en principios cristianos y consecuente con los mismos. Y creo que el camino para conseguir algo como esto -que entiendo que sería muy deseable y beneficioso para los hombres- no pasa por la confesionalidad del Estado. Entre otras cosas, porque desde mi punto de vista la confesionalidad de un Estado difícilmente puede casar bien con su organización democrática.

Una de las razones por las que creo en la democracia, es porque creo que, al ser la única forma de gobierno en cuyo seno los gobernados realmente pueden influir en la manera en que se les gobierna, es la única forma de gobierno respetuosa con la dignidad inherente a todos los hombres, puesto que, aunque puede deformarse fácilmente y optar por tiranizar a éstos y tratarlos como a niños al imponerles sujección a mandatos absurdos, también puede no hacerlo. Las demás formas de gobierno, al tratarnos de ineptos e incapaces que no merecen influir de ninguna manera, ni siquiera tangencial, en la forma en que se les gobierna, inevitablemente incurren en semejante comportamiento respecto de los gobernados, cuya dignidad se ve rebajada. Creo en la democracia, porque todos los gobiernos se equivocan, pero la democracia permite que por lo menos las equivocaciones corran de nuestra propia cuenta, y no sean consecuencia del capricho de un soberano (lo que, según se mire, es una solución más respetuosa con nuestra dignidad, pero que a la vez hace a la mayoría dominante en cada momento más responsable de los errores colectivos, tanto ante Dios como ante los hombres).

Quienes hayan estudiado algo acerca de éstas cosas ya sabrán que el confesionalismo puede ser formal o material. El confesionalismo formal no vale más que para hacer el paripé. Se dice profesar determinada religión, pero el Estado no liga a dicha religión la producción normativa, luego se pueden perfectamente promulgar leyes que sean contrarias a los principios de la religión que se supone "profesa" el Estado, lo que, entre otras consecuencias negativas, tiene la de que el Estado se instale en la hipocresía. El confesionalismo material, que impone la sujección de las normas jurídicas a los principios y valores de la religión que profesa el Estado, es más coherente. Pero me chirría por una simple razón: implica la supresión del derecho a cometer lo que, según el punto de vista de la religión que adoptemos como oficial, es una equivocación. Y crea problemas de no poca importancia. Por ejemplo: ¿Puede asumir un pagano el poder en un Estado confesional católico?

Unos dicen que si, y otros que no. La opción más coherente con la naturaleza confesional del Estado es la primera, porque no tiene mucho sentido que los máximos mandatarios, por ejemplo, de un Estado católico sean paganos y recen un molinillo de oraciones budista o asistan a las celebraciones del predicador pentecostal de turno. El problema que plantearía el Estado confesional material así considerado es que impedir a un hombre acceder a un cargo por razón de religión (siempre y cuando se trate de una confesión tolerable, y que por ende deba ser tolarada por el Estado) es incompatible con la democracia. Fundamentalmente porque negarle a un hombre el derecho a acceder a los puestos de poder desde los que defender sus propias convicciones políticas y sociales únicamente en base al hecho de que profesa una religión diferente de la del Estado o no profesa ninguna es incurrir en flagrante discriminación.

Ahora bien, supongamos que se permite a los paganos y a los judíos, herejes y cismáticos acceder a los cargos públicos en igualdad de condiciones respecto de los católicos en el seno de un Estado confesional material católico. Eso no soluciona nada, puesto que también es una evidente discriminación pretender que un pagano pueda acceder a los puestos de poder, pero al mismo tiempo pretender que no puede gobernar de acuerdo con sus propios criterios, y que haga en todas las cosas como a la Iglesia le parezca correcto. Además, seamos sinceros, el confesionalismo material llama a la violencia, sea a corto, a medio o a largo plazo, porque difícilmente hombres que aprecien en algo su propia dignidad aceptarían someterse pacíficamente a semejante rasero. Y para que se vea hasta qué punto la idea no es peregrina, pondré de ejemplo a los propios católicos. Los católicos solemos quejarnos, con gran razón, del trato discriminatorio que sufrimos a manos de los enemigos de la fe. Pero muchos católicos parece que no tendrían problemas en darle el mismo trato a cualquiera que no profese la verdadera religión. ¿Donde queda el amar al prójimo como a nosotros mismos? Creo que esa es una sentencia de los Evangelios de la que nunca nos hemos acordado como corresponde. No basta con no perseguir como escoria a los herejes y a los paganos al estilo musulmán o al de la Inquisición de otros tiempos. Creo que un católico debe demostrar que de verdad respeta a esa gente igual que se respeta a si mismo (lo que no implica respetar sus falsas doctrinas, que detestamos, del mismo modo para nada en que respetamos a la religión de Jesús, por la que hemos conocido la Verdad). A ningún católico le gustaría quedar excluído de las magistraturas, ni que en caso de poder acceder a ellas se le obligase a gobernar de acuerdo con principios herejes o paganos que informaran la legislación de un hipotético Estado confesional pagano. Con la diferencia de que los católicos -y los cristianos en general- tenemos más o menos bien aprehendida la noción de mansedumbre y de aprender a poner la otra mejilla. Mientras que incluso entre los paganos proclives a dirimir sus diferencias de manera pacífica, eso no pasa de ser una opción moral de validez relativa y controvertible (imaginaos entonces lo que pensarán de este concepto los paganos más alejados de los patrones de conducta cristianos). No es un mandamiento moral de validez absoluta, intemporal y universal. En definitiva, que para ellos es una actitud que, en la mayoría de los casos, puede abandonarse sin particular menoscabo de nada que haya que abstenerse a toda costa de menoscabar.

¿Significa todo lo antedicho que acaso los católicos debemos permanecer inertes ante la deriva anticatólica de los Estados que antaño conformaron la Cristiandad? ¿Quiere decir acaso que debemos de abstenernos de ejecutar una agenda legislativa de acendrado carácter católico en nombre del derecho de los paganos a ser tratados igual que nos gustaría ser tratados a nosotros mismos?

¡De ningún modo! Eso no puede ser, porque implicaría abstenernos de comportarnos de acuerdo a los principios de nuestra propia religión, que nos ordenan luchar a través de medios moralmente lícitos por conseguir que Jesucristo reciba la adoración que le corresponde, tanto a nivel individual como social. Así que quedan respondidas las preguntas con las que se abrió el post. La religión de Dios, y esto los paganos lo deben de entender, no es cosa que solo se practique dentro de las cuatro paredes que delimitan el recinto de las iglesias, ni en el interior de nuestros hogares al calor del entorno familiar. ¡Y una mierda! La religión de Dios fue predicada por Éste mismo encarnado precisamente para que se expandiese por toda la Tierra. Pero el mismo Dios nos alertó de que muchos no querrían que fuese así, y de que entre esos estarían a menudo los señores de las naciones, que utilizarían su poder para prevenir la expansión de la fe mediante su persecución, y mediante la promoción entre los hombres del mal, en forma de pecado contra los hombres y de blasfemia contra el Señor. Aquellos entre los paganos que se consideran en guerra perpétua contra Jesucristo querrían que nos olvidásemos de que Él es nuestro Rey y Dios nada más cruzamos las puertas de nuestra casa para salir a la calle a relacionarnos con nuestros semejantes. Sin embargo, nosotros no nos podemos permitir el lujo de hacer lo que los paganos querrían que hiciéramos, ni de dejarnos intimidar por la violencia (física o normativa, es igual) que puedan desplegar en nuestra contra caso de no seguir sus descarriadas indicaciones.


A los creyentes en el Verbo de Dios nos corresponde hacer todo lo contrario. Entre otras cosas, nos corresponde llevar a cabo un proyecto político de calado que implique transformaciones políticas profundas en la dirección que a nosotros nos interesa, que es la de la senda que marca la fe de Dios. Nuestro objeto al hacer esto ha de ser la consecución de tres objetivos irrenunciables: acceder al poder (pues si no lo ocupamos nosotros mismos lo ocupará cualquer otro, y si ese otro es un enemigo profesional acérrimo de la fe católica, nos exponemos a persecución física o normativa, riesgo que nos corresponde evitar por nuestro propio bien y el de los que tenemos a nuestro cargo), bregar en pro de políticas que humanicen el mundo, haciendo prevalecer en este la Ciudad de Dios, y conseguir por éstos medios crear un clima propicio a la conversión voluntaria de los paganos, que es la única que puede servirles a ellos y a nosotros de algo.

De este modo, nos encontramos con que tenemos por delante un gran desafío. Hacer política -y, en su caso, gobernar- respetando esa misma fe y sus mandamientos, que nos ordenan amar y respetar a los paganos. Lo que debe implicar que sepamos a un tiempo dejar de lado todo complejo y, en caso de ganar las elecciones, gobernar haciendo lo que se espera de un gobernante cristiano (prohibir el aborto, institucionalizar un matrimonio civil acorde al natural, proscribir la eutanasia, defender el derecho de los padres a educar a sus hijos en la fe, etc.); y evitar acto alguno que los discrimine respecto de nosotros mismos, o gesto de cualquier clase que haga sentirse innecesariamente menospreciados incluso a los paganos que para con nosotros muestran tolerancia y para con no pocas de nuestras ideas acuerdo cuasi pleno (nunca será pleno del todo porque nunca habrá acuerdo en el fundamento último de nuestra por lo demás aparentemente idéntica postura).

Para conseguir una cosa como ésta, o aunque solo sea aspirar a hacerlo, lo que necesitamos es organizarnos. Los católicos necesitamos organizarnos políticamente asumiendo la posición separada y desigual (por mejor informada) de que Jesucristo, el único Dios, nos ha dotado respecto de los paganos, judios, herejes y cismáticos. Eso, hablando en cristiano, implica actuar en el terreno de lo público por separado de todo el que no profese nuestra misma religión, sin importar la posible comunión de objetivos prácticos. No importa que queramos lo mismo. Hemos también de quererlo por las mismas razones. Los católicos deben formar partidos políticos abiertos solo a católicos, excluyendo a todos los que no lo sean de un modo comprometido (se debe exigir un catolicismo practicante, leal a los principios innegociables, pues otra cosa, por más que el individuo que la profese esté bautizado y se proclame nuestro correligionario, no es catolicismo). Esto responde a la pregunta de si debemos o no limitarnos a defender nuestras ideas apelando únicamente a ideas morales "universales" o recurriendo directamente a argumentar desde nuestra fe. Pregunta que reviste no poco interés, dado el alto número de católicos practicantes que procuran abstenerse de hacer mención a la religión a la hora de defender sus posturas morales, y que insisten siempre en que nuestras ideas las comparten personas que no son cristianas, como si necesitáramos el aval de otro que no sea Cristo para creer en la doctrina que profesamos. Insisto en no debemos aparcar a Jesucristo en un rincón del desván, sino todo lo contrario, enarbolarlo como nuestro más poderoso estandarte, pues nuestras ideas no pueden tener mayor valedor.

Por cierto, que no es preciso que todos los católicos estemos unidos en la misma formación política. Entre correligionarios pueden existir lícitas diferencias que hagan imposible viajar todos en el mismo barco. El acuerdo en torno de los principios innegociables no excluye el desacuerdo en todo lo demás, esto es, en los aspectos puramente políticos de la lucha pública. Hay católicos conservadores, hay católicos tradicionalistas (en lo político además de en lo moral), hay católicos partidarios del liberalismo económico, y hay católicos preocupados por lo social (que no socialistas, porque no es compatible el catolicismo y el socialismo, doctrina atea y materialista) y partidarios por ende de la intervención de la economía y de la regulación de los mercados. Yo mismo me defino como libertario, así que poco puedo tener en común en lo político con la mayoría de los católicos antes mencionados.

Ahora bien, tengo en común con ellos lo más importante de todo: nuestra fe en Jesucristo. Y eso significa que, igual que colaboraría con paganos, judíos, herejes y cismáticos aunque sin mezclarme ni confundirme políticamente con ellos, para conseguir un propósito común; la colaboración entre católicos debe estar a la orden del día. Podemos tener grandes diferencias, pero más grande es lo que nos une. Debemos estar permanentemente dispuestos a la colaboración (incluso en materia de coaliciones electorales), y nunca dejar que florezcan asperezas en el trato que haya entre nosotros.

Sobre todo, es necesario insistir en que los católicos tenemos derecho a hacer todo lo que aquí se propone. Tanto desde el punto de vista de la moral católica como del ordenamiento jurídico civil puramente humano. A posturas como las que yo defiendo aquí públicamente se les suele objetar que quebrantan el principio de separación entre Iglesia y Estado, que es la madre del cordero de la democracia, que resulta imposible sin éste (una de las razones por las que el confesionalismo, incluso católico, me parece tan sumamente inconveniente, es que contraviene la separación entre Iglesia y Estado). Eso no es así. La postura que yo defiendo es dualista, en el sentido de que entiende que los ámbitos espirituales y terrenos son distintos (a diferencia del monismo, cuyo punto de expresión culminante es la maléfica religión del Islam, según la cual no hay distinción ninguna entre el ámbito de lo religioso y de civil, dado que todo forma parte del ámbito religioso). Y además es compatible con la idea evangélica de que "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". La única diferencia entre nuestra concepción de la separación de poderes y la concepción, más que de separación, de enfrentamiento contra los poderes religiosos cristianos (y, más concretamente, contra la Iglesia Católica Apostólica y Romana), está en el hecho de que nosotros respetamos al César en tanto que hombre, y al mismo tiempo nos negamos a tenerlo por cosa otra que no sea ser nuestro igual. En ese sentido, y en tanto que hombre, el César, servidor público, tiene derecho a profesar una religión, igual que otra persona cualquiera, y a desempeñarse como servidor de todos en el modo en que él mejor sepa, promoviendo para ello lo que buenamente crea que redundará en el bien de toda la comunidad, que sin duda será aquello que su religión o creencias trascendentales le impulsen a valorar como bueno para todos los seres humanos o al menos para la comunidad sobre la que gobierna. Desde una perspectiva católica, la Iglesia no puede pretender pasar por encima del César, ni el César entrometerse en los asuntos de la Iglesia. Pero lo que al César no se le puede negar ni la Iglesia puede dejar de acoger como una buena noticia es que libremente el César decida profesar la fe cristiana católica ortodoxa y se conduzca en términos políticos del modo más acorde posible a la misma.

Ahora bien, ni la religión puede pretender practicarse sin ninguna clase de limitación (fundamentalmente, porque no todas las religiones son iguales, y algunas de ellas parten de presupuestos tales que resulta una quimera aspirar a una convivencia pacífica y armómica con ellas); ni el César puede por tanto actuar de cualquier modo y de acuerdo a cualquier postulado trascendente -o con pretensiones de trascendencia- en el que decida libremente creer. Por de pronto, el César no puede adscribirse a postulados tales que lo conviertan en un peligro público ambulante para quienes no participen de su punto de vista, tanto político como religioso, arreligioso o antirreligioso. Así pues, no es posible que el César sea comunista, y persiga la propiedad, ni que sea nazi y persiga a los hijos de Israel y a los gitanos, ni que sea musulmán, y haga la vida imposible y procure la muerte o la humillación de todos los que no profesen la vergonzosa religión del falso profeta Mahoma. Tiene que haber unos límites. Y esos límites tienen que ser los que imponga la sociedad, y tienen que ser límites políticos.

Así pues, en democracia -y de eso estamos tratando, de cómo debería articularse una democracia de cuño católico, y no ninguna otra clase de régimen político- los católicos no deben imponer la observancia por parte de los poderes públicos de la fe cristiana amparados en motivos religiosos (esto es, deben abstenerse de implantar ninguna clase de confesionalismo material -y también formal, para, como vimos antes, evitar hipocresías-). Pero buenamente pueden y deben imponer sus puntos de vista políticamente, solo que a través de medios políticos (da igual que el Estado no sea confesional, igualmente puede y debe imponer en su Constitución la observancia positiva de preceptos cristianos, tales como el respeto a la vida o al matrimonio natural, etc.). De hecho, no solo los católicos pueden y deben por medio de medios políticos impulsar e imponer sus ideas, sino que también por medios políticos pueden y deben obstaculizar a quienes pretendan atacar la vigencia de esos valores morales absolutos y universales en los que creemos impulsados por nuestra propia naturaleza (que a su vez gana ese impulso -que de otro modo podemos perder por completo, convirtiéndonos en perfectos esclavos del pecado y de Satanás- mediante la profesión de la verdadera religión).

¿Y cómo podemos obstaculizar el mal que otros quieran hacer valiéndose de peregrinos y temporales cambios en el estado de ánimo del pueblo? Pues mediante las Constituciones, cúspides de los ordenamientos jurídicos positivos de las naciones civilizadas. Imponiendo a nivel constitucional, tan pormenorizadamente como lo exija la situación, la vigencia forzosa de ciertos principios en los que nosotros creemos, animados por nuestra fe (y en los que sin duda otros muchos creerán, aunque no sea animados por la verdadera religión). ¿Son esos todos los principios cristianos? No, y aquí recurro a las ideas de Santo Tomás de Aquino, cuando hacía referencia al hecho de que, si bien todo el Derecho debe ser moral (lo que para nosotros significa que no debe contradecir los principios cristianos), no debe imponerse la observancia de toda la moral recurriendo al Derecho. Generalmente, los mismos cristianos que se postulan a favor de la imposición del confesionalismo estatal son los mismos que consideran que el Estado tiene que hacer de sus ciudadanos -que ellos tratan más bien de súbditos necesitados de "su" tutela- santos de Dios, imponiéndoles a la fuerza, si es preciso, la observancia de todas las virtudes y el alejamiento de todos los pecados. Si por ellos fuera, se suprimiría el divorcio y se perseguiría criminalmente el adulterio. ¿Acaso pretendo yo eso?

¡No, no lo pretendo! Y no porque no repudie el divorcio, contra el que nos previene Jesús, dejándonos claro que no podemos disolver lo unido por Dios y que volver a casar no habiendo la muerte disuelto un matrimonio anterior implica cometer adulterio. Sino porque contra el divorcio de los paganos hemos de emplear la predicación de los creyentes de Jesús. Tampoco es que me de igual el adulterio, que es una traición terrible de la confianza del cónyuge contra el que se comete, y un acto ingrato a Dios y merecedor de su más inapelable sentencia. Lo que sucede es que yo creo que contra el adulterio se deben emplear otra clase de armas (Ej.: en vez de prisión, el adulterio debería comportar consecuencias juríricas negativas en caso de divorcio, tales como desventajas patrimoniales o en orden a la custodia sobre los hijos).

La razón fundamental por la que me niego a aceptar los planteamientos de aquellos que aspiran a juridificar positivamente la observancia de toda la moral revelada por Dios es que, aunque a mi me interesa la salvación de todos -no solo, aunque si primariamente, la mia-, no puedo pretender tutelar a los paganos hasta el punto de imponérles a la fuerza los comportamientos que llevan a ella, ni encarcelarlos si no son buenos. Si empezamos así, tendremos que meter en la cárcel a cualquiera que pudiendo hacerlo sin sufrir el menor menoscabo económico no le compre un bocata a un mendigo hambriento en la calle, o que sea antipático, o que le falte al respeto en una conversación en su casa a los padres, o que le silbe a una mujer por la calle y le suelte ordinarieces, o que se masturbe pensando en una joven y guapa profesora o en una compañera de clase, o que blasfeme en su casa porque se pilla los dedos contra una puerta, o que increpe a una monja en la calle y se burle del voto de celibato, o que mantenga relaciones prematrimoniales, o que mienta a sus padres por que le da miedo confesar que él fue el que ha roto un espejo (porque todo eso está mal, no tanto como el adulterio, pero está mal). En definitiva, que acabaríamos volviéndonos locos, porque nos propondríamos algo que no podemos conseguir, y además nos rebajaríamos al nivel de Maquiavelo al actuar como si el fin justificase los medios.

Nosotros, los cristianos, sabemos que no podemos dejar rienda suelta a los paganos para que hagan cualquier barbaridad, amparados en su libertad religiosa para no profesar la fe cristiana y si profesar en cambio cualquier otra doctrina (más o menos falsa o deleznable según los casos, pero siempre inferior a la de la Iglesia, única enteramente verdadera). Pero para conseguir esto no necesitamos obligarles a vivir como cristianos sin serlo (de hecho, eso es contraproducente, dado que les crearía -como les creó en el pasado- sensación de opresión y haría menos probable la circuncisión del corazón a la que necesitan someterse para pasar a ser cristianos católicos ortodoxos y poder beneficiarse de los efectos salvíficos del sacrificio que por ellos hizo nuestro Señor, Dios y Redentor Jesucristo). Basta con impedir todas aquellas atrocidades (aborto, eutanasia activa, homonomio y demás aberraciones a las que últimamente tanto se han aficionado cierta clase de paganos) que, además de ser objetivamente malas -lo que no cambiaría incluso aunque las aceptase sin chistar toda la Humanidad-, ponen en riesgo nuestra convivencia. En el sentido de que uno, ante un mal olor puede taparse la nariz un tiempo, pero ante los peores malos olores esto resulta imposible, lo que obliga a erradicarlos o a morir, esto es, a enfocar nuestra relación con los paganos más beligerantes en términos de "O ellos o nosotros". Circunstancias en las que es muy fácil incurrir en el exceso y que paguen justos por pecadores.

Ahora bien, una cosa se tiene que tener en cuenta, y es que el empleo de medios políticos debe tener límites. Aunque los valores morales en que creemos son inmutables, y su validez no dependen de las creencias populares, ni siquiera los mejores valores vale la pena que sean impuestos a toda costa a quienes no quieren beneficiarse de ellos. Para que se me entienda, no considero nunca conveniente -aunque sería un mecanismo puramente político que no comprometería la separación entre las esferas de lo terreno y de lo espiritual- la imposición de cláusulas pétreas, o de intangibilidad (preceptos irreformables de la propia Constitución, que son siempre válidos y que no se pueden reformar). Las razones que me mueven a ellos son dos: primero, que si una gran mayoría del pueblo se separa de la doctrina de la Verdad y en su ceguera desea liberarse de la legítima sujeción a un valor objetivamente positivo, lo hará, y que si existen cláusulas pétreas lo hará mandando al cuerno la Constitución entera (lo que significa que todo lo bueno que ésta contuviera se iría por el sumidero, mientras que en otro caso sería posible conservarlo y emplearlo para reconquistar el terreno perdido); y segundo, que no hay razón para impedir que un pueblo que desea despeñarse se despeñe, mientras no obligue a que la minoría que permanezca fiel a la Verdad se despeñe junto con ellos (y es que si se nos obliga a actuar contra nuestra conciencia lo que sucede es que ya de hecho la democracia ha muerto, porque para que sobreviva es necesario que los polos opuestos establezcan una mínima convivencia y que exista una aceptación mutua; puesto que si ésta desaparece se imposibilita la democracia, facultando a quien quiera hacerlo para imponer formas distintas de Gobierno, incluso autoritarias y represivas -nunca totalitarias-, para así hacer posible su supervivencia y evitar que él y los suyos caigan en manos de quienes, enceguecidos por el odio, los asedian para darles muerte a ellos o a su forma de vida por todos los medios).

Sin duda alguna, mi negativa a aceptar cláusulas pétreas implica la posibilidad de que ciertas verdades y deberes humanos sean obviados por el Derecho positivo. Pero busca aminorar la probabilidad de que con una verdad cuestionada caigan el resto, facilitándose el retardamiento de los procesos de putrefacción moral de la sociedad, y facilitándose correlativamente la reacción de restauración de la Verdad que, renovada, ponga fin a tan odiosos procesos y restablezca el mayor ajuste posible del accionar humano a la Justicia divina. Creo que el fin es noble y que el argumento es razonable, y que esto hace digna de ser compartida mi posición.

Último aspecto al que hago mención es el de la importancia que le atribuyo a reclamar las raíces de toda buena obra que se hace, que para los católicos son las de la doctrina divina revelada por Jesucristo a su Iglesia. En ese sentido, dejo bien claro que el legislador católico ha de abstenerse de hacer manar a la fuerza el Derecho de la religión verdadera, pero nunca debe tener miedo de confesar que sobre ella él, al legislar, cimenta todo lo que construye, ni de que conste así por escrito (incluso en los textos normativos). Si tú al principio de una Constitución católica haces constar que estableces un Estado aconfesional, pero al mismo tiempo señalas abierta y públicamente que todo lo que estableces viene inspirado por tu fe en Jesucristo y en su única Iglesia, no solo no haces ningún mal ni quebrantas la separación entre la Iglesia y el Estado, sino que además haces lo que debes, porque dejando constancia de en qué te inspiras obligas a que se te interprete conforme a la fuente de la que tú mismo confiesas que mana tu pensamiento. Obligas a que las normas que has creado se interpreten cristianamente, como tú mismo lo hacías (evitando así que se falsee tu voluntad, cosa que los odiadores profesionales de Cristo han demostrado estar dispuestos a hacer a la mínima oportunidad), pero no obligas a que los paganos que el día de mañana pudieran crear normas lo hagan obligatoriamente de acuerdo a los postulados de la única religión verdadera.

En fin, termino la entrada del presente post confiado en que este largo artículo habrá servido para que se entienda el punto de vista que servidor defiende en relación con el apasionante tema de la relación entre la política y la religión; y para alejar los miedos que a menudo asolan a tantos que recelan de las intenciones de quienes cuestionan la manera tan deficiente en que hoy en día dicha relación está comprendida en nuestro decadente mundo. Envío un fuerte y sentido abrazo a todos los lectores, independientemente de su religión, y solicito igual para cristianos y paganos la bendición de Jesucristo, de su Santa Madre la Virgen María y de los ángeles, los profetas y los santos del Señor; que, lo sepan o no, es la única que de verdad puede aportarles algo útil en esta vida y prepararles para aceptar a Jesús o perfeccionar esa supuesta aceptación en la medida necesaria para beneficiarse de la Gloria de la Resurrección y de la eterna vida que nos concederá nuestro Padre de manera subsiguiente al Juicio Final y a la Sentencia Inapelable emitida por su único Hijo. IHS

martes, 16 de octubre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (1ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Hace no mucho, los católicos que en todo el mundo seguimos la campaña electoral estadounidense nos regalamos los oidos escuchando a Paul Ryan, candidato republicano a la Vicepresidencia de los EEUU, espetarle a Joe Biden -actual Vicepresidente y segundo de Obama- que no concibe cómo las creencias religiosas pueden situarse al margen del hacer terrenal de los cargos públicos políticos electos. Respondía así a Biden, quien justo antes defendía ser un católico coherente (él es de familia católica y sostiene profesar la religión católica), dando a entender que las políticas patrocinadas por la Administración Obama en relación con el aborto, el lobby de la otra acera y la ideología de género (que son totalmente opuestas a la doctrina que la Iglesia ha enseñado desde hace casi dos milenios) no obedecen a que él personalmente crea que el aborto, la homosexualidad ni el feminismo sean buenos.

Según sostiene el Vicepresidente de los EEUU, su apoyo a las políticas de su Presidente se debe a que él cree que, por fuertes que sean nuestras creencias -en este caso, sus supuestas creencias católicas-, no podemos considerarnos tan absolutamente infalibles como para que dicha creencia en nuestra propia infalibilidad nos anime a imponer nuestras creencias al resto de seres humanos. Razón por la que, lejos de maniobrar políticamente para promocionar nuestras ideas, debemos abstenernos de hacer nada que implique obligar coactivamente al resto de la colectividad a comportarse de acuerdo a las mismas. En resumidas cuentas, que Biden se pretende un católico devoto -lo que, a menos que me hayan informado mal, implica estar absolutamente en contra de toda clase de permisividad hacia todas estas viejas aberraciones que han tomado nuevo impulso en el siglo XXI-, y a la vez declara públicamente que considera que a un cargo público católico debe abstraerse de su fe religiosa a la hora de ejercer sus poderes. Dicho de otro modo, sostiene que la religión es cosa que cada cual practica en su casa, y de la que tenemos que olvidarnos si hacemos política, porque en caso de plantear nuestras políticas desde una perspectiva religiosa, y de, por tanto, legalizar lo que nuestra fe permite y plantearnos proscribir en cambio lo que ésta no tolera; incurriríamos en una invasión del espacio público, y nos entrometeríamos en un grado inadmisible en la vida privada de los particulares, a los que obligaríamos a comportarse de acuerdo a los postulados de nuestra religión incluso en el caso de que no fuesen ellos mismos fieles de nuestro propio culto.

La cosa podría tener gracia por dos razones. La primera es que, si de verdad Joe Biden es católico, entonces cree que el aborto es, por lo menos, un homicidio (porque en el pensamiento del católico no tienen cabida artificiales diferencias introducidas por hombres engreídos según los que el valor de la vida humana dependiente de la madre es inferior al de la vida humana independiente). Lo que significa que, si considera que el aborto no debe ser punible, tampoco debería considerar perseguibles criminalmente el infanticidio o el homicidio, puesto que idéntica intromisión del Estado en la vida de los particulares es la que les impìde atentar contra la vida de un nasciturus como la que les impide acabar con la de un niño ya nacido o la de un hombre adulto. En verdad, si se toma en serio el argumento de Biden, es evidente que no cabe defender la existencia de Códigos Penales, y ni siquiera la de norma jurídica alguna de Derecho imperativo, puesto que en el momento en que se le impone a alguien abstenerse de hacer algo que no cree que esté moralmente obligado a dejar de hacer se puede decir que se está vulnerando su derecho a la libertad de conciencia. Eso es así siempre, se prohiba lo que se prohiba. Y a nadie en su sano juicio se le ocurriría solicitar que se dejase de punir el homicidio. Así pues, ¿qué problema plantea el aborto? Sobre eso volveremos después.

La segunda razón es que, pese a que el Vicepresidente sostiene que no podemos invadir la libertad de conciencia de las mujeres que decidan abortar, y que el Gobierno del que él forma parte tiene como principio fundamental el de "vivir y dejar vivir", sin imponer las propias convicciones; lo cierto es que la Administración del actual Presidente, Barack Hussein Obama, de quien Biden es segundo, si que se considera con derecho -como bien le recordó Ryan- a intervenir en la vida de ciertos ciudadanos, a los que parece que si puede imponérseles actuaciones contrarias a sus parámetros éticos. Efectivamente, la actual Administración Obama lleva tiempo limpiándose el pandero con el contenido de la Primera Enmienda, que protege, entre otras, la libertad de religión. La Secretaría de Sanidad ha hecho sacar adelante reglamentos de desarrollo a la celebérrima ley de Reforma Sanitaria que obligan a los católicos a actuar en contra de sus propias y más trascendentales creencias y del sagrado dictado de su conciencia al garantizar -primero directamente y ahora de forma indirecta, lo que llama menos la atención, pero viene a tener los mismos efectos prácticos- la provisión de seguros médicos para sus empleados que costeen prácticas que la religión católica considera abyectas e inmorales, como sucede con las prácticas abortivas y con las anticoncepceptivas. Los empleadores católicos sufragarán obligatoriamente la expansión de un modo de vida radicalmente contrario a las enseñanzas de los Santos Evangelios.

Pero en realidad nada de esto es gracioso. Porque Joe Biden es el Vicepresidente de la segunda mayor potencia del mundo. Y porque es ofensa muy seria aquella por medio de la cual atenta contra nuestra dignidad. Pues su Administración ha decidido hacer algo que en Europa ha sido durante mucho tiempo el pan nuestro de cada día y jamás se ha terminado de desterrar, pero que en los Estados Unidos nunca se había visto. El César ha ordenado a los creyentes cristianos que le escupamos en la cara al mismo Dios. Ocurrencia propia de un majadero, por cuanto que sus efectos dañinos para la convivencia pacífica a largo plazo son potencialmente incalculables. Así es, puesto que supone un precedente que intranquilizará, y con razón, a los ciudadanos en la medida en que es una intromisión ilegítima en sus libertades -y he aquí el quid de la cuestión: en la cuestión de la legitimidad moral de la intromisión-, y por lo que tiene de atentado inmediato e insensato contra la sensibilidad de un colectivo que, hoy por hoy, mantiene un importante peso social (si hay una nación cristiana en el mundo actual -aunque, por desgracia, lo sea en versión hereje-, esa son los Estados Unidos de América).

En verdad, la cuestión subyancente en el fondo es una de las más apasionantes en términos políticos y filosóficos que existen. Y es a lo que se dilucida en el fondo, al gran debate filosófico que tanto tiempo llevamos planteándonos en el Occidente de raíces cristianas, a lo que de verdad deseo dedicar la presente entrada de este blog. Cuya segunda parte se explayará sobre estas cuestiones.

Un saludo a todos los lectores en Cristo Jesús. Que Dios os bendiga y ayude a derrotar a Obama. Pero no tanto a él, como a la concepción del mundo nefasta que él y quienes anticiparon sus ideas en el pasado, desde los mismos comienzos de la Humanidad, representan. IESVS HOMINVM SALVATOR

viernes, 12 de octubre de 2012

LA NACIÓN VA ANTES QUE LA DEMOCRACIA

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Creo que el glorioso día de la Hispanidad es un buen momento para publicar un artículo del tenor del que ustedes van a leer.

Todos los que seguimos los asuntos de actualidad recordamos lo que hace bien poco, con motivo de la celebración de la Diada, sucedió el día 11 de septiembre pasado en Cataluña. Quienes creemos en España como Nación, y entendemos por consiguiente que nuestra patria merece ser gobernada por individuos dotados de una visión general adecuada del pasado y del presente del país (facultades absolutamente imprescindibles para que un estadista pueda albergar siquiera un esbozo de proyecto de futuro mínimamente valedero para la sociedad sobre la que rigen sus mandatos y disposiciones), no podemos sino mostrar desazón por la situación actual del país.

Y si sostengo que la situación actual del país es tan grave no es ni por las algaradas independentistas ni por el enorme calado de ideas tan deleznables desde un punto de vista racional e histórico como son aquellas con las que, apoyándose en recurrentes falsedades, los secesionistas nos atacan a todos los españoles. Lo que de verdad me parece que determina el estado de descomposición política territorial que mantiene actualmente postrada a España (todavía no irreversible, pero si mucho más avanzado de lo que nunca habrían imaginado ni siquiera los que, dentro de España, tantos afanes dedican a la innoble tarea de destruirla) es la inacción y la absoluta pasividad con que nuestro actual Gobierno rajoyesco, siguiendo el peor estilo la era zapateril, hace frente a la situación. O, mejor dicho, no le hace frente, y he ahí el problema. En que nada contundente dice ni hace nuestro Gobierno que dé a entender claramente que defendería sin vacilación la integridad territorial de España en caso de que sus peores hijos definitivamente cometiesen el ignominioso acto de proclamar su secesión respecto de la que, les guste o no -esto no es cosa que la persona elija-, es su patria.

Al contrario, los balbuceos incoherentes y ridículamente quejumbrosos del Gobierno pepero (ridículos, en tanto que es el Gobierno el que tiene -o debería tener- el control de la situación y, por consiguiente, el poder de anticiparse a los hechos, que seguramente no se sucederían de una forma tan desastrosa para el interés nacional si ellos trabajasen un poco para evitarlo) solo sirven para fortalecer la resolucion suicida de los separatistas, que entienden que de este Gobierno no debe temerse reacción, y que podrán hacer su agosto a costa de la dignidad de ese resto de la Nación del que, más que separarse, da la sensación desean colonizar y mantener sujeto económicamente sobre la base de una confederación cimentada en la más absoluta desigualdad de las regiones de la España que ellos insensatamente atomizarían sin vacilar.

De todos modos, lo fácil ante las presentes circunstancias es criticar a un Gobierno manifiestamente inútil, y carente de ideas más allá de los patéticos parches con los que intenta combatir una crisis que erróneamente estima meramente económica, según ponen de manifiesto sus estúpidas declaraciones -cuando lo cierto es que es una crisis total, y de raiz eminentemente moral antes que de ningún otro tipo-. Lo difícil es intentar ponerse en el lugar de nuestros dirigentes, y pensar en serio acerca de las soluciones que dar al problema separatista. Que nuestro Gobierno parece creer que atajará con la amenaza de que una Cataluña o unas Vascongadas independientes no pertenecerían automáticamente a la UE -si no que tendrían que solicitar el ingreso en ella y ponerse a la cola-, cuando lo cierto es que, desde mi perspectiva, es España la que no debería pertenecer a esa pútrida organización, y son los secesionistas de Cataluña o las Vascongadas los que recibirían un inmerecido favor -sean o no conscientes de ello- si se les excluyese de la misma. Así visto, ¿qué podemos hacer ante el desafío separatista? Yo lo tengo claro, pero no deseo adentrarme en este asunto sin antes intentar al menos ponernos en antecedentes históricos y político-jurídicos. Empiezo con los históricos.

Ante todo, tener claro el principio fundamental: España, históricamente, es una nación antigua. Muy antigua. Quizá la más antigua de todo el continente europeo. No debemos temer afirmar la existencia de España -de una España muy diferente de la actual, pero, sin lugar a dudas, causante de la que hoy existe- desde fecha tan temprana como el 589, año del III Concilio de Toledo y de la oficialización de la conversión al catolicismo de Recaredo. Se que a muchos les parecerá muy impropio unir el nacimiento de una nación a un hecho de evidente cariz religioso. Pero el hecho es que esa conversión y, posteriormente, la aprobación en el año 654 de una ley común a todos los hispanos (el Liber Iudiciorum) son sucesos de esos que jalonan nuestra más importante Historia, en tanto que son hechos que marcan profunda y casi irreversiblemente el camino recorrido por las colectividades diversas -y, hasta entonces, excesivamente diferenciadas unas de otras como para considerarlas unidad de ningún tipo- que coexistían en territorio español en pos de una identidad común y claramente definida.

Segundo, y sin salirnos de la Historia, entender que España no solo no ha evolucionado linealmente, sino que su Historia, al igual que la de Francia -aunque de modo más radical y más amenazador para nuestra propia esencia nacional-, está profundamente marcada por un hecho que bien cerca estuvo de marcar una interrupción total y definitiva del proceso de conformación nacional. Si en Francia dicho suceso fue la Guerra de los Cien Años; en España fue la conquista islámica. Durante siglos, la mayor parte de nuestro país, más que usurpado -que algo de eso hubo, no puede negarse-, fue subvertido de raíz. Sin duda alguna, la mayor parte de los andalusies eran muladíes -españoles que apostataron del catolicismo y se hicieron musulmanes- o descendientes de muladíes. En ese sentido, algo tenían de españoles (no podía ser de otro modo, habiéndolo sido como lo fueron). Pero las semejanzas que nos hubieran podido mantener unidos a esa gente, pese a la total fractura religiosa, desaparecieron por la propia naturaleza de la repugnante religión que adoptaron, que les confirió una nueva identidad, y que hizo imposible poder seguir considerándolos compatriotas nuestros una vez finalizada la Reconquista.

Y si esa grandísima parte de España que se perdió -y que fue transformada en lo que habitualmente denominamos Ándalus- se pudo recuperar, eso solo sucedió por la acción relativamente combinada de los reductos cristianos que pervivieron en el norte de la Península. Reductos combinados que formaron diversos reinos (ninguno de los cuáles fue el de Cataluña -mera agrupación de condados diversos convertida en principado dentro de la Corona de Aragón- ni el de las Vascongadas -que siempre fueron tres territorios dotados de amplia autonomía, y distintos unos de otros hasta el punto de no poder decirse que estuviesen más cerca entre sí que del resto del reino de Castilla al que pertenecían-). Y si esos reinos -de los que formaron parte fundamental gallegos, vascos y catalanes- combinaron aunque solo fuese relativamente sus fuerzas, eso sucedió porque, pese a que litigaban frecuentemente entre si, existía entre todos ellos -incluyendo al reino que hoy es Portugal- un común sentimiento de pertenencia a la España arruinada por la invasión islámica, y de baluarte de la Cristiandad frente a las arremetidas de esos muyahidines yihadistas que ya entonces estaban hechos los mahometanos.

Sentimiento de común unidad hispánica que favoreció que la unión dinástica -y la unión política consiguiente- que tuvo lugar en tiempos de los Reyes Católicos aconteciese sin provocar graves traumas. España es nación desde el final del siglo VI, siguió siéndolo en el sentimiento -pese a su casi destrucción y a la desunión política de los reductos cristianos que la componían- durante los ocho siglos que duró la Reconquista, y restableció la unidad política arruinada por los musulmanes a partir del siglo XV -consumándola en 1580 con la anexión de Portugal por parte de Felipe II-, que pese a la exitosa secesión de Portugal -hoy día nación claramente diferenciada de la española- se ha mantenido desde entonces. Pero que hoy peligra. ¿Por qué peligra esa unidad?

Porque la unión política se llevó a cabo, pero no se encauzó de la forma jurídicamente más adecuada. Seguramente por una mezcla de exceso y de falta de tacto. Hubo exceso de tacto, porque los fueros territoriales fueron abolidos por partes. Felipe V desaprovechó la primera gran oportunidad de poner fin a las particularidades feudales heredadas por los territorios vascos -lo que, todo sea dicho, era relativamente comprensible, dado que le fueron fieles-, a los que seguramente habría debido aplicar también, en interés de España, los decretos de Nueva Planta. Así pues, los fueros de las Vascongadas siempre estuvieron ahí sirviendo de reclamo para otras regiones de España que, por contra, habían perdido sus fueros, caso de Cataluña -cuyo Derecho público fue castellanizado-. Y, cuando se abolieron, esto se hizo de mala manera, por incompleta. Siempre han quedado resquicios de una propia identidad que, sin negar a la española -y, por ende, sin impedir la existencia de la nación española y la consideración de los territorios vascos y catalanes como parte de la misma-, se sumaba a ésta. Esto fue un error, porque la nación solo puede sostenerse sobre la base de que la identidad fundamental es la nacional. Si existe otra identidad de igual o parecido peso fuertemente arraigada, eso echa sombras sobre todo lo que positivamente si se había conseguido -unidad e indentidad españolas-, y amenaza con volverse en contra como un búmeran. Que es lo que ha sucedido. Otra gran oportunidad para terminar de uniformar políticamente España la desaprovechó Franco -de quien tan buen concepto tengo-. Pudo igualar a todas las regiones de España y no lo hizo (por las mismas razones que Felipe V, pues Álava y Navarra apoyaron el Alzamiento Nacional, a diferencia de Vizcaya y Guipúzcoa, que quedaron bajo poder del PNV, y fueron privadas del concierto económico que venían manteniendo desde el siglo XIX). La última oportunidad perdida fue el propio y trágico proceso constituyente de 1978. Si los franquistas reconvertidos que abrieron el melón constitucional hubiesen insistido en blindar la unidad nacional, y en igualar a todas las regiones, ni los nacionalistas habrían chantajeado a tantos Gobiernos, ni Cataluña exigiría un concierto a la vasco-navarra, por la sencilla razón de que dicho concierto no existiría. Error tras error. En 1700 eran excusables. En 1900 no lo eran. Y en 1978 lo que fueron esos errores es imperdonables.

Pasemos ahora del plano histórico al jurídico. Analicemos brevemente la situación. ¿Existen mecanismos jurídicos por medio de los cuales sea posible que Cataluña o Vascongadas accedan legalmente a su independencia? Hasta donde podemos ver, no existen otros que los establecidos en Derecho Internacional Público. Si Cataluña o Vascongadas quieren la independencia, ésta debe venir otorgada unilateralmente por España, o ser reconocida a través de Tratado Internacional. Pero estos mecanismos no nos interesan, porque son mecanismos comunes a todos los Estados y ajenos a la legalidad española. Lo que interesa es saber si nuestro ordenamiento jurídico prevé algún procedimiento de independencia regional. Lógicamente, no lo hace. El constituyente, en su día, la cagó a lo grande con aquella mención tan gilipollas que se hace en el artículo 2º de las "nacionalidades" (que nadie sabe qué cuernos son). Sin embargo, esa estúpida referencia no implica soberanía alguna de las regiones en competencia con la soberanía nacional. La soberanía nacional es, pues, la única, y reside exclusivamente en las Cortes Generales. El Estatuto de Autonomía catalán o el vasco, por mucho que a los que han hecho los nuevos Estatutos se les haya ido la pinza -y no solo en las dos regiones díscolas-, no son las Constituciones de unas entidades políticas soberanas, sino que cada uno de esos Estatutos de Autonomía son una mera Ley Orgánica aprobada por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Por eso se insiste frecuentemente que, por más que los separatistas reclamen que el "pueblo catalán" o el "pueblo vasco" decidan en referéndum, eso no puede suceder bajo el actual ordenamiento, porque no existe pueblo catalán o vasco soberano alguno. Existe un pueblo español del que los catalanes y vascos son parte. Si se quieren escindir legalmente (y es recomendable que, si eso sucede, sea legalmente, porque despreciar la legalidad equivale a poner en peligro la paz todavía reinante) a través de una consulta, esa consulta debería celebrarse manifestando su opinión todo el pueblo español. Todo esto es lógico, porque, al fin y al cabo, no hay pueblo soberano más que si hay territorio soberano. No siendo soberano el territorio de Cataluña ni el de Vascongadas, no cabe imaginar que su censo electoral ni sus instituciones sean competentes para declarar ninguna independencia.

Vamos, que las pretensiones de los separatistas de Cataluña y Vascongadas ni se justifican históricamente, ni son realizables dentro de la actual legalidad española (Además de que, aunque a nadie parece importarle, implica un agravio respecto de nosotros, del resto de los españoles, porque cercena nuestros derechos. Ya que, donde hoy somos compatriotas dotados de plenos derechos mañana podemos quedar convertidos en extanjeros a los que se les pueden limitar dichos derechos. Peor aun, existen en ambas regiones de España amplias minorías que me parece que tienen derecho a no tener que optar entre ser abandonadas a su suerte en una Cataluña y unas Vascongadas independientes, que sin duda alguna los marginarían y los convertirían en apestados sociales por decenios; o abandonar esas regiones, en las que no pocos deben de llevar generaciones incontables, y cortar de una sola vez las profundas raíces que los unen a esas tierras para establecerse en lo que quede de España y así escapar al odio y a la intolerancia separatistas).

Por el contrario, el Gobierno actual de España es el que si que posee variadas vías legales para hacer frente a una hipotética secesión, o a cualquier quebrantamiento ilegítimo del marco constitucional. Ninguna de esas vías han sido utilizadas hasta ahora.

Ahora si es el momento de responder a la pregunta que dejamos atrás. ¿Cuáles son las vías por medio de las cuales podría actuarse para prevenir cualquier conato de rebelión regional contra el Gobierno nacional? ¿Deberían utilizarse? ¿Y si no se utilizan ahora, cuándo? La respuesta a todas estas cuestiones está en dos artículos de la Constitución: el 155º y el 8º. En el artículo 155º se hace referencia a la posibilidad de que se suspenda una autonomía en caso de incumplimiento grave de sus obligaciones o del atentado por su parte contra el interés general de España. En el artículo 8º se hace referencia al deber de las Fuerzas Armadas de mantener la unidad nacional, en tanto que garante de la misma.

Desde mi punto de vista, la cuestión está clara. El artículo 155º lleva años pudiendo ser tranquilamente aplicado en Cataluña. Lo increíble es que no se haya aplicado aun. Artur Mas anda desafiando al Estado Central, y anuncia día si y día también que celebrará consulta para imponer la alternativa de la independencia (o de lo que realmente anden buscando, que no está claro que sea eso). ¡No imagino forma de atentar más gravemente contra el interés de España! Nuestro Gobierno, como si oyera llover. Si lo que desean es despreciar las bravuconadas de Artur Mas, se me ocurren formas mucho más sugerentes de hacerlo. Por cierto, de momento es solo Artur Mas, pero a partir del 21 de octubre, veremos si no se suma (y casi seguro que va a ser que si) el próximo Gobierno vasco.

Creo que deberíamos darnos prisa. Y demostrar determinación. El separatismo ventajista (nacionalismo es un término que evito, porque para poder hablar de nacionalismo deberíamos poder hablar de nación, y está visto que eso Cataluña y las Vascongadas no lo han sido en toda su Historia como regiones de España) se crece ante la inacción del poder de la nación cuya existencia se ve amenazada. Esto no es Irlanda. No hay rebelión ninguna contra injusticia secular de ninguna clase. Al contrario, las Vascongadas son de siempre la región más privilegiada de España. Y Cataluña no se queda muy atrás (solo de Vascongadas y Navarra, y según para qué cosas). Son regiones que han crecido gracias al mimo con que se las ha tratado desde esa ciudad de Madrid contra la que tanto despotrican.

Pero el separatismo ventajista es cobarde, porque no lo alimenta un verdadero sentimiento de agravio, sino solo el egoismo (alimentado por esa infundada idea de que los lastramos y de que, por ende, vivirían mejor sin nosotros) y retrocede con facilidad a la menor muestra de fortaleza gubernamental.

Yo, caso de estar al frente del Gobierno español, en las mismas condiciones que el actual ejecutivo pepero, lo tengo claro. Utilizaría mi mayoría absoluta en ambas cámaras para hacer cosas, y no solo para quedarme papando moscas y fascinándome con mi propio poder. Restablecería la pena de muerte en el Código de Justicia Militar. Entre otros delitos, por los de traición, rebelión y sedición, especialmente cuando éstos vinieran a ser cometidos por cargos públicos (que no olvidemos que, en un país con soberanía nacional única y centralizada, representan a la nación. Dicho de otro modo, que Mas no representa al ficticio pueblo de Cataluña, sino que representa al pueblo español en Cataluña, que son cosas distintas). Suspendería la autonomía de Cataluña. Me prepararía para suspender la de las Vascongadas (y lo anunciaría claramente en el transcurso de esta campaña electoral vasca). Y le dejaría claras a Mas -y a Urkullu o Mintegui en las Vascongadas- dos cosas: que si celebran una consulta se aplica el artículo 8º de la Constitución, y el Ejército aplasta cualquier conato de secesión; y que a los responsables de la convocatoria o celebración de una consulta independentista se los juzgaría según el Código de Justicia Militar, y se los ejecutaría tan tranquilamente.

El problema es que ni yo ni otro mínimamente sensato estamos al frente del Gobierno español. Está Rajoy. Y ni hace ni parece que vaya a hacer nada para impedir la consumación del desastre. Por lo que dejo caer claramente una cosa. El mandato del artículo 8º de la Constitución a las Fuerzas Armadas de preservar la unidad nacional no puede quedar en papel mojado solo porque el Gobierno (a quien correspondería dirigir al Ejército en una situación como esa) se niegue a cumplir con su deber -pasándose así, por omisión, al lado del enemigo-. Así pues, animo a los integrantes de las Fuerzas Armadas a que, si el Gobierno español se niega a cumplir con su responsabilidad, las Fuerzas Armadas si que cumplan con la suya. Pasando por encima del Gobierno y derrocándolo, si es menester. Porque, aunque el Gobierno es relativamente legítimo por haber ganado las elecciones; yo creo sinceramente echada a perder su legitimidad en caso de desentenderse de la Nación. La democracia es deseable. Pero aquí no tenemos democracia, aunque celebremos elecciones. Sin embargo, aunque España fuera la mejor democracia del mundo (ni es la mejor ni es democracia), la supervivencia de la Nación justifica deponer a cualquier Gobierno que se negase a defenderla. Porque la Nación va antes que la democracia.

Ese es el tema que ilustra el título de la presente entrega del blog. ¿Y qué significa eso de que "la Nación va antes que la democracia"? Pues, como es lógico, significa que, al menos desde mi modo de ver, la supervivencia de la nación es siempre más importante que el hecho de que esta se organice o no de una manera democrática. No quiero decir que la nación sea siempre más importante que la forma de Gobierno. No suscribo aquella famosa sentencia de José Calvo Sotelo cuando  afirmaba lo de que "es mejor una España roja que una España rota". Para mi, el límite está en el totalitarismo. Mejor una España rota pero relativamente libre que una España unida bajo el totalitarismo, sea éste fascista, nazi, socialista o musulmán. Ahora bien, si que creo que una dictadura -civil o militar, no importa-, siempre que sea comedida, puede ser útil en lo que hace a ciertos estropicios que ningún Gobierno, por democrática que haya sido su elección, tiene derecho a cometer.

Pero esto de que "la Nación va antes que la democracia" también afecta a la esencia misma de democracia. Y es que democracia significa, literalmente, "gobierno del pueblo". Para que el pueblo gobierne, corresponde que se aclare quiénes formamos parte del pueblo -y, de momento, no es nuestro pueblo toda la especie humana, por imposible metafísico que no sabemos cuando terminará-. Aquí en España, se supone que el único pueblo soberano que existe es el español. Pero algunos niegan este particular, y se arrogan la potestad de romper las normas que nos dimos allá por 1978 -muy inadecuadas, sin duda, pero son las que nos dimos, y yo no las rompería más que por una causa verdaderamente grande, que no es para nada la causa de odio y de disgregación que defienden los nacionalistas-, proclamendo soberanías que no existen sobre el papel. Que en este caso es el que importa, porque en él pudo haberse escrito otra cosa, y no se hizo. En definitiva, está en cuestión el concepto mismo de pueblo español. ¿Que "gobierno del pueblo" puede existir en tanto que no se aclare cuál es ese pueblo -o esos pueblos- que son soberanos y ejercen el natural derecho de gobernarse a si mismos? Ninguno con visos de perdurar. Porque no puede perdurar aquella construcción teórico-práctica cuyos fundamentos se están cuestionando constantemente por parte de una fracción tan importante de los mismos que han de someterse a los postulados de dicha construcción. En momentos como éstos me acuerdo de Abraham Lincoln, y de su famoso: "Toda casa dividida contra si misma no subsistirá". Aplicó la enseñanza bíblica (Mt 12, 25) a unos Estados Unidos divididos entre Estados donde todos los hombres eran libres y Estados donde muchos hombres fueron atados con las ligaduras de la esclavitud. Pero yo pienso que es enteramente aplicable al caso de una España que amenaza quedar demediada porque no supo poner límites a la codicia de unas regiones, que, lejos de fortalecer, yo suprimiría. He dicho.

Hoy, día de la Hispanidad, más que nunca: ¡ARRIBA ESPAÑA! Rezo para que sobreviva. Y os animo a que hagais lo mismo.