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miércoles, 16 de noviembre de 2016

ELECCIONES EEUU 2016 (I)

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

Atendiendo al requerimiento de un buen amigo de México (un estimado "panista" que espero sinceramente que progrese en la política de ese país, para el que es posible que se avecinen tiempos duros), daré una opinión acerca de los que creo que son los hechos más destacables del mapa político que han arrojado las recientes elecciones presidenciales y legislativas celebradas ayer en los EEUU. Que han exaltado a Donald Trump a la condición de cuadragésimo quinto Presidente de ese país. No entraré a valorar las consecuencias políticas más profundas de lo sucedido el pasado 8 de noviembre, sino que procuraré enfocarme prioritariamente en las perspectivas de futuro que las elecciones abren precisamente en el plano de lo electoral. Es decir, procuraré tratar acerca de las perspectivas que para ambos partidos se abren en cuanto a la preservación de su hegemonía política a medio o largo plazo, y no tanto en otras cuestiones de extremo interés (como pueda serlo el tipo de política que despliegue a partir del 20 de enero el Presidente Trump, la situación en que quedan Obama y los Clinton después de tan estrepitosa derrota, o la forma en que el resultado de las elecciones y la exaltación de Trump puede afectar a causas tales como la defensa de la vida o la oposición a la ingeniería social de signo apóstata que opera sobre el conjunto de las naciones de Occidente). Cuestiones que, si tengo tiempo, quedan para una entrada posterior.

¿Sorprendido por la victoria? Hace dos semanas, apenas si la habría creído posible. Hace una, me habría sorprendido bastante. El día de las elecciones, me sorprendió algo menos, ya que a raíz de mis propias indagaciones detectaba que la demoscopia, por más que en los medios españoles se afirmase que la contienda seguía decantándose del lado de Clinton, abría opciones a Trump en cada vez más Estados indecisos. Con todo, el resultado final me ha sorprendido bastante. No el hecho de la victoria en sí, sino dos cosas: que Trump se haya alzado con la victoria con un margen tan amplio sobre Bloody Hillary, y que lo haya conseguido pese a perder el voto popular. Yo pensaba que lo más probable era que si Trump ganaba, eso sucediera por un estrecho margen, y consideraba que lo más probable en ese caso era que ganara el voto popular, incluso con cierta amplitud. Era Hillary quien yo estaba convencido de que resultaba probable incluso que consiguiera la victoria perdiendo el voto popular. Ha sucedido exactamente al revés.

La victoria electoral del magnate neoyorquino no ha puesto en cuestión la existencia del Blue Wall (el "Muro Azul" compuesto por los Estados considerados sólidamente demócratas). Pero si que ha obligado a revisar la idea que teníamos del mismo, que al parecer abarca menos Estados y acumula bastantes menos Electores presidenciales de los que se creía. Diecinueve Estados que, en 2016, acumulaban todos juntos un total de 242 Electores de los 538 que eligen al Presidente de EEUU habían votado ininterrupidamente por los demócratas desde 1992 (y algunos de ellos desde 1988 e incluso desde 1976). A causa de la existencia de este “Muro Azul”, se llevaba años considerando que los demócratas partían de una posición especialmente sólida para acometer la conquista de la mayoría absoluta del Colegio Electoral necesaria para asegurarse la Presidencia. Precisamente en los últimos años se había llegado incluso al punto de especularse acerca de si los demócratas, teóricos beneficiarios del decrecimiento de la población blanca y del correlativo aumento de las minorías (y muy especialmente del de la minoría hispana), no estarían ya en vías de ampliar todavía más ese “Muro Azul” con varios Estados ganados por márgenes sólidos por Obama. Se especulaba incluso con si ya habrían conseguido decantar de tal modo a su favor esos Estados como para tener garantizada la mayoría absoluta de Electores necesaria para conquistar la Casa Blanca, al margen de lo que pasase en el resto del país. Alcanzando así una hegemonía política perdurable en esos Estados que les garantizase la Casa Blanca durante décadas, y dejando fuera de juego al Partido Republicano por al menos una generación.

Todas esas son ideas que deberán revisarse. No tanto porque Trump haya ganado como por la forma en que lo ha hecho. Esto se hace especialmente patente a la vista de la ventaja obtenida por Bloody Hillary Clinton en voto popular. Si incluso perdiendo el voto popular la candidatura de Donald Trump ha sido capaz de imponerse en la mayoría de los Estados oscilantes (incluyendo Estados que votaban demócrata ininterrumpidamente desde 1992 como Michigan y Pennsylvania, e incluso desde 1988 como Wisconsin), cabe preguntarse hasta donde podría haber llegado un candidato republicano que hubiera tenido incluso más tirón que Trump, suponiendo que tal candidato exista. La victoria de Trump relativiza algunos supuestos que venían manejándose mucho tiempo y que la era Obama parecía haber consolidado definitivamente. Ahora bien, tampoco los echa necesariamente por tierra de manera completa. Trump ha conseguido que Estados que durante el último cuarto de siglo han sido leales a los demócratas voten por él. Pero es que él mismo no ha sido lo que se dice un candidato republicano al uso.

¿Un candidato republicano más convencional habría conseguido lo que Trump? En su momento se dijo que gente como Jeb Bush, Chris Christie, John Kasich e incluso Marco Rubio habrían obtenido resultados mucho mejores que los que podría haber obtenido Trump. Yo no lo creo así. Yo creo que la candidatura de Trump ha sido una candidatura que ha bebido de caladeros electorales más amplios que los que llevaron a Bush a la victoria en 2000 y 2004 o que aquellos a los que creían poder apelar candidatos como McCain o Romney en 2008 y 2012. Y creo que es por eso que, si bien Bush obtuvo una votación popular mucho mayor que la de Trump (dado que recibió un apoyo más entusiasta que el magnate en los Estados tradicionalmente rojos), éste ha mejorado sensiblemente sus actuaciones electorales, ganando por la mínima Estados que le han permitido obtener una victoria sensiblemente más holgada que cualquiera de las cosechadas por aquel en el Colegio Electoral. Quizá otros republicanos no hubieran podido ganar, pero creo que lo habrían hecho por un margen mucho más estrecho. Y eso obliga a plantearse otro interrogante: en caso de que en el futuro existieran candidatos republicanos que pudieran aspirar seriamente a ganar esos Estados, ¿serán candidatos republicanos convencionales o candidatos parecidos a Trump? ¿Se abrirá camino definitivamente dentro del Partido Republicano una corriente “trumpista”, o por el contrario el Presidente Trump carecerá de continuadores? Difícil saberlo.

A favor de esa posibilidad juega el éxito presente. En contra la demografía. La victoria de Trump es alentadora, porque indica que los republicanos no han quedado fuera de juego, pero a su vez plantea el interrogante de si el Partido Republicano podrá reeditarla en el futuro. La demografía del país cambia, y “El Donald” parece haberse convertido en Presidente merced a una estrategia electoral posiblemente inimitable para otros republicanos. Peor aún, los futuros candidatos republicanos no pueden dar por hechas futuras victorias, ni siquiera en el caso de que supieran imitar a Trump. Este hecho por sí solo obliga a que los republicanos reflexionen profundamente antes de echarse completamente en brazos del “trumpismo”. Deben indigar cuáles de los planteamientos que le han hecho ganar las elecciones son desechables y cuáles, por el contrario, pueden ser susceptibles de un uso continuado. Asimismo, tienen también que tener en cuenta que la irrupción del “trumpismo”, si éste llega a consolidarse como una corriente interna dentro del Partido Republicano, podría fracturarlo aún más de lo que ya lo está. Es verdad que el pensamiento de Trump no se antoja a priori sistemático, porque el propio Trump parece ser de todo menos dogmático y amigo de fijar posiciones irrevocables. Empero, el mero hecho de que haya sido elegido candidato y haya ganado la Presidencia desde determinados planteamientos muy diferentes en cuestiones capitales de los exhibidos por las demás facciones republicanas (clásicos, conservadores, reaganianos, teapartiers...) obliga a prever la posibilidad de que, incluso sin necesidad de que el magnate se implique personalmente en esa tarea ni de que al final su Gobierno sea leal a esos postulados, tal línea de pensamiento gane protagonismo en días venideros dentro del Partido Republicano.

Además de reflexionar acerca de las perspectivas republicanas de obtener futuras victorias, es conveniente que los republicanos no pierdan de vista el hecho de que, en esta misma elección, es Bloody Hillary y no Donald Trump quien ha ganado de manera clara el voto popular. Esto no quita ninguna legitimidad a la gran victoria de Trump en el Colegio Electoral, pero significa que, de las siete últimas elecciones presidenciales celebradas, ésta es la sexta en la que los demócratas sacan más votos que los republicanos a nivel federal (por más que solo en cuatro de esos mismos siete comicios hayan alcanzado la Casa Blanca). Ha vuelto a suceder lo que en 1824, 1876, 1888 y 2000. Cierto que esto es menos relevante en todos los sentidos de lo que los detractores de Trump intentan hacer creer, y no demuestra de manera incontrovertible que goce de menos apoyos que la señora Clinton (eso solo sería el caso si la participación hubiera sido extremadamente alta -como no lo es desde hace un siglo en los comicios presidenciales estadounidenses-). Al fin y al cabo, el sistema electoral aplicado a una determinada convocatoria influye sobre la manera en que vota la gente, y más cuando ésta en general está bien familiarizada con sus efectos. Cosa que, en el marco de un sistema como el estadounidense (que pivota tan acentuadamente sobre los Estados colectivamente considerados), desincentiva la participación electoral de muchos ciudadanos residentes en Estados decididamente teñidos de color rojo republicano o azul demócrata, que saben de antemano que en su respectivo Estado es inútil votar por “su” candidato y en consecuencia se abstienen. Si las elecciones presidenciales fueran directas, es imposible saber qué partido aumentaría más sus votos en feudos enemigos. Igual nos llevaríamos una sorpresa y Trump ganaría contundentemente.

Ahora bien, eso no quita que la derrota en voto popular es una circunstancia que puede tener consecuencias políticas de primer orden. Quiérase que no, todo lo que se acaba de alegar para justificar la relativa irrelevancia de la derrota en Trump en términos de voto popular es cosa que, por más sentido que tenga, puede ser tomado por muchos estadounidenses de a pie por mera palabrería. En ese sentido, poner en cuestión la legitimidad no tanto del triunfo de Donald Trump, sino, en un sentido más amplio, del sistema que lo ha hecho posible, es fácil simplemente apuntando al dato anterior y objetivamente cierto de que de las últimas tres Presidencias republicanas, dos han sido obtenidas pese a que fue el candidato demócrata el que obtuvo un número sensiblemente mayor de votos. Lo que puede tener una poderosa influencia a la hora de impulsar precisamente la que yo creo que es la menos conocida pero a la vez la más trascendente de las iniciativas políticas que en estos momentos se están tramitando con vistas a su futura implementación en los EEUU: el “National Popular Vote Interstate Compact” (NPVIC) o “Acuerdo Interestatal por el Voto Popular Nacional”1.

En definitiva, que tanto a los republicanos como al país esta victoria puede traerles no pocos quebraderos de cabeza (si bien todo esto no ha de hacer olvidar que contarán con la ventaja de encararlos al menos durante los dos próximos años desde una posición de hegemonía política incontestable). Que el riesgo de transformación del sistema electoral estadounidense existe, y que los republicanos, aunque no deban desesperar a causa de una inferioridad de apoyos populares que podría obedecer a causas diversas, tampoco pueden obviarla y actuar tranquilamente en el supuesto de que su posición de fuerza fuera incontestable, porque no lo es en absoluto. Sigue, pues, pendiente la renovación del Partido Republicano, que pasa por establecer un modus vivendi razonable de cara al futuro entre sus facciones (en virtud del cual se eviten enfrentamientos que, si se descontrolan, podrían acarrear incluso la escisión del Viejo Gran Partido), así como por la consiguiente ampliación de su base electoral.

El éxito de Donald no quita que, curiosamente, donde sus resultados han sido más decepcionantes ha sido en el Oeste del país (lo que no quita que tampoco han sido malos, puesto que no ha perdido ninguno de los Estados tradicionalmente fieles a los republicanos). Precisamente aquellos Estados con una presencia hispana más fuerte de los EEUU que antaño pertenecieron a México. En Nevada, donde los sondeos le dieron opciones de ganar incluso durante los peores momentos de su campaña, ha perdido por un margen corto pero inequívoco frente a una candidata débil como ha demostrado serlo Bloody Hillary (y además los republicanos han perdido las dos cámaras de la legislatura estatal, lo que tiene consecuencias políticas de no poca trascendencia, por las razones que más adelante se indicarán). En California, donde la participación se ha hundido, Trump ha retrocedido en comparación con Romney. En Arizona, si bien ha ganado, ha retrocedido. Y lo mismo en Texas. En definitiva, que si los republicanos piensan en el futuro deberán tener en cuenta estos avisos, y procurar que el partido gane aceptación entre otros grupos raciales, además de los blancos. No les queda otra. Con “trumpismo” o sin “trumpismo”, los republicanos necesitan desesperadamente adaptarse al futuro que le aguarda a los EEUU, y combatir con todas sus fuerzas su imagen de partido de los blancos. Solo así conseguirá derrotar la percepción inversa del Partido Demócrata como el amigo de las minorías.

Empero, conviene señalar que también los demócratas tienen serios interrogantes que hacerse. Conformarse con la promesa de futuro que para ellos supone el crecimiento de las minorías no es suficiente. Es un hecho que muchas cosas han fallado a lo largo de este último ciclo electoral. Y, en realidad, muchas cosas llevan fallando desde hace no pocos años para los demócratas. Obama recuperó para ellos la Presidencia en 2008 y la revalidó en 2012, pero la verdad es que solo durante dos de los últimos veintidós años transcurridos desde la elección al Congreso de 1994 han dispuesto del control total del Gobierno (por ocho años durante los cuales los republicanos han dispuesto de ese control, a los que podrían sumarse como mínimo los dos primeros años del mandato de Donald Trump, en el supuesto de que éste y su partido colaboren). Los demócratas han prevalecido en la mayoría de las últimas elecciones presidenciales, pero han flaqueado en el Congreso (y muy especialmente en la Cámara de Representantes). Hecho que en gran medida se debe a la desmovilización del electorado, que también le ha pasado factura a Bloody Hillary en estas presidenciales. Ha quedado demostrado de manera clara en estas presidenciales que tasas bajas de participación (generalmente debidas más a la desmovilización de las minorías que a la de la mayoría blanca) facilitan a los republicanos luchar para mantener su dominación sobre el Congreso e incluso sobre la Presidencia. Y la falta de movilización es más seria de lo que parece, porque dejar de movilizar al electorado que se supone propio es señal de apatía por parte de ese mismo electorado y bien puede significar que dicho segmento de votantes está maduro como para empezar a pensar en traspasar sus lealtades a otras formaciones políticas. Si los republicanos encararan con energía la tarea de reconciliarse con las minorías, es bastante probable que encontraran el terreno abonado por encima incluso de sus más elevadas expectativas.

Todo lo antedicho es especialmente si los demócratas reinciden en su identificación con el denominado establishment y presentan de vuelta candidaturas similares a la de Bloody Hillary. Que está claro que ha sido uno de los factores determinantes de la derrota demócrata, seguramente incluso más de lo que la figura de Donald Trump haya podido influir en la victoria republicana. En ese sentido, y teniendo en cuenta que hemos estado ante una elección que, en los Estados decisivos, se ha revelado hasta cierto punto ajustada, cabría preguntarse si otro candidato demócrata habría tener más suerte. Inmediata e inevitablemente, ha comenzado a planear sobre el escenario un concreto nombre: Bernie Sanders, el oponente de Bloody Hillary durante las primarias. Quien, contra todo pronóstico, le dio a la finalmente nominada dura batalla hasta prácticamente el final de la contienda interna demócrata. Hay quienes afirman que Sanders habría batido a Donald Trump, y yo también creo que habría podido (aunque no con la holgura que algunos afirman). A su favor, habría tenido una reputación de integridad y honradez de la que tanto la señora Clinton como Trump carecen. Asimismo, a Trump le habría costado conseguir que frente a Sanders calara ese discurso de enfrentamiento entre el pueblo y las élites que tan buenos dividendos le ha rendido frente a Bloody Hillary; e incluso habría podido ser el propio magnate el blanco fácil del discurso de Sanders (¿qué más fácil para quien apela al socialismo que atacar a un multimillonario?). Y, todavía más importante, muchos de los partidarios de Sanders que no apoyaron a Bloody Hillary o que incluso apoyaron a Trump el pasado 8 de noviembre (especialmente en Estados que han resultado ser decisivos para el republicano tales como Wisconsin o Michigan, donde fue Sanders quien ganó la primaria demócrata) es prácticamente seguro que habrían votado antes por Sanders antes que quedarse en casa o que optar por Donald Trump.

Pese a lo cual tampoco hay que creer erróneamente que todo el monte es orégano. Sanders habría tenido en contra su propia condición de socialista en el país más alérgico que existe a las ideas socialdemócratas (no digo ya a las verdaderamente marxistas), condenadas enérgicamente por una parte muy significativa de la sociedad. E igualmente habría sido fácil de atacar por el lado religioso (es de orígenes judíos y más bien agnóstico en un país en el que hasta Obama y Hillary han tenido que simular con toda falsedad una religiosidad cristiana hipócrita so pena de no haber podido progresar en su vida política). Todo eso sin contar que también él habría tenido que contender con la dialéctica de Trump, y con el relato del magnate consistente en presentarse a sí mismo como perfecto ejemplo de hombre de éxito, gran negociador y empresario experimentado y contrastar sus cualidades presuntas con la mera “politiquería de salón” de su rival, al que sin duda habría tachado de hombre “sin energía”. Sea como fuere, habría tenido más opciones que Bloody Hillary. Y los demócratas harían bien en tomar nota de esto. Si algo bueno les ha sucedido en estas elecciones es deshacerse de la dinastía Clinton. Más les vale aprender la lección y evitar querer ahora (como algunos plantean y ya no veo imposible vistas las derivas dinásticas de la política yanki) sustituirla dentro de cuatro años por la dinastía Obama.

Prosiguiendo con mi análisis de la jornada electoral estadounidense, toca ahora tratar de la contienda en el Congreso y a nivel estatal. En el Congreso, como ya sabemos, los republicanos han retenido sobradamente sus mayorías legislativas. Apenas han descendido en la Cámara de Representantes, y han conservado el Senado (hecho éste último que debería facilitar que Donald Trump proponga los Jueces que apetezca para cubrir las vacantes en la Corte Suprema federal de Justicia durante al menos los dos próximos años. Eso abre la puerta a que Trump consolide una mayoría constitucionalista dentro de la Corte Suprema dispuesta a restaurar la soberanía de los Estados en materias tales como el aborto o el sucedáneo de matrimonio para personas del mismo sexo (SMPMS) que una jurisprudencia prevaricadora ha conculcado durante décadas por medio de razonamientos en extremo enrevesados que han convertido en papel mojado la Décima Enmienda a la Constitución de EEUU. A nivel estatal, los republicanos han ganado algunas gobernaciones (Nueva Hampshire, Vermont y Missouri, aunque han perdido Carolina del Norte). Pero, sobre todo, han ganado el control total de tres legislaturas estatales: Kentucky, Iowa y Minnesota (en el primer Estado han conquistado la Cámara de Representantes, y en los otros dos el Senado). Teniendo en cuenta que, hasta ese momento, los republicanos controlaban completamente un total de 31 Legislaturas Estatales, ahora serían 34 (es decir, los dos tercios justos de las que existen en EEUU). Sin embargo, no es el caso, ya que los demócratas han conquistado las dos cámaras legislativas de Nevada... El mismo Estado en el que Trump obtuvo una votación inferior a la esperada. A lo que se suma una rebelión dentro de las filas republicanas en virtud de la cual los demócratas controlarán la Cámara de Representantes de Alaska. Así pues, los republicanos dominarán completamente solo 32 Legislaturas Estatales.

Lo que es una gran cosa, pero también una pena, porque a causa de esas dos derrotas menores antes mencionadas los republicanos se han quedado cortos. ¿Cortos para qué? Pues cortos para poder amagar con la que sin duda es la más terrorífica arma política que existe en los EEUU: el “otro” procedimiento de reforma de la Constitución estadounidense previsto en el Artículo V. Aquel en virtud del cual el Congreso tiene que convocar obligatoriamente una Convención Constitucional (cuyas funciones serían similares a las de la Convención Constitucional celebrada en Filadelfia en 1787) si así lo solicitan las Legislaturas Estatales de dos tercios de los Estados. Convención que propondría enmiendas a la Constitución sin límites de ninguna clase que luego habrían de ratificar tres cuartas partes de los Estados, bien por medio de sus Legislaturas o bien por medio de Convenciones Estatales ad hoc -según sea el método de aprobación que proponga el Congreso, que es a quien correspondería aclarar ese particular por un margen no especificado-. Habrá quien considere que no poder accionar este procedimiento no es tan mal asunto, ya que los republicanos podrían perfectamente hacerse con el control de esas dos Legislaturas Estatales extra que necesitan en un futuro próximo. Pero en contra de esa posibilidad juega el mismo hecho de que ahora Trump sea Presidente. Pues sobre un partido en el Gobierno suele pesar más la frustración de la gente, de manera que el margen para cosechar ganancias políticas de primer orden suele ser más ajustado que cuando se está en la oposición, y los riesgos de pérdidas mayores.

Volviendo al procedimiento de reforma por iniciativa de las Legislaturas Estatales, dicho enrevesado procedimiento no se ha aplicado jamás para reformar la Constitución por su total impredecibilidad. Que no nace principalmente, creo yo, del hecho de que se convoque una Convención Constitucional (no hay diferencia entre las enmiendas que podría aprobar ésta y las que podría proponer el Congreso por mayoría de dos tercios de las dos cámaras para su ratificación por los Estados; y en ambos casos sería posible que una enmienda constitucional alterase cualquier aspecto relacionado con la actual Constitución, con la sola excepción de la igualdad del voto de los Estados en el Senado -aspecto de la Constitución de EEUU que solo podría reformarse en relación a aquellos Estados que aceptasen perder ese privilegio-). Sino más bien de la imprevisión de la Constitución, pues ni ella ni ninguna ley federal regulan la composición ni el funcionamiento de esa hipotética Convención Constitucional. Permaneciendo en el aire cuestiones de tanta importancia como el número mínimo de Estados que deberían enviar delegados a la Convención a fin de que ésta quedara debidamente constituida, la forma de designar dichos delegados, o las mayorías de delegados (y/o de delegaciones estatales) que habría de concurrir a fin de considerar aprobadas las enmiendas para su remisión a las Legislaturas o Convenciones Estatales.

Todo lo cual permite entrever que estamos hablando de un arma política que parece más apropiada para la exhibición que para el uso, pero que, sinceramente, y dada la situación que, en general, atraviesan los EEUU en estos momentos de su Historia, yo no dejaría de plantearme si utilizar o no. No porque el éxito esté garantizado ni mucho menos (dos tercios no son tres cuartos, y son las tres cuartas partes de los Estados los que tendrían que concurrir para aprobar enmiendas constitucionales; y todo eso sin contar con que tampoco puede darse por hecha la cohesión republicana -pues en los Estados de tradición liberal suelen estar bastante influidos por el ambiente político y social predominante). Pero si porque obligaría a entablar debates sobre cuestiones de gran trascendencia para el presente de la Nación, y a hacerlo al más alto nivel. Y de un modo tal como para precipitar una solución favorable o como para, en caso de no obtenerla, mantener las cuestiones no resueltas en el centro del debate político a la espera de tiempos mejores que la victoria de Trump demuestra que pueden llegar.

Así pues, mi balance definitivo de lo que han representado éstas elecciones es el siguiente: un incontestable y meritorio éxito de Donald Trump y, en menor medida, del Partido Republicano; a la vez que un grave e incontestable fracaso para unos demócratas a los que sin embargo sería irresponsable considerar en fuera de juego, ni siquiera por una breve temporada. La elección presidencial de 2016 constituye un signo de esperanza, a la vez que una fuente de problemas y quebraderos de cabeza en potencia para el partido de Abraham Lincoln. Al que, curiosamente, Trump le abre unas oportunidades que, sin embargo, no es inconcebible que pasen en algunos aspectos por una relativa oposición al Presidente tendente a matizar algunas de sus posturas más divisivas y controvertidas. En realidad, será a partir de 2018 cuando podamos comenzar a hacernos una idea más clara acerca de cuál cabe esperar que sea el recorrido de los EEUU durante los próximos años y si de verdad esta victoria abre un ciclo político duradero en el gigante yanki. Si dentro de dos años, por cualquier razón, se produjera un claro retroceso republicano en el Congreso y en los Gobiernos y Legislaturas Estatales, entonces lo más probable es que estemos ante un interludio que difícilmente impedirá que el peso de la demografía acabe haciendo girar el péndulo a favor de los demócratas. Si, por el contrario, los republicanos dentro de dos años mantuvieran o incluso ampliaran sus parcelas de poder, entonces las posibilidades de que éstos ganaran una posición prolongada de predominio y hegemonía política cobrarían una virtualidad nada desdeñable. Por otra parte, y partiendo de la base de que de momento el “trumpismo” apenas si está presente en el Congreso, serán también las elecciones de 2018 las que permitirán salir de dudas acerca de si dentro del Partido Republicano puede articularse un ala poderosa clara e incuestionablemente afín a los planteamientos de Trump (cuyo surgimiento podría facilitarle mucho la vida al Presidente durante sus dos últimos años de mandato), o si en verdad El Donald no va a ser el origen de nuevas tendencias políticas en el seno de la democracia estadounidense, sino solo un personaje singular condenado a entenderse con las corrientes republicanas ya existentes. Y con esto termino.

1El NPVIC es un acuerdo en virtud del cual los Estados firmantes, una vez alcanzaran la mayoría absoluta de los Electores, los entregarían al ganador en votos a lo largo de la totalidad de los EEUU, incluso en el caso de que perdiera en los Estados firmantes. Es decir, que estaríamos ante un acuerdo que convertiría, de facto, la elección presidencial estadounidense en una elección directa. Cosa que muchos creemos que resulta del todo inconveniente, porque relativizaría la naturaleza federal de los EEUU. No es que yo considere que el Colegio Electoral como institución funciona adecuadamente (en realidad, yo ni siquiera soy partidario de mantenerlo, porque lo considero un arcaísmo de todo punto de vista innecesario), y me parece muy bien, en ese sentido, reformar el sistema de elección presidencial a fin de hacerlo uniforme para todo el país (evitando regulaciones dispares de elementos esenciales del mismo por los Estados), proveyendo de peso al voto popular, de modo que tanto la expresión de las preferencias individuales del votante estadounidense como la expresión de la voluntad política colectiva de los Estados tenga una influencia perceptible en la elección del Presidente. Ahora bien, eso no quita que, si tal cosa no fuera posible, considero más importante dar voz a las preferencias políticas de los Estados colectivamente considerados, y no a las del ciudadano estadounidense individual. De manera que, entre mantener el Colegio Electoral tal como hoy existe y la elección presidencial directa, considero preferible preservar aquel.

domingo, 26 de abril de 2015

NPVIC Y CONSTITUCIÓN DE LOS EEUU. INCONVENIENCIA DE LA ELECCIÓN DIRECTA EN ESTADOS FEDERALES


[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

Observo con creciente preocupación el constante avance que está experimentando en los EEUU la iniciativa que en inglés recibe el nombre de National Popular Vote Interstate Compact (Acuerdo Interestatal por el Voto Popular Nacional -o NPVIC, por sus siglas en inglés-). Se trata de una iniciativa que pretende que cada Estado usalense otorgue sus votos electorales al candidato a Presidente que obtenga la mayoría simple de los votos a nivel federal, con independencia del hecho de que gane o pierda las elecciones en el Estado. El primer Estado que hizo aprobar esta iniciativa fue Maryland, en 2007. Desde ese año, son ya once los Estados que se han sumado. El último fue Nueva York, orientado en ese sentido por su actual gobernador, Mario Cuomo.

El NPVIC establece que los Estados que lo aprueben por ley solo comenzarán a aplicarlo en el momento en el que haya sido aprobado por una pluralidad de Estados a los que corresponda otorgar 270 delegados -es decir, la mayoría absoluta de los que componen actualmente el Colegio Electoral-.

Este requisito para proceder a la aplicación de lo dispuesto en la iniciativa es lógico. Aplicarla antes podría no ser efectivo (dado que el candidato que obtenga menos voto popular podría ganar en todos los Estados que no la han aprobado, y de ese modo ganar las elecciones). Por el contrario, en el momento en que un grupo de Estados que eligiesen la mayoría de los delegados del Colegio Electoral aplicasen este sistema, los enemigos del Colegio Electoral estarían de enhorabuena, en la medida en que la institución quedaría abolida de facto, y la victoria en las elecciones presidenciales correspondería con toda seguridad al candidato que se hiciese con más votos en todo el país.

Todos los Estados que se han sumado son Estados liberales en los que la hegemonía política de los demócratas es abrumadora y los pocos republicanos que tocan poder consiguen hacerlo a base de someterse al discurso social y político de éstos, que es el hegemónico en esos Estados (igual que sucede a la inversa con muchos demócratas en muchos Estados de indiscutible predominio conservador). En el momento de aprobar el NPVIC, todos estos Estados tenían gobernadores y Legislaturas Estatales demócratas -con la única excepción de Nueva York, donde el Senado que aprobó el NPVIC era republicano-. En la mayoría de los casos, las mayorías electorales alcanzadas por los demócratas en las elecciones a gobernador o a las Legislaturas Estatales son apabullantes.

La iniciativa del NPVIC, en caso de aprobarse, implicaría el mayor cambio en el modelo político usalense acontecido en toda la Historia de la joven nación americana. Ningún cambio constitucional del sistema político entre los efectuados hasta el momento presente ha revestido la misma entidad que tendría éste, que vendrá impuesto a través de una simple reforma legislativa. Tan es así, que sus críticos en parte se le oponen por considerar que el NPVIC no es otra cosa que una reforma encubierta de la Constitución usalense. ¿Hasta qué punto es esa una opinión consistente?

Sin duda alguna, los Estados usalenses carecen de poder para derogar el Colegio Electoral que elige al Presidente de los EEUU (http://lascronicassertorianas.blogspot.com.es/2012/08/breve-explicacion-del-sistema-de.html). Dicho Colegio Electoral fue establecido por la Sección 1ª del Apartado 2º del Artículo II de la Constitución de 1787, de manera que su disolución formal y la implementación de la elección presidencial directa por mayoría simple sería posible solo si se introdujese alguna Enmienda a la Constitución. Los apoyos que es necesario concitar a fin de enmendar la Constitución son enormes (voto favorable de dos tercios de cada cámara del Congreso y de tres cuartos de las Legislaturas Estatales). Por eso solo una vez han existido posibilidades razonables de enmendar la Constitución a fin de abolir el Colegio Electoral y de establecer la elección directa del Presidente de EEUU. Sucedió en 1969, cuando el Representante Emanuel Celler y el Senador Birch Bayh propusieron una Enmienda a la Constitución en virtud de la cual el candidato ganador de las elecciones pasaba a ser elegido directamente Presidente a condición de obtener al menos el 40% de los votos; celebrándose en caso contrario una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados.

Aquello era una chapuza, dado que se sustituía una tradición rebosante de sentido como -al margen de sus insuficiencias- lo es la de la elección indirecta del Presidente a través del Colegio Electoral (cuya composición, equivalente a la del número de Congresistas por Estado, no puede decirse que sea arbitraria) por un modelo de elección directa sin tradición histórica ninguna que no se ha empleado jamás para la elección de otros cargos públicos elegidos por comicios en EEUU, introduciendo esa cláusula boba del umbral mínimo del 40% a fin de poder ser elegido Presidente que, por un lado, carece de particular asidero racional (¿Por qué un 40% y no un 35% o un 45%? ¿No tendría más sentido exigir al menos el 50% más uno de los votos como en Francia?); y, por otro lado, nunca ha sido aplicada, al menos hasta donde yo sé, ni a las elecciones a las cámaras del Congreso ni a las elecciones a Gobernador, ni a las elecciones a las Legislaturas estatales). Más sentido habría tenido bien la instauración de una elección presidencial directa por mayoría simple acorde a la tradición política usalense, o bien la implementación de la novedad a todos los niveles electorales federales (es decir, también para las elecciones al Congreso).

El caso es que la propuesta de enmienda constitucional tuvo recorrido, dado que fue aprobada por una mayoría abrumadora de la Cámara de Representantes: 339 a 70. Más aún, recibió el apoyo de un Presidente que, por mucho que haya pasado a la Historia como uno de los más nefastos, fue en su momento uno de los más populares que nunca hayan tenido los EEUU: Richard Nixon. Solo la inquebrantable y numantina resistencia de una minoría compuesta sobre todo por Senadores de los Estados pequeños pudo impedir mediante un acertado ejercicio de filibusterismo (término con el que se conoce al bloqueo por una minoría suficiente de al menos el 40% de sus miembros de las actividades del Senado) la aprobación de tamaña aberración jurídico-política y salvar así el Colegio Electoral. Desde entonces se han vuelto a proponer enmiendas a fin de eliminar el Colegio Electoral, pero ninguna ha estado cerca siquiera de prosperar. El asunto perdió relevancia a ojos de la opinión pública usalense, y solo la recuperó cuando, en el año 2000, el candidato republicano y Gobernador de Texas, George W. Bush, derrotó al candidato demócrata y Vicepresidente, Al Gore, obteniendo menos voto popular que éste en las elecciones presidenciales (lo que no ocurría desde 1888).

Desde entonces volvió a tomar fuerza la idea de abolir el Colegio Electoral, aunque más que nada entre los demócratas. Que se daban cuenta de que sin apoyo bipartidista (y apenas hay republicanos prominentes que apoyen abrogar el Colegio Electoral) sería imposible intentar nada a ese respecto en el Congreso, que difícilmente aprobará una enmienda a la Constitución de 1787 que vaya en ese sentido. Ahora bien, los Estados (a través de sus Legislaturas) para lo que si son competentes es para decidir la forma en que deben otorgarse los delegados que a cada Estado corresponde designar con motivo de las elecciones. Esta es la razón que aducen en defensa de su propuesta los partidarios del NPVIC.

Los que cuestionan la constitucionalidad del NPVIC, por su lado, sostienen que el derecho de los Estados a repartir libremente sus delegados no llega hasta el punto de que un Estado pueda delegar su elección en lo que hagan los demás Estados, que es exactamente lo que hace el NPVIC cuando establece que el candidato ganador a nivel federal se llevará de calle los delegados de los Estados que lo han aprobado, con independencia de que haya perdido en el Estado. Yo, personalmente, creo que esa objeción no tiene una base lo suficientemente fuerte.

La X Enmienda es clara cuando establece que: "Los poderes que la Constitución no delega a los Estados Unidos ni prohibe ejercer a los Estados quedan reservados, respectivamente, a los Estados o al pueblo". En materia electoral, la Constitución no entra a regular más que unos pocos y muy concretos aspectos del sistema electoral federal. Así que, con la excepción del tamaño de las delegaciones de los Estados en el Congreso y en el Colegio Electoral; de la resolución de los casos en los que ningún candidato tenga la mayoría; de los lugares en que corresponde celebrar comicios a la Cámara de Representantes y las épocas y modo en que ha de hacerse lo propio en ambas cámaras del Congreso (cuestiones que, en ausencia de regulación federal, son reguladas libremente por cada Estado); y de la elección separada de Presidente y Vicepresidente, todas las demás cuestiones relacionadas con la regulación de las elecciones federales -tanto presidenciales como al Congreso- son de exclusiva competencia de los Estados.

Es otra la razón que yo creo que podría esgrimirse para argumentar la inconstitucionalidad del NPVIC. Yo creo que esta iniciativa es inconstitucional en la medida en que, si bien el procedimiento elegido para instaurar el NPVIC es acorde a la letra de la Constitución -en la medida en que respeta, de iure, la existencia del Colegio Electoral-, la propuesta implica un fraude no ya de ley, sino de la Constitución, al igual que un abuso del Derecho. ¿Por qué? Porque, si bien se respeta formalmente la existencia de la institución que se reforma, dicha institución queda despojada de todo contenido a efectos prácticos.

Uno de los órganos políticos centrales a lo largo de toda la Historia política de los EEUU, como es el Colegio Electoral -concebido para que la soberanía de los Estados fuera debidamente tenida en cuenta a través de la emisión por cada Estado de una opinión colectiva propia y diferente de la de los demás Estados-, ya no podría cumplir su función, dado que el reparto de votos ni siquiera se efectuaría teniendo en cuenta la opinión política del Estado, sino la de los EEUU en su conjunto. Esto implica contravenir en el fondo -si no en la forma- la intención de los Padres Fundadores y una tradición que viene siendo observada ininterrumpidamente desde hace ya 226 años, cuando se celebraron las primeras elecciones y se eligió unánimemente Presidente a George Washington. Si se concibió el Colegio Electoral fue para ser relevante y modular lo que podríamos denominar el "resultado electoral en bruto", y no para ser mero altavoz de dicho "resultado electoral en bruto".

Tampoco es que el argumento que opongo al NPVIC sea irrebatible, ni muchísimo menos. Podría decirse que, si de verdad la intención de los Padres Fundadores hubiera sido realmente la que yo digo (esto es, la de que el Colegio Electoral fuera relevante y sirviera para dar forma definitiva al resultado de las elecciones presidenciales), lo más seguro es que hubiesen tomado precauciones más eficaces para garantizar a toda costa la relevancia política del Colegio Electoral. No estoy convencido de que ese sea un argumento válido. También podría decirse que, si de verdad los Padres Fundadores hubiesen estado por un sistema de elección directa del Presidente, lo habrían establecido sin más. Habrá quienes digan que quizá estaban abiertos a establecer un sistema flexible en el que cupieran múltiples posibilidades (una de las cuales sería la elección presidencial directa), todas ellas igualmente constitucionales. No lo veo razonable. No creo que los Padres Fundadores plantearan precisamente un modelo institucional susceptible de ser transformado de un modo tan sustancial merced a la voluntad de mayorías políticas pasajeras; aunque solo sea porque eso habría supuesto cimentar los EEUU sobre cimientos altamente inestables.

Lo que sí señalan acertadamente los adversarios del NPVIC es que la validez de los acuerdos interestatales, de la naturaleza que sean, depende de su aprobación por el Congreso. Así que, aunque el NPVIC fuera aprobado por un número suficiente de Estados, seguiría sin poder entrar en vigor en tanto no lo aprobara el Congreso, actualmente en manos republicanas. Hoy por hoy, no se antoja probable que un Congreso republicano aprobara nada que se parezca al NPVIC. Ahora bien, esta no es una barrera protectora contra el desafuero tan difícil de franquear como para dejar de preocuparse por lo que pueda suceder en el corto plazo. Parece probado que las mayorías republicanas en el Congreso obedecen a unos índices de participación popular en los comicios de vergüenza. Sin embargo, una propuesta como el NPVIC es la clase de asunto que podría movilizar a lo grande al electorado (incluso si las elecciones al Congreso estuvieran separadas de las presidenciales), y que podría ayudar a conformar una nueva mayoría demócrata favorable al acuerdo.

Otra cuestión jurídica a tener en cuenta a la hora de plantearse la conveniencia de una iniciativa del estilo del NPVIC es que, incluso aceptando la constitucionalidad de la misma, nos encontramos con que se estaría acometiendo una modificación trascendental del sistema político estadounidense sobre la base de una provisionalidad que no parece que constituya jamás el marco jurídico idóneo para ninguna gran reforma. ¿Por qué? Pues porque los Estados son libres para revocar el acuerdo adoptado, de modo que algunos de los Estados que aprobaran el NPVIC podrían revocarlo tras haber entrado éste en vigor, debiendo retornarse automáticamente al sistema electoral anterior. En definitiva, que la cuestión electoral podría convertirse en un motivo de enfrentamieto y encono político federal e interestatal permanente. Se votaría en las elecciones presidenciales sin la seguridad de que a los cuatro años el sistema para la elección del Presidente siguiera siendo el mismo.

De momento, por ir aclarando la situación actual del NPVIC, tenemos que un grupo de Estados que eligen 165 delegados han aprobado ya la iniciativa. De manera que los propulsores de la misma han recorrido el 61'11...% del recorrido que los separa de la consecución de su objetivo. Les quedan 105 votos y la aprobación del Congreso para que su sueño de institucionalizar la elección presidencial directa en los EEUU se haga realidad. Teniendo en cuenta solo los Estados que no han aprobado el NPVIC, bastaría con que la propuesta recibiera el apoyo de Texas, Florida, Pennsylvania y Ohio para tener que ser sometida al Congreso. Ya lo comenté antes y vuelvo a comentarlo: hablamos de un hecho político de primerísima magnitud. Por lo que ahora toca dejar de lado el debate acerca de su constitucionalidad, y entrar a discutir si la elección directa del Presidente de EEUU es o no correcta.

Adelanto que no estoy en absoluto de acuerdo. Considero que la instauración de un sistema de elección directa del Presidente de los EEUU -que, aplicado a la elección del Presidente del Gobierno español, me parecería un adelanto incuestionable- supondría un enorme error de enormes proporciones históricas y de primerísima magnitud. La razón fundamental que me lleva a posicionarme de esta manera es una que siempre he creído que debería ser obvia: en una Unión Federal, la voluntad de las entidades federadas que la componen consideradas colectivamente no debería dejar de ser tenida en cuenta. Dicho de otro modo, en el seno de un sistema federal de integración parcial de naciones que pese a la integración mantienen su soberanía no debería adoptarse jamás un sistema que permita que un candidato a cualquier cargo público federal a elegir por toda la Unión pueda ser elegido para el mismo siendo rechazado por la práctica totalidad de las entidades federadas (lo que, desgraciadamente, es cosa que puede suceder perfectamente si se les niega a éstas la posibilidad de emitir un voto colectivo propio).

Comprendo perfectamente que se considere que el voto popular debería tener un protagonismo mayor que el que actualmente tiene en la elección presidencial. Yo creo lo mismo, y considero que estaría bien estudiar si existen opciones que, sin desvirtuar el sistema, puedan dotarlo de mayor relevancia. Para mi resulta claro como el agua que los EEUU (o por lo menos su sistema presidencial) han funcionado hasta ahora dando por hecho que el acuerdo de un número de Estados que claramente represente una mayoría incontestable de la Unión, por endeble que éste sea, ha de prevalecer sobre el rechazo tajante de la minoría de los Estados, sin importar lo grande que sea ésta minoría, ni el hecho de que dicha minoría de Estados englobe a la mayoría de la población del país.

Mi posición es la de que debería existir un equilibrio entrambas posiciones. Pienso que no debería ser posible que el rechazo tajante a un candidato en un Estado desprovea totalmente de efectos a la aceptación mayoritaria en el resto, y de la misma manera soy de la opinión de que tampoco debería ser posible que un acuerdo por la mínima en un grupo de Estados que represente a la mayoría del país (que no tienen ni siquiera porque ser la mayoría de los Estados totales) prime sobre el rechazo tajante en una fracción importante de la Unión.

Por otro lado, no dudo ni por un momento de que la elección directa del Presidente no solo no soluciona en absoluto el problema antes descrito, sino que consagra el proceso histórico-político de "unitarización" de los EEUU (que amenaza con sustituir la tradicional concepción del equilibrio entre las instancias políticas soberanas federal y estatales en una hegemonía federal absoluta, convirtiéndose los Estados en un elemento meramente decorativo del sistema político usalense). Antes de entrar a concretar mi postura, analicemos la contraria. Los defensores de la elección directa del Presidente -a la que antaño yo era favorable por mi menor comprensión de la naturaleza del sistema federal usalense- alegan una serie de razones que consideran deberian animar a la gente a sumarse a su causa. En esencia, esas razones se compendian en estas cuatro:

-El Voto Popular Nacional es más "democrático" que la elección presidencial a través del Colegio Electoral, ya que lo democrático es que sean los individuos los que se posicionen acerca de quién quieren que sea su Presidente, y no los Estados.

-El Voto Popular Nacional otorga mayor protagonismo a las minorías políticas de los Estados dado que, en lugar de llevarse todo el ganador en cada Estado como ocurre ahora, cada voto americano cuenta. De manera que, gane o pierda su candidato, no existe un solo americano cuyo voto no tenga una incidencia directa en la elección presidencial.

-El Voto Popular Nacional impide que la atención de los candidatos se centre casi exclusivamente en los swing States (Estados cambiantes), que son los Estados que no tienen una preferencia política clara y en los que, por así decirlo, no está cantada la victoria de ningún candidato.

-El Voto Popular Nacional devuelve protagonismo a los pequeños Estados, cuyo voto pasaría a importar tanto como el de los grandes. Nada que ver con lo que sucede en este momento de la Historia usalense en el que es un hecho que los Estados pequeños apenas cuentan, dado que su representatividad en el Colegio Electoral es tan pequeña que no se los toma en consideración. Ni siquiera cuando se trata de swing States, pues lo que aportan o quitan al candidato que gana en ellos es tan poquita cosa que practicamente no vale la pena el esfuerzo de prestarles una atención que más vale que se concentre en los grandes Estados que de verdad pueden provocar un vuelco.

Esas son las cuatro razones de más peso que les he leído u oído aducir en favor del NPVIC a los defensores de dicha iniciativa. Aunque estoy de acuerdo parcialmente con casi todas ellas, considero que se les da un enfoque equivocado, y una solución todavía más desacertada que espero que no sea la que finalmente elija el país. Así que voy a contestarlas una a una.

La idea de que es más democrático que se posicionen políticamente los ciudadanos y no los Estados no la comparto en absoluto, dado que es una simpleza. Quienes así razonan lo reducen todo al número total de individuos, obviando la diferencia cualitativa existente entre las naciones unitarias y las asociaciones de naciones más o menos integradas (federaciones y confederaciones); y olvidando por completo la idea de soberanía colectiva de la nación, que se expresa a través de la emisión de un voto conjunto de la misma en favor de los principales actores políticos. Idea que sigue siendo válida incluso cuando la nación pierde su independencia y pasa a ser una nación asociada cuya soberanía se ve limitada por un poder federal superior. Mientras haya nación y haya soberanía, es preciso que la soberanía colectiva pueda seguir ejercitándose. Dado que los EEUU aún no son una nación unitaria (pues si esto ocurriera ya no serían los EEUU, sino otra cosa muy diferente), entiendo que no hay razón para despojar a los Estados de su derecho a emitir un voto en tanto que colectividad en favor del candidato más apoyado dentro de los límites del Estado.

En cuanto a la idea de que la implementación de la elección presidencial directa devolvería su importancia al voto de las minorías políticas de los Estados, dicha idea implica partir de la base de que existen Estados muy inclinados hacia los republicanos y otros muy inclinados hacia los demócratas (Estados rojos y azules, respectivamente). E implica deducir automáticamente que, como el ganador se lo lleva todo, el voto de un demócrata de un Estado rojo o de un republicano de un Estado azul no significa nada, lo que desincentiva la participación, dado que millones que en otro caso votarían saben de antemano que el candidato del otro partido se llevará su Estado de calle. Y que, por ende, la elección presidencial directa devolvería su importancia a las minorías políticas de los Estados, y las animaría a participar en el proceso democrático y a identificarse más plenamente con él, sintiéndose representadas por el mismo.

Este es un argumento hasta cierto punto válido, pero se exagera su importancia; y no deja de ser falso en la medida en que se basa en una media verdad. La Historia en democracia de los EEUU es la más larga del mundo. Hoy en día, es verdad que el país está políticamente más polarizado de lo que lo había estado nunca en todos los años que han seguido a la Guerra Civil. Sin embargo, hace solo 30 años, el "ultraconservador" Ronald Reagan ganó en todos los Estados del país con la única excepción de Minnesotta (donde perdió por nada); y obtuvo ventajas abrumadoras de más de dos dígitos en Estados hoy día considerados bastiones inexpugnables del liberalismo tales como California, Illinois, Maine, Nueva Jersey, Oregón, Vermont o Washington. Ganó hasta en Massachusetts. Lo que significa que no es cierto que las minorías en los EEUU estén condenadas a la total irrelevancia, dado que siempre es posible cambiar esa situación. ¿Que cómo? Pues convirtiéndose en mayoría.

Eso sin contrar que no puede darse por hecho que los EEUU van a estar siempre igual de polarizados políticamente de lo que lo están en la actualidad. Quizá dentro de diez o veinte años nos encontremos con que minorías políticas que -según los partidarios de la elección presidencial directa- no tienen nada que hacer en sus Estados han conquistado la mayoría en los mismos. De todas maneras, el de la marginación de las minorías políticas de los Estados es uno de los argumentos más sensatos que aportan en favor de su causa los partidarios del NPVIC.

Los EEUU beben de dos fuentes de soberanía, que no son otras que el pueblo usalense y los Estados Federados. Sin embargo, es un hecho que, tradicionalmente, el sistema político usalense ha favorecido la representatividad de los Estados no prestando la suficiente atención a la representatividad popular. Y es cierto que este hecho desalienta a las minorías a participar en procesos electorales, y por ende dificulta su identificación con una democracia que no sienten que les represente (y para comprobar hasta qué punto esto no es una exageración, basta observar los indices patéticos de participación en las elecciones usalenses que se han ido registrando en el último siglo). La cultura política valora la victoria por encima de todas las cosas -rasgo muy típico del carácter anglosajón, y especialmente usalense-, y muchos de quienes saben que van a perder directamente se abstienen de tomar parte en los comicios. Eso debería cambiar. Aunque no a costa de privar de toda importancia al parecer del Estado mismo colectivamente considerado. Que es lo que, desgraciadamente, pretenden los partidarios de la elección presidencial directa.

En cuanto a la tercera razón de peso que los defensores de la implantación de la elección presidencial directa esgrimen para defender sus alocadas pretensiones unitaristas, que es la de que así se evitaría que los candidatos le presten más atención a unos Estados que a otros; empezar diciendo que es una solemne tontería, cuando no un engaño deliberado. Los partidarios de suprimir el Colegio Electoral sostienen que actualmente la atención de los candidatos se centra casi exclusivamente en los denominados swing States. Y que solo si se aprueba la elección directa del Presidente y cada voto americano cuenta lo mismo los candidatos se verán obligados a repartir su atención equitativamente.

Dicen que la elección directa es la única manera de devolver importancia al voto de los ciudadanos de los pequeños Estados, y de conseguir que los candidatos procuren hacer campaña en el mayor número de Estados posibles. Dicen que, dado el dispar tamaño de los Estados, los pequeños Estados, incluso en el caso de que sean swing States, difícilmente recibirán ni la menor atención de los grandes candidatos, a los que les compensa más tentar a la suerte y rezar para ganarlos que hacer campaña en ellos y dejar de prestar su atención a los mayores Estados, que son los que realmente son necesarios para ganar la Presidencia.

Es verdad que en los actuales EEUU hace ya décadas que los candidatos se concentran en los Estados que reúnen a la vez estas dos características: ser grandes Estados y ser swing States. Pese a todo, incluso reconociendo esto, se me hace difícil entender que la forma de otorgar mayor valor a la opinión de pequeños Estados como Rhode Island o Delaware sea pasar por alto la voluntad del pueblo de cualquiera de esos dos Estados. Es más, se omiten detalles importantes. Como el de que, en verdad, la voluntad de los pequeños Estados perdería relevancia. Pues en el Colegio Electoral los Estados pequeños están sobrerrepresentados y los grandes infrarrepresentados, mientras que, si se aprobara la elección directa del Presidente, los Estados pequeños pasarían a ser todavía más irrelevantes al perder esa pequeña ventaja de la que hoy gozan.

Conste que esto no es malo en sí mismo. Yo soy partidario de que cada Estado pese en la elección presidencial lo que le corresponda en atención a la proporción de la participación electoral global en las elecciones que corresponda a ese mismo Estado (lo que, potencialmente, implicaría que cada Estado pesaría tanto como la proporción de electores establecidos en él, dado que tal sería el resultado si participase en la elección el 100% del electorado, que tendría motivos hasta "patrióticos" si se los quiere llamar así para participar en las elecciones, en la medida en que de la emisión de su voto dependería el peso político de su Estado).

Me explico. Mientras los Estados sigan estando representados por igual en el Senado, los intereses de los menos poblados estarán debidamente protegidos. Es decir, que ya son lo suficientemente poderosos como para necesitar un peso mayor del que en base a su población les correspondería en la elección presidencial. De hecho, considero que es conveniente privarles de ese peso porque en los actuales EEUU existen unos cuantos Estados que son lo suficientemente irrisorios en términos de territorio, de población o de las dos cosas como para que uno no pueda dejar de preguntarse si no sería mejor que dichos Estados se integraran con otros para constituir Estados de dimensiones más normales. Lo que tiene su importancia más allá de la estética.

Históricamente, Nueva Inglaterra ha dispuesto de un poder mucho mayor dentro de los EEUU que el que debería corresponderle en base a su población, ya que concentra dentro de sus fronteras seis Estados, de los cuales cinco (a saber, se trata de los Estados de Maine, Nueva Hampshire, Vermont, Rhode Island y Connecticut) son minúsculos en términos territoriales. El mayor de todos los Estados de Nueva Inglaterra, Massachusetts no es tampoco demasiado grande (a decir verdad, creo que solo Hawaii, Nueva Jersey, Delaware y los otros Estados de Nueva Inglaterra antes mencionados son menores en superficie). Y en verdad da la sensación de que el hecho de que no estén unidos responde más a la inercia de la tradición y a la codicia política (separados suman 10 votos en el Colegio Electoral más de los que corresponderían a Nueva Inglaterra si ésta fuese un único Estado) que a la existencia de diferencias irreconciliables de ninguna clase entre los citados Estados.

Como es lógico, no soy partidario de que se obligue a fusionarse a entidades soberanas que deben ser libres de decidir si constituir o no una entidad integrada mayor. Pero si creo que es conveniente desincentivar, en la medida de lo posible, la pervivencia de los pequeños Estados. Y la forma de conseguir eso es reducir lo más que sea posible el poder de los mismos, siempre y cuando eso no tenga como consecuencia la ruptura de los principios políticos esenciales en torno a los cuales ha de ordenarse una asociación de naciones parcialmente integradas como es una federación.

De todas maneras, lo importante es que el argumento esgrimido a este respecto en favor del NPVIC es radicalmente falso, hasta tal punto que cuesta creer que los propulsores de la elección directa no sean conscientes de ello y, a pesar de todo, mientan descaradamente. La implementación del NPVIC disminuiría el peso de los pequeños Estados en la elección presidencial, sin que en modo alguno fuesen compensados con un mayor poder de atracción del que ya poseen sobre los candidatos.

No por nada, sino porque el efecto evidente del voto directo no sería otro que el de focalizar la atención de los candidatos en las grandes ciudades. Las elecciones se convertirían en una competición por la conquista del voto de las MacroUrbes, no del de los MicroEstados. Los candidatos republicanos a los que hoy por hoy los millones de votos obtenidos en ciudades tales como Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Filadelfia, San Francisco, Seattle, Cincinnati, Boston, Baltimore, Minneapolis no les valen absolutamente para nada acudirían más a esos sitios a fin de mantener o aumentar sus caladeros electorales. Y los demócratas harían lo propio en ciudades tales como Houston, Dallas, San Antonio, San Luis, Albuquerque, Charleston, Atlanta o Nueva Orleáns.

En definitiva, que sin duda alguna los candidatos ampliarían su radio de acción, pero no a los Estados pequeños (que seguirían igual de postergados que antes, solo que ahora disponiendo de mucho menos peso que antes en la elección del Presidente). Cosa que insisto en que no me parece mal, ya que una cosa es ser favorable a que los Estados pequeños no queden reducidos a la condición de diminutas e ignoradas manchas de tierra, y otra muy diferente es premiar su pequeñez natural con ventajas políticas que no son precisas para proteger su posición relevante dentro de la Unión, y con ella su soberanía. No obstante, lo que si rechazo es la forma en que los propulsores del NPVIC hacen apología de su propuesta intentando a sabiendas de lo que hacen colar como argumentos en favor de la misma circunstancias que dan lugar a efectos muy diferentes de los que ellos les atribuyen delante de la opinión pública.

Concluyendo, que esas son en resumidas cuentas mis razones para oponerme al NPVIC y a la elección directa del Presidente de EEUU. En cuanto a las novedades que pueda deparar la evolución de la iniciativa, ya seguiré informando si es preciso... Un abrazo en Jesucristo a todos los lectores, y hasta la próxima. IHS

jueves, 27 de diciembre de 2012

BREVE COMENTARIO A LA VICTORIA DE OBAMA

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Aunque este artículo tocaba haberlo escrito el mismo día 7 de noviembre, me alegro de haber tenido el blog en el congelador durante algún tiempo. Pese a que tengo no poca materia atrasada, me da la sensación de que el haber dejado correr un poco el tiempo ha tenido como consecuencia el que tomara conocimiento de sucesos que sin duda podrán contribuir a enriquecer unas entradas que, además, al no escribirse al calor del momento, tenderán a mostrarse más equilibradas por reflexionadas. En fin, procedo a exponer el tema que va a ocupar esta entrada, que merece ser comentado antes de que termine el 2012.

Ya comenté en una entrada anterior que los Estados Unidos, y de rebote el resto del mundo, se jugaban mucho en la pasada elección presidencial acontecida en ese gran país. La esencia de los Estados Unidos es la libertad, y parte de esa libertad se fundamenta profundamente en la creencia de que el poder público no debe entrometerse en nada en lo que no sea estrictamente necesario que se inmiscuya. Este noble, básico y sensato principio no siempre se ha seguido todo lo que habría sido deseable. Pero los últimos tiempos han sido testigos de como la actual Administración de Obama realmente no se conforma con no ser fiel a los mismos, sino que, precisamente en base a su infidelidad, desea borrar hasta su recuerdo de la mente y del corazón de la Unión Federal que malgobiernan.

Podría extenderme hablando acerca de los males que pueden proceder de la actual Administración. Pero el caso es que nada de lo que diga cambiará el resultado: Obama y Biden 332 Romney y Ryan 206. Y victoria contundente también en voto popular del actual inquilino de la Casa Blanca, que a ojos de los electores estadounidenses ha merecido otros cuatro años al frente del país.

Reconozco que la victoria de Obama fue mucho más holgada de lo que esperaba. Aunque le daba favorito, consideraba que Romney tenía unas posibilidades que es obvio que no tenía ni por asomo, e incluso veía probable que Romney lo derrotase en términos de voto popular. No lo hizo. Y, sin embargo, no me sorprenden los resultados.

¿Por qué digo que no me sorprenden? Las razones son varias. Una de ellas es el candidato. Sin duda alguna, es fácil decir ahora que Romney era un candidato débil. Pero lo cierto es que eso no quita que en efecto lo era. No por su desempeño, que fue mejor del esperado (nadie habría pensado que pudiera ganarle como lo hizo el primer debate a Obama). Sino por su propia naturaleza. Romney ha sido la demostración de que en Estados Unidos la doctrina del mal menor (tan lesiva para la calidad de la democracia, e incluso para la democracia misma) no ha cuajado nada en absoluto. El ciudadano busca un candidato que lo estimule, y no que se limite a ser menos malo que el otro. Romney no era particularmente estimulante (a la gente no le estimula un niño bien al que se percibe a años luz de las preocupaciones de la gente de la calle), y había cambiado demasiadas veces de posición como para que se concediera particular crédito a los posicionamientos más radicales con que en las últimas semanas de campaña intentó ganarse a las bases republicanas y, en concreto, a los simpatizantes del movimiento Tea Party. Esto ya es malo. Pero lo que más daño hizo a Romney, seguramente, fue su religión. La religión mormona es un credo increíblemente chorra, que a la mayoría le genera risa, pero que a muchos (especialmente cristianos convencidos, católicos o protestantes, de entre los que forman la base electoral republicana) les produce profunda repulsión, caso de un servidor. La suficiente como para no votar a un candidato mormón ni siquiera si su contrincante es el igualmente pagano presidente Barack Hussein Obama (ese no es mi caso, yo, a pesar de la profunda repulsión que me produce el culto pagano de los mormones, si habría votado a Romney).

Realmente, a tenor de los resultados electorales, me parece evidente que si se hubiese presentado como candidato a alguien que no fuese mormón y que estuviese más en sintonía con las bases republicanas (desde luego, a alguien que no hubiese jamás aprobado como gobernador de Massachusetts una especie de anticipo de la reforma sanitaria obamita), seguramente la elección hubiese resultado mucho más competitiva. Aun así, no voy a mentir: a la vista de los cambios demográficos que están teniendo lugar en los Estados Unidos, incluso un Ronald Reagan habría tenido dificultades serias para alzarse con la victoria sobre el actual presidente. Esa es una de las enseñanzas que se sacan de las últimas elecciones. No se llega a ningún lado autolimitando la propia base electoral a la decreciente mayoría blanca. Así que solo quedan dos opciones: convencer a esa declinante mayoría de ponerse manos a la obra y tener un mayor número de hijos que preserve su condición mayoritaria, o intentar abrirse camino entre las minorías. Yo aconsejaría optar por los dos caminos. El actual Partido Republicano no opta por ninguno.

El mayor error de la campaña electoral republicana para mi ha sido evidente. Se ha enfocado con vistas a la derrota de Obama y de todo lo que este y el actual Partido Demócrata representan; más que por la victoria de una alternativa diferente al mero retorno a la situación previa al mandato del actual presidente.

O eso se cambia, o nos cambia Obama. Continuará...

viernes, 14 de septiembre de 2012

TRASCENDENCIA DE LA PRÓXIMA ELECCIÓN PRESIDENCIAL ESTADOUNIDENSE

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

El próximo 6 de noviembre, los Estados Unidos elegirán al hombre que presidirá esa gran nación. Las opciones están entre repetir el ticket ganador de 2008 (formado por el celebérrimo Barack Hussein Obama, y por el menos conocido vicepresidente Joe Biden), del Partido Demócrata; o concederle una oportunidad a la candidatura del Partido Republicano, integrada por Mitt Romney, el mormón multimillonario ex-gobernador de Massachussets, y por Paul Ryan, el candidato católico y simpatizante del movimiento libertario Tea Party, al que el anterior ha elegido como su hombre para la vicepresidencia.

Para quienes no sean estadounidenses debe de ser difícil no ya elegir un candidato favorito, sino sencillamente entender por qué deberían tener uno. Los Estados Unidos son la potencia más importante del globo, pero para muchos eso no significa que el hecho de que uno u otro individuo se siente en el Despacho Oval haya de importarnos particularmente. Yo, sin embargo, no comparto esa opinión, dado que siempre ha existido cierta interrelación cultural entre las naciones, más si cabe cuando se forma parte de un mismo bloque cultural. En los últimos tiempos, la relativa globalización que ha experimentado la economía ha llevado a una poco paulatina consolidación de dicha tendencia. No debe olvidarse, asimismo, que la atracción cultural entre semejantes suele darse de modo desparejo. Es el menos poderoso y dinámico el que más fácilmente se deja sugestionar por el que se sitúa por encima, y no viceversa. Prueba empírica de la verdad de mis afirmaciones lo es el hecho de que los últimos decenios de Historia de Occidente han consistido (y no solo en Occidente) en una progresiva y constante americanización de nuestro modo de vida.

La deriva que tomen los EEUU puede marcar de manera trascendental no solo sus relaciones con el Viejo Continente, sino hasta el mismo devenir de los acontecimientos que se vayan sucediendo en el mismo.

En ese sentido, yo si tengo un candidato favorito en estas elecciones. Aunque, por desgracia, no se ha encaramado a tal condición por sus logros, sino por los peligros y deméritos graves que concurren en la persona pública del rival. No estoy con Mitt Romney, sino que me situo radicalmente en contra de todo lo que representa Barack Hussein Obama. A quien tengo por el presidente más pernicioso que ha parido la Historia de los Estados Unidos desde los días de James Buchanan -quien quiera saber que tengo contra Buchanan, que consulte en un manual de Historia estadounidense-.

En efecto, Barack Hussein Obama me parece que es un presidente que levanta dudas imperdonables relativas a su pasado e ideas políticas y religiosas. Pero que a este hecho, bastante malo de por si, suma una serie de realizaciones nefastas a través de las cuáles parece pretender ir sembrando de despropósitos el hasta ahora globalmente fructífero campo del futuro estadounidense.

En cuanto al primer apartado, Barack Hussein Obama es un presidente que no solo ha coqueteado en su juventud con ideas socialistas y antioccidentalistas bastante contrarias a los valores que han hecho grande a la Unión Federal norteamericana; sino que además, aunque no se atreva a reivindicarlos demasiado abiertamente, tampoco parece haberlos abandonado. Asimismo, Barack Hussein Obama es un presidente nieto de un keniata musulmán practicante y polígamo. Esto no demuestra nada acerca de su persona, pero es evidente que según la Sharía, el hijo de un musulmán es un musulmán, y así todos su descendencia hasta el fin del mundo (de modo que, aunque Barack Hussein Obama se defienda alegando que su padre era ateo, el caso es que para los musulmanes su padre era musulmán, y el también es musulmán, y musulmanas son Malia y Sasha -las dos adorables hijitas del presidente a las que éste regaló un perro tras ganar las elecciones-). Y también es evidente que, aunque es risible la idea de que a Obama nadie pueda obligarle a practicar el Islam, ni condenarlo a muerte por apostasía en caso de no hacerlo; tampoco es que sus discursos sobre religión -especialmente los que versan sobre la religión musulmana- o su política anti-israelí contribuyan a despejar las dudas acerca de si no nos estará engañando a todos y simpatizará con la fe de ese engendro despreciable de ser humano que era Mahoma en un grado más elevado que el que reconoce (que ya es demasiado alto) y, sobre todo, superior al que se puede confesar en un país como los EEUU. En realidad, lo que gestos como esos -o como la famosa reverencia ante el emir de Arabia Saudí, sin duda el más teócrata jefe de Estado de todo el globo-, lo que tienen más bien es el efecto de potenciar y dotar de credibilidad a las sospechas más siniestras entre las que penden encima del personaje acerca de su relación con la aborrecible religión del Islam.

Respecto de sus políticas prácticas, éstas no son precisamente como para que tiremos cohetes en su honor, sino en todo caso contra él. Básicamente, sus políticas, aparentemente poco fructíferas (más aun si se tiene en cuenta que prometió el oro y el moro -nunca mejor dicho- en la brillante campaña a través de la cual consiguió su incontestable elección en 2008) han consistido en echar sobre la tierra de EEUU los cimientos sobre los que construir el mismo edificio ruinoso que denuncié en la anterior entrega de este blog y que putrefacta la vitalidad y lastra el dinamismo y el porvenir del antaño glorioso e imbatible continente europeo. Y la clave de dicha empresa de demolición de los valores americanos está en su reforma sanitaria. Que, aunque en modo alguno llega a instituir una sanidad universal como la que existe en el continente europeo, avanza mucho en esa dirección. Como nunca se atreviera a hacerlo ni siquiera Franklin Delano Roosevelt. Y que, además, se permite imponer a los ciudadanos la contratación de un seguro, incluso en contra de su voluntad. Esta es una práctica a la que los europeos -debido a nuestra mentalidad de siervos feudales- nos hemos acostumbrado -igual que en su día estábamos acostumbrados a que nuestros nobles satisficiesen sus más inconfesables apetitos mediante el uso impropio del cuerpo lozano de las más jóvenes y bellas de nuestras hijas (es el problema de acostumbrarse tan fácilmente a cualquier cosa), sin que muchos de los afectados se rebelasen ni lo más mínimo contra dichas prácticas-. Estamos, efectivamente, acostumbrados a que el Estado omnipotente nos imponga contrataciones privadas contra nuestra voluntad. Pero esto es cosa que nunca se ha estilado en EEUU, por aquello de que se entiende que la libertad del ciudadano está por encima de esto. Muchos de los que critican el modelo social estadounidense lo hacen alegando que es cruel, y que resulta ridículo que la nación más rica no sea aquella en la que sus ciudadanos mejor vivan -en términos materiales- del mundo. Lo que a mi me parece ridículo es que aquí haya alguien que se atreva a presumir de nuestro modelo, que constituye un clamoroso desafío a la racionalidad, por aquello de que es de todo punto de vista insostenible.

Llegados aquí reitero algo que ya he dicho en otras ocasiones: el Estado Social es malo en la práctica, pero ambién en la teoría. No se trata solo de que es per se infinanciable, ni de que en la práctica las políticas chorras o de ingeniería social gubernamentales en Europa lo hacen aun más insoportable para las arcas públicas. Se trata de que, aunque se tratase de un Estado perfectamente financiable, es un Estado indeseable. No en el mismo grado que el Estado socialista, pero pese a todo si en un grado nada desdeñable. Hablamos de un Estado que parte de presupuestos filosóficos que revelan total falta de respeto por la persona y sus posibilidades. De un Estado que nos considera menesterosos, y que no cree en las posibilidades de éxito de los individuos a partir de su solo desenvolvimiento. De un Estado que tutela a todos, a los más aventajados y a los menos aventajados, y que en el caso de los primeros no contribuye nada a que desarrollen las capacidades que les permiten posicionarse de manera ventajosa respecto de los demás. De un Estado que puede ser conducido con honradez, pero que es muy fácil de instrumentalizar para crear redes clientelares que sostengan a castas políticas ciertamente ineficientes en el poder, mediante la distorsión de la verdadera opinión que el pueblo tiene sobre las cosas en cada momento.

Sin duda alguna, el Estado Social (que no se a cuento de qué algunos se empecinan en llamar "del Bienestar", cuando si por algo ha destacado es porque ha contribuído a reducirlo como ninguna otra cosa) no contribuye a fomentar entre los hombres el deseo de responsabilizarse en la medida correspondiente de sus asuntos individuales. Y esto tiene sus claros efectos políticos. Ningún hombre con sentido común negaría que la desresponsabilización en cualquier aspecto de la vida contribuye a alentar la despreocupación por cualquiera de los aspectos de la vida en general. Sobre todo cuando no es consecuencia del propio trabajo, sino que viene regalada desde el poder. La democracia requiere de una mínima dosis de responsabilidad ciudadana, y el Estado Social echa por tierra fácilmente cualquier esfuerzo de la gran mayoría en ese sentido. Andalucía es, en ese sentido, un grotesco ejemplo representativo de hasta dónde puede hacer degenerar una sociedad el Estado Social. Quienes aquí padecemos el yugo del que históricamente ha sido el peor partido en el mal (por más activo, aunque en los últimos tiempos está perdiendo su ventaja a ritmo acelerado) de los dos que se reparten los cargos públicos de importancia en este país (no es un secreto que me refiero al PSOE), sabemos perfectamente de lo que estamos hablando.

Por eso resulta particularmente triste que una gran nación como son los EEUU, históricamente ajenos a la deriva del Viejo Continente, decidan voluntariamente precipitarse por esa insana pendiente de lóbrega apatía. Ya decía Tocqueville que la democracia, lejos de ser débil, alcance niveles de fortaleza inimaginables en una oligarquía. Europa vive en una oligarquía. Y a nuestros gobernantes se les nota el miedo. ¿A qué? ¡Pues a que nos demos cuenta y actuemos en consecuencia para derrocarlos! En cambio, quienes gobiernan en democracia pueden temer por la impopularidad de algo que vayan a hacer, pero no tanto nunca por su legitimidad (y eso que a menudo hacen barbaridades, porque la cultura de la opulencia mórbida de Europa va unida a una cultura de la muerte de la que en modo alguno se ven libres los EEUU, para la desgracia común de todo Occidente). La americana es la única nación democrática sobre la Tierra. Razón por la que sus errores son más graves, porque no son producto de la tiranía de uno, sino de la falta de correcto discernimiento de muchos. En ese sentido, el hecho de que EEUU pudiera caer en la trampa del Estado Social es particularmente trágico. No tanto por lo irreversible. Como son una democracia, eso implica que pueden revocar libremente sus decisiones. Pero, si deciden transitar ese sendero de perdición, es evidente que no puede esperarse que lo hagan sin pagar un alto precio: el de la progresiva degradación de la calidad de su democracia (que ya actualmente es muy imperfecta).

Eso sería malo para ellos. Pero a nosotros podría sentenciarnos. Pues sobre nosotros es sobre quienes pende la Espada de Damocles, y nosotros somos quienes podemos necesitar ayuda de afuera para liberarnos de las cadenas con que nuestros peores enemigos amenazan oprimirnos. Aunque en relación con este asunto no voy a extenderme. Sobre esto habrá entradas para dar y tomar. ¡Palabra!