miércoles, 16 de noviembre de 2016

ELECCIONES EEUU 2016 (I)

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

Atendiendo al requerimiento de un buen amigo de México (un estimado "panista" que espero sinceramente que progrese en la política de ese país, para el que es posible que se avecinen tiempos duros), daré una opinión acerca de los que creo que son los hechos más destacables del mapa político que han arrojado las recientes elecciones presidenciales y legislativas celebradas ayer en los EEUU. Que han exaltado a Donald Trump a la condición de cuadragésimo quinto Presidente de ese país. No entraré a valorar las consecuencias políticas más profundas de lo sucedido el pasado 8 de noviembre, sino que procuraré enfocarme prioritariamente en las perspectivas de futuro que las elecciones abren precisamente en el plano de lo electoral. Es decir, procuraré tratar acerca de las perspectivas que para ambos partidos se abren en cuanto a la preservación de su hegemonía política a medio o largo plazo, y no tanto en otras cuestiones de extremo interés (como pueda serlo el tipo de política que despliegue a partir del 20 de enero el Presidente Trump, la situación en que quedan Obama y los Clinton después de tan estrepitosa derrota, o la forma en que el resultado de las elecciones y la exaltación de Trump puede afectar a causas tales como la defensa de la vida o la oposición a la ingeniería social de signo apóstata que opera sobre el conjunto de las naciones de Occidente). Cuestiones que, si tengo tiempo, quedan para una entrada posterior.

¿Sorprendido por la victoria? Hace dos semanas, apenas si la habría creído posible. Hace una, me habría sorprendido bastante. El día de las elecciones, me sorprendió algo menos, ya que a raíz de mis propias indagaciones detectaba que la demoscopia, por más que en los medios españoles se afirmase que la contienda seguía decantándose del lado de Clinton, abría opciones a Trump en cada vez más Estados indecisos. Con todo, el resultado final me ha sorprendido bastante. No el hecho de la victoria en sí, sino dos cosas: que Trump se haya alzado con la victoria con un margen tan amplio sobre Bloody Hillary, y que lo haya conseguido pese a perder el voto popular. Yo pensaba que lo más probable era que si Trump ganaba, eso sucediera por un estrecho margen, y consideraba que lo más probable en ese caso era que ganara el voto popular, incluso con cierta amplitud. Era Hillary quien yo estaba convencido de que resultaba probable incluso que consiguiera la victoria perdiendo el voto popular. Ha sucedido exactamente al revés.

La victoria electoral del magnate neoyorquino no ha puesto en cuestión la existencia del Blue Wall (el "Muro Azul" compuesto por los Estados considerados sólidamente demócratas). Pero si que ha obligado a revisar la idea que teníamos del mismo, que al parecer abarca menos Estados y acumula bastantes menos Electores presidenciales de los que se creía. Diecinueve Estados que, en 2016, acumulaban todos juntos un total de 242 Electores de los 538 que eligen al Presidente de EEUU habían votado ininterrupidamente por los demócratas desde 1992 (y algunos de ellos desde 1988 e incluso desde 1976). A causa de la existencia de este “Muro Azul”, se llevaba años considerando que los demócratas partían de una posición especialmente sólida para acometer la conquista de la mayoría absoluta del Colegio Electoral necesaria para asegurarse la Presidencia. Precisamente en los últimos años se había llegado incluso al punto de especularse acerca de si los demócratas, teóricos beneficiarios del decrecimiento de la población blanca y del correlativo aumento de las minorías (y muy especialmente del de la minoría hispana), no estarían ya en vías de ampliar todavía más ese “Muro Azul” con varios Estados ganados por márgenes sólidos por Obama. Se especulaba incluso con si ya habrían conseguido decantar de tal modo a su favor esos Estados como para tener garantizada la mayoría absoluta de Electores necesaria para conquistar la Casa Blanca, al margen de lo que pasase en el resto del país. Alcanzando así una hegemonía política perdurable en esos Estados que les garantizase la Casa Blanca durante décadas, y dejando fuera de juego al Partido Republicano por al menos una generación.

Todas esas son ideas que deberán revisarse. No tanto porque Trump haya ganado como por la forma en que lo ha hecho. Esto se hace especialmente patente a la vista de la ventaja obtenida por Bloody Hillary Clinton en voto popular. Si incluso perdiendo el voto popular la candidatura de Donald Trump ha sido capaz de imponerse en la mayoría de los Estados oscilantes (incluyendo Estados que votaban demócrata ininterrumpidamente desde 1992 como Michigan y Pennsylvania, e incluso desde 1988 como Wisconsin), cabe preguntarse hasta donde podría haber llegado un candidato republicano que hubiera tenido incluso más tirón que Trump, suponiendo que tal candidato exista. La victoria de Trump relativiza algunos supuestos que venían manejándose mucho tiempo y que la era Obama parecía haber consolidado definitivamente. Ahora bien, tampoco los echa necesariamente por tierra de manera completa. Trump ha conseguido que Estados que durante el último cuarto de siglo han sido leales a los demócratas voten por él. Pero es que él mismo no ha sido lo que se dice un candidato republicano al uso.

¿Un candidato republicano más convencional habría conseguido lo que Trump? En su momento se dijo que gente como Jeb Bush, Chris Christie, John Kasich e incluso Marco Rubio habrían obtenido resultados mucho mejores que los que podría haber obtenido Trump. Yo no lo creo así. Yo creo que la candidatura de Trump ha sido una candidatura que ha bebido de caladeros electorales más amplios que los que llevaron a Bush a la victoria en 2000 y 2004 o que aquellos a los que creían poder apelar candidatos como McCain o Romney en 2008 y 2012. Y creo que es por eso que, si bien Bush obtuvo una votación popular mucho mayor que la de Trump (dado que recibió un apoyo más entusiasta que el magnate en los Estados tradicionalmente rojos), éste ha mejorado sensiblemente sus actuaciones electorales, ganando por la mínima Estados que le han permitido obtener una victoria sensiblemente más holgada que cualquiera de las cosechadas por aquel en el Colegio Electoral. Quizá otros republicanos no hubieran podido ganar, pero creo que lo habrían hecho por un margen mucho más estrecho. Y eso obliga a plantearse otro interrogante: en caso de que en el futuro existieran candidatos republicanos que pudieran aspirar seriamente a ganar esos Estados, ¿serán candidatos republicanos convencionales o candidatos parecidos a Trump? ¿Se abrirá camino definitivamente dentro del Partido Republicano una corriente “trumpista”, o por el contrario el Presidente Trump carecerá de continuadores? Difícil saberlo.

A favor de esa posibilidad juega el éxito presente. En contra la demografía. La victoria de Trump es alentadora, porque indica que los republicanos no han quedado fuera de juego, pero a su vez plantea el interrogante de si el Partido Republicano podrá reeditarla en el futuro. La demografía del país cambia, y “El Donald” parece haberse convertido en Presidente merced a una estrategia electoral posiblemente inimitable para otros republicanos. Peor aún, los futuros candidatos republicanos no pueden dar por hechas futuras victorias, ni siquiera en el caso de que supieran imitar a Trump. Este hecho por sí solo obliga a que los republicanos reflexionen profundamente antes de echarse completamente en brazos del “trumpismo”. Deben indigar cuáles de los planteamientos que le han hecho ganar las elecciones son desechables y cuáles, por el contrario, pueden ser susceptibles de un uso continuado. Asimismo, tienen también que tener en cuenta que la irrupción del “trumpismo”, si éste llega a consolidarse como una corriente interna dentro del Partido Republicano, podría fracturarlo aún más de lo que ya lo está. Es verdad que el pensamiento de Trump no se antoja a priori sistemático, porque el propio Trump parece ser de todo menos dogmático y amigo de fijar posiciones irrevocables. Empero, el mero hecho de que haya sido elegido candidato y haya ganado la Presidencia desde determinados planteamientos muy diferentes en cuestiones capitales de los exhibidos por las demás facciones republicanas (clásicos, conservadores, reaganianos, teapartiers...) obliga a prever la posibilidad de que, incluso sin necesidad de que el magnate se implique personalmente en esa tarea ni de que al final su Gobierno sea leal a esos postulados, tal línea de pensamiento gane protagonismo en días venideros dentro del Partido Republicano.

Además de reflexionar acerca de las perspectivas republicanas de obtener futuras victorias, es conveniente que los republicanos no pierdan de vista el hecho de que, en esta misma elección, es Bloody Hillary y no Donald Trump quien ha ganado de manera clara el voto popular. Esto no quita ninguna legitimidad a la gran victoria de Trump en el Colegio Electoral, pero significa que, de las siete últimas elecciones presidenciales celebradas, ésta es la sexta en la que los demócratas sacan más votos que los republicanos a nivel federal (por más que solo en cuatro de esos mismos siete comicios hayan alcanzado la Casa Blanca). Ha vuelto a suceder lo que en 1824, 1876, 1888 y 2000. Cierto que esto es menos relevante en todos los sentidos de lo que los detractores de Trump intentan hacer creer, y no demuestra de manera incontrovertible que goce de menos apoyos que la señora Clinton (eso solo sería el caso si la participación hubiera sido extremadamente alta -como no lo es desde hace un siglo en los comicios presidenciales estadounidenses-). Al fin y al cabo, el sistema electoral aplicado a una determinada convocatoria influye sobre la manera en que vota la gente, y más cuando ésta en general está bien familiarizada con sus efectos. Cosa que, en el marco de un sistema como el estadounidense (que pivota tan acentuadamente sobre los Estados colectivamente considerados), desincentiva la participación electoral de muchos ciudadanos residentes en Estados decididamente teñidos de color rojo republicano o azul demócrata, que saben de antemano que en su respectivo Estado es inútil votar por “su” candidato y en consecuencia se abstienen. Si las elecciones presidenciales fueran directas, es imposible saber qué partido aumentaría más sus votos en feudos enemigos. Igual nos llevaríamos una sorpresa y Trump ganaría contundentemente.

Ahora bien, eso no quita que la derrota en voto popular es una circunstancia que puede tener consecuencias políticas de primer orden. Quiérase que no, todo lo que se acaba de alegar para justificar la relativa irrelevancia de la derrota en Trump en términos de voto popular es cosa que, por más sentido que tenga, puede ser tomado por muchos estadounidenses de a pie por mera palabrería. En ese sentido, poner en cuestión la legitimidad no tanto del triunfo de Donald Trump, sino, en un sentido más amplio, del sistema que lo ha hecho posible, es fácil simplemente apuntando al dato anterior y objetivamente cierto de que de las últimas tres Presidencias republicanas, dos han sido obtenidas pese a que fue el candidato demócrata el que obtuvo un número sensiblemente mayor de votos. Lo que puede tener una poderosa influencia a la hora de impulsar precisamente la que yo creo que es la menos conocida pero a la vez la más trascendente de las iniciativas políticas que en estos momentos se están tramitando con vistas a su futura implementación en los EEUU: el “National Popular Vote Interstate Compact” (NPVIC) o “Acuerdo Interestatal por el Voto Popular Nacional”1.

En definitiva, que tanto a los republicanos como al país esta victoria puede traerles no pocos quebraderos de cabeza (si bien todo esto no ha de hacer olvidar que contarán con la ventaja de encararlos al menos durante los dos próximos años desde una posición de hegemonía política incontestable). Que el riesgo de transformación del sistema electoral estadounidense existe, y que los republicanos, aunque no deban desesperar a causa de una inferioridad de apoyos populares que podría obedecer a causas diversas, tampoco pueden obviarla y actuar tranquilamente en el supuesto de que su posición de fuerza fuera incontestable, porque no lo es en absoluto. Sigue, pues, pendiente la renovación del Partido Republicano, que pasa por establecer un modus vivendi razonable de cara al futuro entre sus facciones (en virtud del cual se eviten enfrentamientos que, si se descontrolan, podrían acarrear incluso la escisión del Viejo Gran Partido), así como por la consiguiente ampliación de su base electoral.

El éxito de Donald no quita que, curiosamente, donde sus resultados han sido más decepcionantes ha sido en el Oeste del país (lo que no quita que tampoco han sido malos, puesto que no ha perdido ninguno de los Estados tradicionalmente fieles a los republicanos). Precisamente aquellos Estados con una presencia hispana más fuerte de los EEUU que antaño pertenecieron a México. En Nevada, donde los sondeos le dieron opciones de ganar incluso durante los peores momentos de su campaña, ha perdido por un margen corto pero inequívoco frente a una candidata débil como ha demostrado serlo Bloody Hillary (y además los republicanos han perdido las dos cámaras de la legislatura estatal, lo que tiene consecuencias políticas de no poca trascendencia, por las razones que más adelante se indicarán). En California, donde la participación se ha hundido, Trump ha retrocedido en comparación con Romney. En Arizona, si bien ha ganado, ha retrocedido. Y lo mismo en Texas. En definitiva, que si los republicanos piensan en el futuro deberán tener en cuenta estos avisos, y procurar que el partido gane aceptación entre otros grupos raciales, además de los blancos. No les queda otra. Con “trumpismo” o sin “trumpismo”, los republicanos necesitan desesperadamente adaptarse al futuro que le aguarda a los EEUU, y combatir con todas sus fuerzas su imagen de partido de los blancos. Solo así conseguirá derrotar la percepción inversa del Partido Demócrata como el amigo de las minorías.

Empero, conviene señalar que también los demócratas tienen serios interrogantes que hacerse. Conformarse con la promesa de futuro que para ellos supone el crecimiento de las minorías no es suficiente. Es un hecho que muchas cosas han fallado a lo largo de este último ciclo electoral. Y, en realidad, muchas cosas llevan fallando desde hace no pocos años para los demócratas. Obama recuperó para ellos la Presidencia en 2008 y la revalidó en 2012, pero la verdad es que solo durante dos de los últimos veintidós años transcurridos desde la elección al Congreso de 1994 han dispuesto del control total del Gobierno (por ocho años durante los cuales los republicanos han dispuesto de ese control, a los que podrían sumarse como mínimo los dos primeros años del mandato de Donald Trump, en el supuesto de que éste y su partido colaboren). Los demócratas han prevalecido en la mayoría de las últimas elecciones presidenciales, pero han flaqueado en el Congreso (y muy especialmente en la Cámara de Representantes). Hecho que en gran medida se debe a la desmovilización del electorado, que también le ha pasado factura a Bloody Hillary en estas presidenciales. Ha quedado demostrado de manera clara en estas presidenciales que tasas bajas de participación (generalmente debidas más a la desmovilización de las minorías que a la de la mayoría blanca) facilitan a los republicanos luchar para mantener su dominación sobre el Congreso e incluso sobre la Presidencia. Y la falta de movilización es más seria de lo que parece, porque dejar de movilizar al electorado que se supone propio es señal de apatía por parte de ese mismo electorado y bien puede significar que dicho segmento de votantes está maduro como para empezar a pensar en traspasar sus lealtades a otras formaciones políticas. Si los republicanos encararan con energía la tarea de reconciliarse con las minorías, es bastante probable que encontraran el terreno abonado por encima incluso de sus más elevadas expectativas.

Todo lo antedicho es especialmente si los demócratas reinciden en su identificación con el denominado establishment y presentan de vuelta candidaturas similares a la de Bloody Hillary. Que está claro que ha sido uno de los factores determinantes de la derrota demócrata, seguramente incluso más de lo que la figura de Donald Trump haya podido influir en la victoria republicana. En ese sentido, y teniendo en cuenta que hemos estado ante una elección que, en los Estados decisivos, se ha revelado hasta cierto punto ajustada, cabría preguntarse si otro candidato demócrata habría tener más suerte. Inmediata e inevitablemente, ha comenzado a planear sobre el escenario un concreto nombre: Bernie Sanders, el oponente de Bloody Hillary durante las primarias. Quien, contra todo pronóstico, le dio a la finalmente nominada dura batalla hasta prácticamente el final de la contienda interna demócrata. Hay quienes afirman que Sanders habría batido a Donald Trump, y yo también creo que habría podido (aunque no con la holgura que algunos afirman). A su favor, habría tenido una reputación de integridad y honradez de la que tanto la señora Clinton como Trump carecen. Asimismo, a Trump le habría costado conseguir que frente a Sanders calara ese discurso de enfrentamiento entre el pueblo y las élites que tan buenos dividendos le ha rendido frente a Bloody Hillary; e incluso habría podido ser el propio magnate el blanco fácil del discurso de Sanders (¿qué más fácil para quien apela al socialismo que atacar a un multimillonario?). Y, todavía más importante, muchos de los partidarios de Sanders que no apoyaron a Bloody Hillary o que incluso apoyaron a Trump el pasado 8 de noviembre (especialmente en Estados que han resultado ser decisivos para el republicano tales como Wisconsin o Michigan, donde fue Sanders quien ganó la primaria demócrata) es prácticamente seguro que habrían votado antes por Sanders antes que quedarse en casa o que optar por Donald Trump.

Pese a lo cual tampoco hay que creer erróneamente que todo el monte es orégano. Sanders habría tenido en contra su propia condición de socialista en el país más alérgico que existe a las ideas socialdemócratas (no digo ya a las verdaderamente marxistas), condenadas enérgicamente por una parte muy significativa de la sociedad. E igualmente habría sido fácil de atacar por el lado religioso (es de orígenes judíos y más bien agnóstico en un país en el que hasta Obama y Hillary han tenido que simular con toda falsedad una religiosidad cristiana hipócrita so pena de no haber podido progresar en su vida política). Todo eso sin contar que también él habría tenido que contender con la dialéctica de Trump, y con el relato del magnate consistente en presentarse a sí mismo como perfecto ejemplo de hombre de éxito, gran negociador y empresario experimentado y contrastar sus cualidades presuntas con la mera “politiquería de salón” de su rival, al que sin duda habría tachado de hombre “sin energía”. Sea como fuere, habría tenido más opciones que Bloody Hillary. Y los demócratas harían bien en tomar nota de esto. Si algo bueno les ha sucedido en estas elecciones es deshacerse de la dinastía Clinton. Más les vale aprender la lección y evitar querer ahora (como algunos plantean y ya no veo imposible vistas las derivas dinásticas de la política yanki) sustituirla dentro de cuatro años por la dinastía Obama.

Prosiguiendo con mi análisis de la jornada electoral estadounidense, toca ahora tratar de la contienda en el Congreso y a nivel estatal. En el Congreso, como ya sabemos, los republicanos han retenido sobradamente sus mayorías legislativas. Apenas han descendido en la Cámara de Representantes, y han conservado el Senado (hecho éste último que debería facilitar que Donald Trump proponga los Jueces que apetezca para cubrir las vacantes en la Corte Suprema federal de Justicia durante al menos los dos próximos años. Eso abre la puerta a que Trump consolide una mayoría constitucionalista dentro de la Corte Suprema dispuesta a restaurar la soberanía de los Estados en materias tales como el aborto o el sucedáneo de matrimonio para personas del mismo sexo (SMPMS) que una jurisprudencia prevaricadora ha conculcado durante décadas por medio de razonamientos en extremo enrevesados que han convertido en papel mojado la Décima Enmienda a la Constitución de EEUU. A nivel estatal, los republicanos han ganado algunas gobernaciones (Nueva Hampshire, Vermont y Missouri, aunque han perdido Carolina del Norte). Pero, sobre todo, han ganado el control total de tres legislaturas estatales: Kentucky, Iowa y Minnesota (en el primer Estado han conquistado la Cámara de Representantes, y en los otros dos el Senado). Teniendo en cuenta que, hasta ese momento, los republicanos controlaban completamente un total de 31 Legislaturas Estatales, ahora serían 34 (es decir, los dos tercios justos de las que existen en EEUU). Sin embargo, no es el caso, ya que los demócratas han conquistado las dos cámaras legislativas de Nevada... El mismo Estado en el que Trump obtuvo una votación inferior a la esperada. A lo que se suma una rebelión dentro de las filas republicanas en virtud de la cual los demócratas controlarán la Cámara de Representantes de Alaska. Así pues, los republicanos dominarán completamente solo 32 Legislaturas Estatales.

Lo que es una gran cosa, pero también una pena, porque a causa de esas dos derrotas menores antes mencionadas los republicanos se han quedado cortos. ¿Cortos para qué? Pues cortos para poder amagar con la que sin duda es la más terrorífica arma política que existe en los EEUU: el “otro” procedimiento de reforma de la Constitución estadounidense previsto en el Artículo V. Aquel en virtud del cual el Congreso tiene que convocar obligatoriamente una Convención Constitucional (cuyas funciones serían similares a las de la Convención Constitucional celebrada en Filadelfia en 1787) si así lo solicitan las Legislaturas Estatales de dos tercios de los Estados. Convención que propondría enmiendas a la Constitución sin límites de ninguna clase que luego habrían de ratificar tres cuartas partes de los Estados, bien por medio de sus Legislaturas o bien por medio de Convenciones Estatales ad hoc -según sea el método de aprobación que proponga el Congreso, que es a quien correspondería aclarar ese particular por un margen no especificado-. Habrá quien considere que no poder accionar este procedimiento no es tan mal asunto, ya que los republicanos podrían perfectamente hacerse con el control de esas dos Legislaturas Estatales extra que necesitan en un futuro próximo. Pero en contra de esa posibilidad juega el mismo hecho de que ahora Trump sea Presidente. Pues sobre un partido en el Gobierno suele pesar más la frustración de la gente, de manera que el margen para cosechar ganancias políticas de primer orden suele ser más ajustado que cuando se está en la oposición, y los riesgos de pérdidas mayores.

Volviendo al procedimiento de reforma por iniciativa de las Legislaturas Estatales, dicho enrevesado procedimiento no se ha aplicado jamás para reformar la Constitución por su total impredecibilidad. Que no nace principalmente, creo yo, del hecho de que se convoque una Convención Constitucional (no hay diferencia entre las enmiendas que podría aprobar ésta y las que podría proponer el Congreso por mayoría de dos tercios de las dos cámaras para su ratificación por los Estados; y en ambos casos sería posible que una enmienda constitucional alterase cualquier aspecto relacionado con la actual Constitución, con la sola excepción de la igualdad del voto de los Estados en el Senado -aspecto de la Constitución de EEUU que solo podría reformarse en relación a aquellos Estados que aceptasen perder ese privilegio-). Sino más bien de la imprevisión de la Constitución, pues ni ella ni ninguna ley federal regulan la composición ni el funcionamiento de esa hipotética Convención Constitucional. Permaneciendo en el aire cuestiones de tanta importancia como el número mínimo de Estados que deberían enviar delegados a la Convención a fin de que ésta quedara debidamente constituida, la forma de designar dichos delegados, o las mayorías de delegados (y/o de delegaciones estatales) que habría de concurrir a fin de considerar aprobadas las enmiendas para su remisión a las Legislaturas o Convenciones Estatales.

Todo lo cual permite entrever que estamos hablando de un arma política que parece más apropiada para la exhibición que para el uso, pero que, sinceramente, y dada la situación que, en general, atraviesan los EEUU en estos momentos de su Historia, yo no dejaría de plantearme si utilizar o no. No porque el éxito esté garantizado ni mucho menos (dos tercios no son tres cuartos, y son las tres cuartas partes de los Estados los que tendrían que concurrir para aprobar enmiendas constitucionales; y todo eso sin contar con que tampoco puede darse por hecha la cohesión republicana -pues en los Estados de tradición liberal suelen estar bastante influidos por el ambiente político y social predominante). Pero si porque obligaría a entablar debates sobre cuestiones de gran trascendencia para el presente de la Nación, y a hacerlo al más alto nivel. Y de un modo tal como para precipitar una solución favorable o como para, en caso de no obtenerla, mantener las cuestiones no resueltas en el centro del debate político a la espera de tiempos mejores que la victoria de Trump demuestra que pueden llegar.

Así pues, mi balance definitivo de lo que han representado éstas elecciones es el siguiente: un incontestable y meritorio éxito de Donald Trump y, en menor medida, del Partido Republicano; a la vez que un grave e incontestable fracaso para unos demócratas a los que sin embargo sería irresponsable considerar en fuera de juego, ni siquiera por una breve temporada. La elección presidencial de 2016 constituye un signo de esperanza, a la vez que una fuente de problemas y quebraderos de cabeza en potencia para el partido de Abraham Lincoln. Al que, curiosamente, Trump le abre unas oportunidades que, sin embargo, no es inconcebible que pasen en algunos aspectos por una relativa oposición al Presidente tendente a matizar algunas de sus posturas más divisivas y controvertidas. En realidad, será a partir de 2018 cuando podamos comenzar a hacernos una idea más clara acerca de cuál cabe esperar que sea el recorrido de los EEUU durante los próximos años y si de verdad esta victoria abre un ciclo político duradero en el gigante yanki. Si dentro de dos años, por cualquier razón, se produjera un claro retroceso republicano en el Congreso y en los Gobiernos y Legislaturas Estatales, entonces lo más probable es que estemos ante un interludio que difícilmente impedirá que el peso de la demografía acabe haciendo girar el péndulo a favor de los demócratas. Si, por el contrario, los republicanos dentro de dos años mantuvieran o incluso ampliaran sus parcelas de poder, entonces las posibilidades de que éstos ganaran una posición prolongada de predominio y hegemonía política cobrarían una virtualidad nada desdeñable. Por otra parte, y partiendo de la base de que de momento el “trumpismo” apenas si está presente en el Congreso, serán también las elecciones de 2018 las que permitirán salir de dudas acerca de si dentro del Partido Republicano puede articularse un ala poderosa clara e incuestionablemente afín a los planteamientos de Trump (cuyo surgimiento podría facilitarle mucho la vida al Presidente durante sus dos últimos años de mandato), o si en verdad El Donald no va a ser el origen de nuevas tendencias políticas en el seno de la democracia estadounidense, sino solo un personaje singular condenado a entenderse con las corrientes republicanas ya existentes. Y con esto termino.

1El NPVIC es un acuerdo en virtud del cual los Estados firmantes, una vez alcanzaran la mayoría absoluta de los Electores, los entregarían al ganador en votos a lo largo de la totalidad de los EEUU, incluso en el caso de que perdiera en los Estados firmantes. Es decir, que estaríamos ante un acuerdo que convertiría, de facto, la elección presidencial estadounidense en una elección directa. Cosa que muchos creemos que resulta del todo inconveniente, porque relativizaría la naturaleza federal de los EEUU. No es que yo considere que el Colegio Electoral como institución funciona adecuadamente (en realidad, yo ni siquiera soy partidario de mantenerlo, porque lo considero un arcaísmo de todo punto de vista innecesario), y me parece muy bien, en ese sentido, reformar el sistema de elección presidencial a fin de hacerlo uniforme para todo el país (evitando regulaciones dispares de elementos esenciales del mismo por los Estados), proveyendo de peso al voto popular, de modo que tanto la expresión de las preferencias individuales del votante estadounidense como la expresión de la voluntad política colectiva de los Estados tenga una influencia perceptible en la elección del Presidente. Ahora bien, eso no quita que, si tal cosa no fuera posible, considero más importante dar voz a las preferencias políticas de los Estados colectivamente considerados, y no a las del ciudadano estadounidense individual. De manera que, entre mantener el Colegio Electoral tal como hoy existe y la elección presidencial directa, considero preferible preservar aquel.

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