jueves, 30 de agosto de 2012

ALGUNAS IDEAS PERSONALES SOBRE LA DEMOCRACIA (II)

Como decía en el anterior artículo, estos son los rasgos que creo más importantes para configurar una democracia, y los voy a proceder a comentar:


a) Elecciones



El primer pilar en que ha de basarse la democracia, como es lógico, es el de la electividad de los cargos públicos. En principio puede decirse que en Europa cumplimos con el deber de la electividad. Los Estados europeos celebran elecciones, y de dichas elecciones salen sus Gobiernos y Parlamentos. Pero eso, por si solo, no significa nada, y servidor se teme que en Europa este es el único escalón que hemos subido del largo camino hacia la democracia.



b) Separación de poderes



El segundo pilar de la democracia es el de la separación de poderes. ¿Existe la separación de poderes en este continente? Depende de lo que se considere que es la separación de poderes, célebre doctrina enunciada por Montesquieu.



Pues bien, señores, la separación de poderes consiste en el reparto del poder político en el seno de un Estado entre diversas instancias, y en la especialización funcional de cada una de ellas (que se hará cargo de un tipo de poderes distintos). Célebre es la división de los poderes en los tres clásicos -ejecutivo, legislativo y judicial-, a los que se admite podrían unirse otros secundarios que los complementasen, pero que por si solos bastan para hacer posible la democracia. En nuestro continente existen sin duda instituciones encargadas del ejercicio separado de cada poder: los Gobiernos -que en teoría ejercen el poder ejecutivo-, los Parlamentos -que en teoría ejercen el poder legislativo-, y los jueces y tribunales del Estado -que en teoría ejercen el poder judicial-. Así pues, en principio, cumplimos este requisito, y podría hablarse de separación de poderes.



Por desgracia, la realidad de los hechos es otra. Y es que la separación de poderes descansa no tanto en la existencia de distintas instituciones especializadas entre las que se reparten los poderes del Estado como en la independencia mutua entre esas mismas instituciones. Si no existe esa independencia (y en el continente europeo no existe), de poco vale su existencia, y apenas habría diferencia si acumuláramos todos los poderes en una sola instancia, y si dejásemos de celebrar elecciones.

El gran problema de los europeos es que en nuestro continente unos poderes han estado mediatizados por otros. En el pasado, el poder legislativo mediatizaba al ejecutivo, y el ejecutivo al judicial. Este fenómeno se agudiza particularmente en los Estados dotados de un régimen parlamentario, donde, por definición, la elección del poder ejecutivo está vinculada a la del poder legislativo. Pero, incluso en Estados como Francia, donde existe una mayor independencia entre los poderes, la bipartición ejecutiva (entre el Presidente de la República y el Primer Ministro) y la dependencia directa de una de las dos mitades del ejecutivo (el Primer Ministro) respecto al legislativo (que, no obstante, es más independiente respecto del ejecutivo de lo que pueda serlo el legislativo español, alemán o italiano) relativiza enormemente la separación, a lo que se suma la absoluta politización de la Justicia, sujeta a los dictados de un Consejo Constitucional que es mero órgano político. La de la independencia judicial es la gran asignatura pendiente de Europa.



Exceptuando el Reino Unido, en el caso de los regímenes parlamentarios (España, Italia, Holanda, Bélgica, Austria, Alemania, etc.) nos encontramos con que todos han experimentado una evolución que los ha conducido de una situación de partida en la que los Parlamentos ejercían un auténtico despotismo que además paralizaba la acción de los Gobiernos y generaba una terrible inestabilidad en los sistemas parlamentarios (lo que preparó el terreno para el ascenso de los totalitarismos fascista y nazi, y para la mayor Guerra de todos los tiempos); a otra situación como es la actual en la que los ajustes hechos al parlamentarismo acabada la II Guerra Mundial para prevenir que lo sucedido con los totalitarismos antes citados volviese a suceder con el totalitarismo socialista ha conducido a un fortalecimiento sin precedentes del poder ejecutivo, el cual ha redundado en una mayor estabilidad de esos sistemas, pero que a la vez ha enterrado aun más profundamente el sueño de llegar a construir un Estado completamente democrático necesariamente cimentado sobre la base firme de una separación de poderes real.



Así pues, tras la II Guerra Mundial se introdujeron cambios que, pese a que conservaron lo esencial del sistema parlamentario (la relación fiduciaria entre los Parlamentos y los Gobiernos, en virtud de la cual éstos deben ser elegidos por aquellos), desplazaban el peso principal dentro del sistema al poder ejecutivo. Los Gobiernos se hicieron con la más fuerte iniciativa legislativa, redoblaron la fuerza de su potestad reglamentaria y monopolizaron la potestad presupuestaria; muchos países introdujeron  la moción de censura constructiva (aquella que solo sale adelante si además de censurarse al Gobierno se propone otro nuevo que asuma inmediatamente el poder) y la cuestión de confianza como únicas formas de remover Gobiernos diferentes de la convocatoria electoral; y se reforzó a los partidos políticos. El elemento clave del sistema estaba en los partidos políticos. El sistema resultante: una partitocracia.



Se organizaron los llamados grupos parlamentarios, despojándose al legislador individual de su importancia, asumiendo las cúpulas de los partidos el monopolio de la representación política. Al ser los candidatos a la Jefatura del Gobierno y sus adláteres habitualmente los líderes de su respectivo partido, el jefe del ejecutivo domina a la mayoría legislativa -en la práctica, decide si los legisladores permanecen en sus cargos o no-, solo o en compañía de los líderes de los partidos que lo apoyen en un momento dado. Y al estar de derecho sometido el poder judicial al legislativo, en la práctica quedaba sometido al ejecutivo, por quedar el legislativo a su vez bajo el dominio de éste. En definitiva, se articularon sistemas en los que el predominio de derecho correspondía a los Parlamentos, y el de hecho a los Gobiernos. Lo que se buscaba era una mayor estabilidad del sistema, y sin duda este objetivo se alcanzó de modo incuestionablemente eficaz. Pero a cambio se sacrificó la plena separación de poderes. Y era normal que así sucediese.



Pues la subordinación de unos poderes a otros es siempre mala, pero todavía más peligrosa si el poder que subordina a otros es el ejecutivo. Pues el poder ejecutivo, en última instancia, es el heredero del antiguo poder regio de los monarcas de los Estados Absolutistas. Y es, por lo tanto, el más capacitado por su propia naturaleza para expandirse sin medida. Dicho de otro modo, que si configurar un sistema descompensado en favor del poder legislativo genera un gran peligro de despotismo parlamentario, y pone en peligro la separación de poderes; pero configurar un sistema descompensado en favor del ejecutivo es pedir a gritos que ésta desaparezca del todo.



c) Sistema electoral



Sosteníamos en el anterior apartado que el sistema europeo de relación entre los poderes destruye su independencia, y que si esto sucede es porque se ha configurado un sistema institucional en el que los Parlamentos gozan de una primacía de derecho que, sin embargo, en los hechos, se traspasa al ejecutivo. Explicamos que la clave de que eso suceda no está solo en la creación de mecanismos que dotan de mayor estabilidad a los Gobiernos (hecho que no solo no es malo, sino que además es sumamente conveniente), sino en el hecho de que el legislativo está dominado por el ejecutivo, dado que éste está encabezado casi siempre por el líder de la mayoría legislativa. Ahora bien, si eso es así, la razón de que sea posible está en el sistema electoral. A explicar la incidencia del sistema electoral en el sistema parlamentario actual dedicaremos este apartado.



Evidentemente, el sistema de elección de los Parlamentos y asambleas dotadas de poderes normativos (que no necesariamente legislativos) es uno de los elementos esenciales de todos los regímenes políticos basados en la celebración de elecciones, y, por supuesto, de la democracia. Ahora bien, en los regímenes parlamentarios (que desde ya, aunque se deduce fácilmente de lo antes escrito, hago saber que considero incompatibles con la democracia), esa importancia a la que hago referencia se multiplica exponencialmente debido a que de la composición del Parlamento depende, en última instancia, la de todos los demás poderes (lo que no significa que el Parlamento tenga por que ser de hecho el poder predominante, insisto en que precisamente uno de nuestros grandes problemas es que no es más que un poder comparsa del ejecutivo). Esto obedece a dos razones: a la fórmula electoral y el régimen de financiación de las campañas políticas.



El sistema de elección imperante en la España actual es el proporcional. Ese mismo sistema rige, en diversas fórmulas, en Holanda, Bélgica, Portugal, Italia, Alemania, etc. Ha sido ensayado en Francia, aunque actualmente no rige en la misma.



El sistema proporcional es un sistema malo per se, y difícilmente compatible con la democracia, por el excesivo poder que otorga a las cúpulas partidarias, y por la marginación a la que somete a los intereses locales. Aun así, sus malos efectos podrían quedar paliados si los poderes del Estado fueran independientes unos de otros, como sucede en los regímenes presidencialistas. En un sistema proporcional (al menos tal y como hasta ahora se han venido concibiendo), las elecciones solo pueden celebrarse mediante voto por lista. En el momento en el que los ciudadanos votan por listas, en vez de por candidatos independientes puesto a puesto, el poder pasa a manos de quienes en cada partido deciden la composición de las listas. A él serán leales los que figuren en ellas. En un partido mínimamente jerarquizado (y todos lo son, cosa que no me parece mal en tanto que valoro positivamente la consistencia ideológica y la unidad de acción y discurso, que es más fácil que se de en un partido claramente organizado en torno a un liderazgo indiscutido), eso significa que las listas las decide la reducida oligarquía del partido (las primarias se hacen imposibles, porque a poco que la lista sea de cierto tamaño, los electores no conocerán a casi ninguno de sus componentes, razón por la cual básicamente estarían de más). Por su parte, la financiación electoral termina de finiquitar la independencia de los legisladores. Si los fondos destinados a cubrir las campañas políticas quedan en manos de los partidos antes que de los candidatos (o se limitan, impidiendo que los candidatos puedan disponer de fondos considerables para sus campañas), este elemento coarta la independencia de los legisladores, incluso en países donde la fórmula electoral es la mayoritaria (aunque el legislador dependa de la buena voluntad de los electores de la circunscripción que representa para permanecer en el cargo, es un hecho que si el dinero está en manos del partido, la mayoría de los legisladores carecen de recursos por medio de los cuales organizar una campaña alternativa a la del partido si éste prescinde de sus servicios). Por eso tampoco países como Francia son un paraíso de la independencia del legislativo.



Es en la conjunción de los dos datos antes referidos en donde descansa el terrible y poco menos que omnímodo poder que ejercen nuestras castas políticas parasitarias. En España, el Congreso ha de investir al Presidente del Gobierno, y debe nombrar a la mitad de los vocales del CGPJ (a la otra mitad los nombra el Senado) y a un tercio de los del TC (el otro tercio lo nombra el por lo demás inútil e inoperante Senado, y los dos sextos restantes el Gobierno y ese mismo CGPJ nombrado completamente por las Cortes). En un sistema parlamentario a la antigua, en el que los partidos fuesen más independientes de los gobernantes, sin duda el Congreso de los Diputados ejercería un poder excesivo sobre todos los demás poderes. Pero el poder que pueda ejercer una asamblea amplia como es un un Parlamento nunca se ejercerá de una manera demasiado contundente, pues tenderá a difuminarse y a ser difícil de encauzar en un sentido inequívoco; mientras que el poder despótico ejercido por un Gobierno es muy fácil ejercer de manera coherente y planificada (y lo que es peor, es muy fácil de ejercer conforme a un plan premeditado de progresiva penetración y anulación primero de la poca independencia que pueda restarle a los demás poderes, y posteriormente de las libertades ciudadanas y los derechos fundamentales reconocidos, que se quedan en papel mojado). Especialmente si tenemos en cuenta que, incluso en los regímenes parlamentarios -en los que, de iure, el Jefe de Gobierno no es elegido por los ciudadanos-, es a la cabeza del ejecutivo surgido de las elecciones legislativas a quien se considera principalmente investido del mayoritario apoyo popular.



Y lo que sucede en España es lo mismo, grosso modo, que lo que sucede en Alemania, Italia, Portugal, Países Bajos, Bélgica, etc., esto es, en las demás naciones en las que, además de existir sistemas electorales proporcionales y regulaciones exhaustivas de la financiación de las campañas electorales, existe un régimen parlamentario. Aunque eso no quita que en cada Estado tenemos variantes regionales que contribuyen, según los casos, a mejorar la situación o a empeorar lo que difícilmente podría ser empeorable. No es lo mismo el Reino Unido (donde, aunque solo sea porque su sistema electoral es puramente mayoritario, los diputados son, hasta cierto punto, señores de su propio voto y no meros lacayos al servicio de la fuerza política que los sostiene políticamente dedicados a la innoble labor de dejar con la lengua los traseros de los superiores limpios como una patena), que cualquiera de las naciones antes citadas. E incluso entre éstas hay profundas diferencias. Se quiera o no, Alemania, desde que existe como nación unificada, nunca ha sido menos esclava que ahora, y es una nación respetada (al menos a nivel europeo). En Italia el resultado de las elecciones en el sur viene a dar lo mismo, porque gobierna la Mafia. El sistema español, sin ser en todos los aspectos el peor posible, es no obstante difícilmente empeorable, y de los que merecen peor valoración. Quizá el que la merezca peor, con la sola excepción del belga (sistema el belga que tiene mucho que ver con el poco futuro que parece quedarle a aquel país, dividido de forma cada vez más insalvable entre valones y flamencos).



Respecto del sistema electoral español para la elección del Congreso de los Diputados (la cámara que de verdad importa para algo), decir que éste ha sido incorrectamente calificado en ocasiones como "casi mayoritario". La razón de ésto estriba en que es un sistema proporcional de circunscripciones múltiples. Las 50 provincias, Ceuta y Melilla. Los 350 diputados se reparten entre dichas circunscripciones, teniendo cada provincia un número mínimo de dos diputados, uno Ceuta y otro Melilla. Los restantes 248 diputados se reparten proporcionalmente entre las circunscripciones según sea la población, debiendo obtener cada lista (las listas, por cierto, son cerradas y está bloqueadas) un porcentaje mínimo del 3% de lo votos para poder aspirar a representación. Todo esto tiene consecuencias.

Mi valoración del sistema electoral español es la siguiente: además de diabólico, es gilipollas, y solo menos desgraciado que los pobres hombres que lo hicieron en su día. Lo es, puesto que no asegura las mayorías absolutas, y esto, en un régimen parlamentario, significa que el Gobierno puede quedar, en la práctica, secuestrado por las minorías. Pero lo peor no es esto, pues otros sistemas proporcionales hacen más difíciles las mayorías, como el de Holanda (que es por circunscripción única, y encima proporcional puro). El sistema español puede parir mayorías, pero se pone en riesgo mucho mayor (no ya como democracia, que no lo es, sino simplemente como Estado) en tiempos de minorías. Y por eso me parece un sistema gilipollas.

Así lo hace, porque fomenta la destrucción de la nación. Y fomenta dicha destrucción porque otorga un rol mucho más decisivo a los partidos separatistas (antiespañoles por definición) que el que tendrían en otros sistemas. Se favorece a los partidos separatistas, dado que el sistema favorece a los partidos que concentran votos en un determinado espacio, y penaliza a los que dispersan demasiado el voto. Así pues, los medianos y pequeños partidos de ámbito nacional tienen muy difícil obtener representaciones electorales que de verdad sean decisivas, incluso en las épocas en las que los grandes partidos renquean y sacan por lo tanto los medianos sus mejores resultados.



Pondré el ejemplo de Teruel. En esa provincia se eligen 3 diputados. Pues allí el tercer partido puede sacar el 20% de los votos y quedarse sin representación parlamentaria. Y es normal que así sea, puesto que el sistema proporcional que rige en España no es puro, sino que está fuertemente corregido en favor de las mayorías por la implantación de la fórmula D'Hont de reparto de escaños por cocientes mayores. La mayoría de las provincias españolas eligen un pequeño número de diputados que, por lo tanto, se reparten las dos formaciones mayoritarias, con exclusión de las demás, que no pueden aspirar a obtenerlos por buenos que sean los resultados que obtengan en una elección concreta (IU o UPyD no aspirarían a escaño por Soria ni con el 21% de los votos -siempre que PP y PSOE sacasen más votos-, que es 7 veces lo que se pide para poder aspirar a entrar en el reparto).



Por lo tanto, una tercera fuerza política cuyos apoyos se repartan homogéneamente por todo el país sabe que los votos obtenidos en la mayor parte de las circunscripciones son totalmente inútiles. No sucede así con las formaciones separatistas. Estas juntan sus votos en un número reducido de circunscripciones. Y, aunque no suelen ganar en ellas (no desde luego las elecciones generales), si que se aseguran obtener representación, puesto que, casualmente, las provincias donde el separatismo ha arraigado son bastante pobladas, y eligen una nutrida representación.

Se ha sostenido a menudo que un sistema proporcional de circunscripción única no solucionaría el problema, sino que lo agravaría. Yo adelanto que ningún sistema proporcional puro podría solucionar ningún problema, en lo que respecta a la democratización de las instituciones. Ahora bien, está claro que ese sistema haría más difícil la mayoría absoluta y, por tanto, la estabilidad del Gobierno, al menos mientras sigamos en este sistema negador de la esencia de la separación de poderes. Pero también está claro que, pese a que cuantitativamente los separatismos pesarían lo mismo o más que ahora, cualitativamente pesarían menos, pues no serían en modo alguno imprescindibles para conformar mayorías estables. Y si lo fueran, casi con toda seguridad que no serían los únicos, puesto que otros partidos, por suerte de ámbito nacional, serían necesarios para conformar la mayoría, y seguramente más que los separatistas. En definitiva, que comporta consecuencias muy malas, pero también otras que suponen objetivamente una mejora (al menos para los que creemos en el valor inherente a la unidad de una auténtica nación como es España). Realmente, ningún sistema podría agravar los problemas que crea éste (salvo que ya, además de repartir los escaños en múltiples circunscripciones, se introdujese un reparto proporcional puro de los escaños provinciales, de modo que se dificultase aun más la mayoría absoluta, y se aumentasen correlativamente las posibilidades de caer inermes en manos separatistas).

Aunque no se yo por qué no aspirar a implantar un sistema que además de conseguir para nosotros las ventajas inherentes a un reparto de la representación política más justo nos permita abstenernos de tener que pasar por el aro de inconvenientes que, en última instancia, afectan a la calidad con la que se nos gobierna a todos los que estamos sometidos al imperio de la ley. A eso dedicaremos la próxima entrada. IHS

No hay comentarios:

Publicar un comentario