Como decía en el anterior artículo, estos son los rasgos que creo más importantes para configurar una democracia, y los voy a proceder a comentar:
a) Elecciones
El primer pilar en que ha de basarse
la democracia, como es lógico, es el de la electividad de los cargos
públicos. En principio puede decirse que en Europa cumplimos con el
deber de la electividad. Los Estados europeos celebran elecciones, y de
dichas elecciones salen sus Gobiernos y Parlamentos. Pero eso, por si solo, no
significa nada, y servidor se teme que en Europa este es el único
escalón que hemos subido del largo camino hacia la democracia.
b) Separación de poderes
El
segundo pilar de la democracia es el de la separación de poderes.
¿Existe la separación de poderes en este continente? Depende de lo que
se considere que es la separación de poderes, célebre doctrina enunciada
por Montesquieu.
Pues bien, señores, la separación de
poderes consiste en el reparto del poder político en el seno de un
Estado entre diversas instancias, y en la especialización funcional de
cada una de ellas (que se hará cargo de un tipo de poderes distintos).
Célebre es la división de los poderes en los tres clásicos -ejecutivo,
legislativo y judicial-, a los que se admite podrían unirse otros
secundarios que los complementasen, pero que por si solos bastan para
hacer posible la democracia. En nuestro continente existen sin duda
instituciones encargadas del ejercicio separado de cada poder: los Gobiernos -que
en teoría ejercen el poder ejecutivo-, los Parlamentos -que en teoría
ejercen el poder legislativo-, y los jueces y tribunales del Estado -que
en teoría ejercen el poder judicial-. Así pues, en principio, cumplimos este requisito, y podría hablarse de separación de poderes.
Por desgracia, la realidad de los
hechos es otra. Y es que la separación de poderes descansa no tanto en
la existencia de distintas instituciones especializadas entre las que se reparten los
poderes del Estado como en la independencia mutua entre esas mismas
instituciones. Si no existe esa independencia (y en el continente
europeo no existe), de poco vale su existencia, y apenas habría
diferencia si acumuláramos todos los poderes en una sola instancia, y si
dejásemos de celebrar elecciones.
El gran problema de los europeos es que en nuestro continente unos
poderes han estado mediatizados por otros. En el pasado, el poder
legislativo mediatizaba al ejecutivo, y el ejecutivo al judicial. Este
fenómeno se agudiza particularmente en los Estados dotados de un régimen
parlamentario, donde, por definición, la elección del poder ejecutivo
está vinculada a la del poder legislativo. Pero, incluso en Estados como
Francia, donde existe una mayor independencia entre los poderes, la
bipartición ejecutiva (entre el Presidente de la República y el Primer
Ministro) y la dependencia directa de una de las dos mitades del
ejecutivo (el Primer Ministro) respecto al legislativo (que, no
obstante, es más independiente respecto del ejecutivo de lo que pueda
serlo el legislativo español, alemán o italiano) relativiza enormemente
la separación, a lo que se suma la absoluta politización de la Justicia,
sujeta a los dictados de un Consejo Constitucional que es mero órgano
político. La de la independencia judicial es la gran asignatura
pendiente de Europa.
Exceptuando el Reino Unido, en el caso de los regímenes parlamentarios (España, Italia, Holanda, Bélgica, Austria, Alemania, etc.) nos
encontramos con que todos han experimentado
una evolución que los ha conducido de una situación de partida en la
que los Parlamentos ejercían un auténtico despotismo que además
paralizaba la acción de los Gobiernos y generaba una terrible
inestabilidad en los sistemas parlamentarios (lo que preparó el terreno
para el ascenso de los totalitarismos fascista y nazi, y para la mayor
Guerra de todos los tiempos); a otra situación como es la actual en la
que los ajustes hechos al parlamentarismo acabada la II Guerra Mundial
para prevenir que lo sucedido con los totalitarismos antes citados
volviese a suceder con el totalitarismo socialista ha conducido a un
fortalecimiento sin precedentes del poder ejecutivo, el cual ha redundado en
una mayor estabilidad de esos sistemas, pero que a la vez ha enterrado
aun más profundamente el sueño de llegar a construir un Estado completamente democrático necesariamente cimentado sobre la base firme de una separación de poderes real.
Así
pues, tras la II Guerra Mundial se introdujeron cambios que, pese a que
conservaron lo esencial del sistema parlamentario (la relación fiduciaria
entre los Parlamentos y los Gobiernos, en virtud de la cual éstos deben
ser elegidos por aquellos), desplazaban el peso principal dentro del
sistema al poder ejecutivo. Los Gobiernos se hicieron con la más fuerte
iniciativa legislativa, redoblaron la fuerza de su potestad
reglamentaria y monopolizaron la potestad presupuestaria; muchos países introdujeron la moción de censura constructiva (aquella
que solo sale adelante si además de censurarse al Gobierno se propone
otro nuevo que asuma inmediatamente el poder) y la cuestión de confianza como únicas formas de
remover Gobiernos diferentes de la convocatoria electoral; y se reforzó a los partidos políticos.
El elemento clave del sistema estaba en los partidos políticos. El sistema resultante: una partitocracia.
Se organizaron los llamados grupos parlamentarios, despojándose al legislador individual de su importancia, asumiendo las cúpulas de los partidos el monopolio de la
representación política. Al ser los candidatos a la Jefatura del
Gobierno y sus adláteres habitualmente los líderes de su respectivo partido, el jefe del
ejecutivo domina a la mayoría legislativa -en la práctica, decide si los legisladores permanecen en sus cargos o no-, solo o en compañía de los
líderes de los partidos que lo apoyen en un momento dado. Y al estar de
derecho sometido el poder judicial al legislativo, en la práctica
quedaba sometido al ejecutivo, por quedar el legislativo a su vez bajo
el dominio de éste. En definitiva, se articularon sistemas en los que el
predominio de derecho correspondía a los Parlamentos, y el de hecho a
los Gobiernos. Lo que se buscaba era una mayor estabilidad del sistema, y
sin duda este objetivo se alcanzó de modo incuestionablemente eficaz. Pero a cambio se sacrificó la plena separación de
poderes. Y era normal que así sucediese.
Pues la
subordinación de unos poderes a otros es siempre mala, pero todavía más
peligrosa si el poder que subordina a otros es el ejecutivo. Pues el
poder ejecutivo, en última instancia, es el heredero del antiguo poder
regio de los monarcas de los Estados Absolutistas. Y es, por lo tanto,
el más capacitado por su propia naturaleza para expandirse sin medida.
Dicho de otro modo, que si configurar un sistema descompensado en favor
del poder legislativo genera un gran peligro de despotismo
parlamentario, y pone en peligro la separación de poderes; pero configurar un
sistema descompensado en favor del ejecutivo es pedir a gritos que ésta
desaparezca del todo.
c) Sistema electoral
Sosteníamos
en el anterior apartado que el sistema europeo de relación entre los
poderes destruye su independencia, y que si esto sucede es porque se ha
configurado un sistema institucional en el que los Parlamentos gozan de
una primacía de derecho que, sin embargo, en los hechos, se traspasa al
ejecutivo. Explicamos que la clave de que eso suceda no está solo en la
creación de mecanismos que dotan de mayor estabilidad a los Gobiernos
(hecho que no solo no es malo, sino que además es sumamente
conveniente), sino en el hecho de que el legislativo está dominado por
el ejecutivo, dado que éste está encabezado casi siempre por el líder de
la mayoría legislativa. Ahora bien, si eso es así, la razón de que sea
posible está en el sistema electoral. A explicar la incidencia del
sistema electoral en el sistema parlamentario actual dedicaremos este
apartado.
Evidentemente, el sistema de elección de los
Parlamentos y asambleas dotadas de poderes normativos (que no
necesariamente legislativos) es uno de los elementos esenciales de todos
los regímenes políticos basados en la celebración de elecciones, y, por
supuesto, de la democracia. Ahora bien, en los regímenes parlamentarios
(que desde ya, aunque se deduce fácilmente de lo antes escrito, hago saber que considero incompatibles con la democracia), esa importancia a
la que hago referencia se multiplica exponencialmente debido a que de la
composición del Parlamento depende, en última instancia, la de todos
los demás poderes (lo que no significa que el Parlamento tenga por que
ser de hecho el poder predominante, insisto en que precisamente uno de
nuestros grandes problemas es que no es más que un poder comparsa del
ejecutivo). Esto obedece a dos razones: a la fórmula electoral y el régimen de financiación de las campañas políticas.
El sistema de elección imperante en la
España actual es el proporcional. Ese mismo sistema rige, en diversas fórmulas, en Holanda, Bélgica, Portugal, Italia, Alemania, etc. Ha sido
ensayado en Francia, aunque actualmente no rige en la misma.
El
sistema proporcional es un sistema malo per se, y difícilmente
compatible con la democracia, por el excesivo poder que otorga a las
cúpulas partidarias, y por la marginación a la que somete a los
intereses locales. Aun así, sus malos efectos podrían quedar paliados si
los poderes del Estado fueran independientes unos de otros, como sucede
en los regímenes presidencialistas. En un sistema proporcional (al menos tal y como hasta ahora se han venido concibiendo), las
elecciones solo pueden celebrarse mediante voto por lista. En el momento
en el que los ciudadanos votan por listas, en vez de por candidatos
independientes puesto a puesto, el poder pasa a manos de quienes en cada
partido deciden la composición de las listas. A él serán leales los que figuren en ellas. En un partido mínimamente
jerarquizado (y todos lo son, cosa que no me parece mal en tanto que valoro positivamente la consistencia ideológica y la unidad de
acción y discurso, que es más fácil que se de en un partido claramente
organizado en torno a un liderazgo indiscutido), eso significa que las
listas las decide la reducida oligarquía del partido (las primarias se hacen
imposibles, porque a poco que la lista sea de cierto tamaño, los
electores no conocerán a casi ninguno de sus componentes, razón por la
cual básicamente estarían de más). Por su parte, la financiación electoral termina de finiquitar la independencia de los legisladores. Si los fondos destinados a cubrir las campañas políticas quedan en manos de los partidos antes que de los candidatos (o se limitan, impidiendo que los candidatos puedan disponer de fondos considerables para sus campañas), este elemento coarta la independencia de los legisladores, incluso en países donde la fórmula electoral es la mayoritaria (aunque el legislador dependa de la buena voluntad de los electores de la circunscripción que representa para permanecer en el cargo, es un hecho que si el dinero está en manos del partido, la mayoría de los legisladores carecen de recursos por medio de los cuales organizar una campaña alternativa a la del partido si éste prescinde de sus servicios). Por eso tampoco países como Francia son un paraíso de la independencia del legislativo.
Es en la conjunción de los dos datos antes referidos en donde
descansa el terrible y poco menos que omnímodo poder que ejercen
nuestras castas políticas parasitarias. En España, el Congreso ha de
investir al Presidente del Gobierno, y debe nombrar a la mitad de los vocales del CGPJ (a la otra mitad los nombra el Senado) y a un tercio de los del TC (el otro tercio lo nombra el por lo demás
inútil e inoperante Senado, y los dos sextos restantes el Gobierno y ese
mismo CGPJ nombrado completamente por las Cortes). En un sistema parlamentario a la
antigua, en el que los partidos fuesen más independientes de los
gobernantes, sin duda el Congreso de los Diputados ejercería un poder
excesivo sobre todos los demás poderes. Pero el poder que
pueda ejercer una asamblea amplia como es un un Parlamento nunca se
ejercerá de una manera demasiado contundente, pues tenderá a
difuminarse y a ser difícil de encauzar en un sentido inequívoco; mientras que el poder despótico ejercido por un Gobierno es
muy fácil ejercer de manera coherente y planificada (y lo que es peor,
es muy fácil de ejercer conforme a un plan premeditado de progresiva
penetración y anulación primero de la poca independencia que pueda
restarle a los demás poderes, y posteriormente de las libertades
ciudadanas y los derechos fundamentales reconocidos, que se quedan en
papel mojado). Especialmente si tenemos en cuenta que, incluso en los regímenes parlamentarios -en los que, de iure, el Jefe de Gobierno no es elegido por los ciudadanos-, es a la cabeza del ejecutivo surgido de las elecciones legislativas a quien se considera principalmente investido del mayoritario apoyo popular.
Y lo que sucede en España es lo mismo,
grosso modo, que lo que sucede en Alemania, Italia, Portugal, Países
Bajos, Bélgica, etc., esto es, en las demás naciones en las que, además
de existir sistemas electorales proporcionales y regulaciones exhaustivas de la financiación de las campañas electorales, existe un régimen
parlamentario. Aunque eso no quita que en cada Estado tenemos variantes
regionales que contribuyen, según los casos, a mejorar la situación o a
empeorar lo que difícilmente podría ser empeorable. No es lo mismo el
Reino Unido (donde, aunque solo sea porque su sistema electoral es
puramente mayoritario, los diputados son, hasta cierto punto, señores de
su propio voto y no meros lacayos al servicio de la fuerza política que
los sostiene políticamente dedicados a la innoble labor de dejar con la
lengua los traseros de los superiores limpios como una patena), que
cualquiera de las naciones antes citadas. E incluso entre éstas hay
profundas diferencias. Se quiera o no, Alemania, desde que existe como
nación unificada, nunca ha sido menos esclava que ahora, y es una nación
respetada (al menos a nivel europeo). En Italia el resultado de las
elecciones en el sur viene a dar lo mismo, porque gobierna la Mafia. El
sistema español, sin ser en todos los aspectos el peor posible, es no
obstante difícilmente empeorable, y de los que merecen peor valoración.
Quizá el que la merezca peor, con la sola excepción del belga (sistema
el belga que tiene mucho que ver con el poco futuro que parece quedarle a
aquel país, dividido de forma cada vez más insalvable entre valones y
flamencos).
Respecto del sistema electoral español para la elección del
Congreso de los Diputados (la cámara que de verdad importa para algo),
decir que éste ha sido incorrectamente calificado en ocasiones como
"casi mayoritario". La razón de ésto estriba en que es un sistema
proporcional de circunscripciones múltiples. Las 50 provincias, Ceuta y
Melilla. Los 350 diputados se reparten entre dichas circunscripciones,
teniendo cada provincia un número mínimo de dos diputados,
uno Ceuta y otro Melilla. Los restantes 248 diputados se reparten
proporcionalmente entre las circunscripciones según sea la población,
debiendo obtener cada lista (las listas, por cierto, son cerradas y está
bloqueadas) un porcentaje mínimo del 3% de lo votos para poder aspirar a
representación. Todo esto tiene consecuencias.
Mi valoración del sistema electoral español es la siguiente:
además de diabólico, es gilipollas, y solo menos desgraciado que los
pobres hombres que lo hicieron en su día. Lo es, puesto que no asegura
las mayorías absolutas, y esto, en un régimen parlamentario, significa
que el Gobierno puede quedar, en la práctica, secuestrado por las
minorías. Pero lo peor no es esto, pues otros sistemas proporcionales
hacen más difíciles las mayorías, como el de Holanda (que es por
circunscripción única, y encima proporcional puro). El sistema español
puede parir mayorías, pero se pone en riesgo mucho mayor (no ya como
democracia, que no lo es, sino simplemente como Estado) en tiempos de
minorías. Y por eso me parece un sistema gilipollas.
Así lo hace, porque fomenta la destrucción de la nación. Y
fomenta dicha destrucción porque otorga un rol mucho más decisivo a los
partidos separatistas (antiespañoles por definición) que el que
tendrían en otros sistemas. Se favorece a los partidos separatistas,
dado que el sistema favorece a los partidos que concentran votos en un
determinado espacio, y penaliza a los que dispersan demasiado el voto.
Así pues, los medianos y pequeños partidos de ámbito nacional tienen muy
difícil obtener representaciones electorales que de verdad sean
decisivas, incluso en las épocas en las que los grandes partidos
renquean y sacan por lo tanto los medianos sus mejores resultados.
Pondré
el ejemplo de Teruel. En esa provincia se eligen 3 diputados. Pues allí
el tercer partido puede sacar el 20% de los votos y quedarse sin
representación parlamentaria. Y es normal que así sea, puesto que el
sistema proporcional que rige en España no es puro, sino que está
fuertemente corregido en favor de las mayorías por la implantación de la
fórmula D'Hont de reparto de escaños por cocientes mayores. La mayoría
de las provincias españolas eligen un pequeño número de diputados que,
por lo tanto, se reparten las dos formaciones mayoritarias, con
exclusión de las demás, que no pueden aspirar a obtenerlos por buenos
que sean los resultados que obtengan en una elección concreta (IU o UPyD
no aspirarían a escaño por Soria ni con el 21% de los votos -siempre que
PP y PSOE sacasen más votos-, que es 7 veces lo que se pide para poder
aspirar a entrar en el reparto).
Por lo tanto, una tercera
fuerza política cuyos apoyos se repartan homogéneamente por todo el
país sabe que los votos obtenidos en la mayor parte de las
circunscripciones son totalmente inútiles. No sucede así con las
formaciones separatistas. Estas juntan sus votos en un número reducido
de circunscripciones. Y, aunque no suelen ganar en ellas (no desde luego
las elecciones generales), si que se aseguran obtener representación,
puesto que, casualmente, las provincias donde el separatismo ha
arraigado son bastante pobladas, y eligen una nutrida representación.
Se ha sostenido a menudo que un sistema proporcional de
circunscripción única no solucionaría el problema, sino que lo
agravaría. Yo adelanto que ningún sistema proporcional puro podría solucionar
ningún problema, en lo que respecta a la democratización de las
instituciones. Ahora bien, está claro que ese sistema haría más difícil
la mayoría absoluta y, por tanto, la estabilidad del Gobierno, al menos
mientras sigamos en este sistema negador de la esencia de la separación
de poderes. Pero también está claro que, pese a que cuantitativamente
los separatismos pesarían lo mismo o más que ahora, cualitativamente
pesarían menos, pues no serían en modo alguno imprescindibles para
conformar mayorías estables. Y si lo fueran, casi con toda seguridad que
no serían los únicos, puesto que otros partidos, por suerte de ámbito
nacional, serían necesarios para conformar la mayoría, y seguramente más
que los separatistas. En definitiva, que comporta consecuencias muy
malas, pero también otras que suponen objetivamente una mejora (al menos
para los que creemos en el valor inherente a la unidad de una auténtica
nación como es España). Realmente, ningún sistema podría agravar los
problemas que crea éste (salvo que ya, además de repartir los escaños en
múltiples circunscripciones, se introdujese un reparto proporcional
puro de los escaños provinciales, de modo que se dificultase aun más la
mayoría absoluta, y se aumentasen correlativamente las posibilidades de
caer inermes en manos separatistas).
Aunque no se yo por qué no aspirar a implantar un sistema que además de conseguir para nosotros
las ventajas inherentes a un reparto de la representación política más justo nos permita abstenernos de tener que pasar por el aro de inconvenientes que, en
última instancia, afectan a la calidad con la que se nos gobierna a
todos los que estamos sometidos al imperio de la ley. A eso dedicaremos la próxima entrada. IHS
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