miércoles, 3 de abril de 2013

SOBRE LA FORMA EN QUE EL ACTUAL ESTADO SOCIAL HIPOTECA GRAVEMENTE EL FUTURO DE NUESTROS HIJOS

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]


Quien se adentrara en el mundo del DºLaboral comprendería fácilmente por qué España no es un país particularmente atractivo para la inversión empresarial extranjera. Las múltiples trabas que se le imponen al libre desenvolvimiento de los agentes privados en el marco del funcionamiento de esta economía tan de mercado para unas cosas y tan poco para lo que de verdad importa no contribuyen a generar entusiasmo entre demasiados posibles inversores.



¿A santo de qué un DºLaboral tan complicado, entonces? ¿Por qué los sindicatos tienen tantas prerrogativas? ¿Por qué se le hace la vida tan difícil a unas PYMEs que deberían ser la base misma de nuestra economía y se les imponen tantas y tan irritantes condiciones para poder llevar a cabo su actividad, entorpeciendo hasta el extremo sus posibilidades de contribuir a la economía nacional? Pues la respuesta es muy simple: porque vivimos en un modelo político de Estado Social de Derecho. Eso que comunmente se llama "Estado del Bienestar".



Vivimos en el seno de un Estado que, en teoría, se obliga a proporcionar a la ciudadanía un conjunto de prestaciones de diverso género que nos permitan gozar de unas mínimas condiciones de vida y de confort. Y eso cuesta dinero. Mucho dinero. Porque el Estado no solo nos facilita la subsistencia, otorgándonos dinero cuando nos quedamos sin empleo para que no muramos de hambre. El Estado también nos garantiza el acceso a una Sanidad, a una Educación y a otras múltiples prestaciones sociales gratuitas y universales. ¿De verdad son gratuitas? Pues no. Las pagamos con nuestro dinero..., y con el de otros que poco o nada tienen que ver con nosotros.



Por eso nuestro Estado está arruinado. Porque en su día no quiso simplemente garantizar unas mínimas condiciones de vida a la ciudadanía. Nuestros políticos, al igual que los de otros países del malcriado mundo occidental nos procuraron no solo subsistencia, sino prestaciones que iban mucho más allá de ella. Eso, por muchos réditos que electoralmente reportara a los gobernantes, era pura majadería. O mejor dicho, la majadería estuvo en que el pueblo avalara aquella manera de proceder. Porque, en lo que respecta a los vividores de la política que nos gobiernan, no me atrevería por cierto a afirmar que actuasen de ese modo por insconsciencia. En demasiados de ellos desde luego que se antoja posible la pura y simple mala fe.



La base del Estado Social es la tributación progresiva. Cuanto más tienes, no solo pagas más (pues si fuera únicamente eso, no solo no habría problema alguno, sino que además esto sería lo correcto), sino que además lo haces en mayor proporción que quienes tienen menos. La excusa que suele aducirse para cometer tan flagrante injusticia es que si a un sujeto le quitas la mitad de lo que tiene, pero aun así sigue teniendo más que la gran mayoría de la gente, a la que simplemente le quitas una décima parte de lo que es suyo, pues entonces no hay nada de malo en arrebatarle lo suyo, sin importar nada al respecto que lo haya ganado lícita o ilícitamente. El planteamiento me parece erróneo y tendencialmente monstruoso por tres razones.



La primera razón está en el hecho de que la tributación progresiva es injusta, en tanto que conculca claramente el principio de igualdad. La igualdad no se traduce en igual cantidad, pero si igual esfuerzo. Algunos me replicarán que en verdad si tú a un millonario le arrebatas las tres cuartas partes de lo que posee, con el cuarto sobrante seguirá vivendo mejor que muchos que no entregaran nada. Y eso es al menos media verdad, y por ende una de las peores mentiras. Quienes aducen esa razón en favor de la tributación progresiva no han entendido absolutamente nada. Estamos analizando los patrimonios, no las personas. El esfuerzo que pedimos es patrimonial, no personal. Si fuese un esfuerzo personal, cabría plantear esa clase de razonamientos. Como se trata de un esfuerzo patrimonial, no hay lugar para los mismos. En ese sentido, todos los patrimonios son iguales, y su sufrimiento se mide en función de la parte del total que se les arranca.



La segunda razón es que la tributación progresiva es económicamente contraproducente. Si cuanto más rico se es, mayor en proporción es también la aportación que se ha de hacer a la comunidad, esto es, si cuanto más rico se es más se penaliza la riqueza en términos impositivos, pues lo que se consigue es desincentirvar cualquier clase de esfuerzos que las personas estén dispuestas a hacer con tal de volverse ricas. Sobre todo porque, al fin y al cabo, ¿qué se gana esforzándose que no regale el Estado a través de prestaciones sociales? ¿Es mucho mejor cualitativamente y en términos exclusivamente materiales la vida de un ciudadano rico que la de un ciudadano medio e incluso la de muchos ciudadanos cuyo poder adquisitivo se sitúe por debajo de la media?



El hecho es que no. Cualitativamente, es llamativo el hecho de que nuestra vida no es muy inferior a la de los ciudadanos de mayor poder adquisitivo. En esas circunstancias, los individuos más creativos difícilmente pueden sentirse motivados en lo que respecta al deseo de esforzarse con vistas a dar de si todo lo que les permita su potencial. No digo que el hombre sea egoísta por naturaleza, pero desde luego está claro que en el hombre existe un fuerte sentido de retribución. La mayoría consideran que si se hace algo ha de ser a cambio como mínimo de una ganancia proporcional a lo que se aporta. Y, si lo que se aporta no es un servicio cualquiera, sino una actividad particularmente creativa que pocos o quizá ninguno otro podrían llevar a cabo, y que de ser llevada a cabo permitirá mejorar de manera materialmente tangible y con carácter inmediato la vida de muchas personas, y a medio o largo plazo la de prácticamente todos los demás seres humanos que vengan después; pues como es lógico el autor de tan magna aportación aspirará a recibir una retribución de calibre suficiente como para no tener que volver a ganarse el pan con sudor ninguno de su frente, aunque solo sea en pago de los muchos sudores que ahorrará a incontables millones de personas que vendrán tras él y se beneficiarán de lo que ha creado.



Y lo anterior es cosa que deseará o considerará justa en general incluso el hombre más desprendido. Sobre todo, el hombre desprendido podrá no desear riquezas materiales, y rechazarlas si se las ofrecen (como hizo Benjamin Franklin cuando rechazó patentar el pararrayos, alegando que él no había tenido que pagar nada para beneficiarse de los inventos de otros que vinieron antes que él). Pero a buen seguro que le sorprenderá sobremanera el que ni siquiera le ofrezcan dichas riquezas, o el que las riquezas que gane no sirvan para otra cosa que para someterlo a un régimen fiscal mucho más desventajoso que el que soportaba anteriormente y en el que, a poco que te despistes, todas tus ganancias anteriores pueden verse reducidas, si no a la nada, si a una muy mínima expresión.



La tercera razón es de orden más bien político y moral. Pues algunos objetan a todo lo antedicho que en realidad, aunque sea cierto, solo es predicable de los regímenes tributarios progresivos agresivos fundados en grandes saltos porcentuales. Sostienen que no es lo mismo pasar de tributar un 25% a tributar un 40%, que pasar de tributar un 25% a tributar un 27'5%. A eso yo replico que, en cualquier caso, la financiación del Estado Social requiere de una tributación de carácter esencialmente confiscatorio. La mayor parte de los recursos están en manos de minorías muy exiguas, y, ya sea imponiendo fuertes saltos tributarios, ya sea evitándolos mediante aplicación de fórmulas matemáticas más o menos complejas, lo cierto es que si no se mete mano de manera agresiva a dichos recursos financieros, la sostenibilidad del modelo de Estado actual se hace sencillamente inviable.



En realidad, la experiencia nos demuestra que, incluso recurriendo a la más agresiva tributación progresiva y a los más grandes saltos del tipo, la financiación del Estado Social requiere de un masivo endeudamiento que, a largo plazo, no hace más que garantizar nuestra reducción a la servidumbre económica respecto de los Estados extranjeros y entidades que actúen como prestamistas. A no ser, claro está, que seamos los EEUU y podamos permitirnos endeudarnos hasta el infinito gracias a nuestra enorme fuerza militar (que es la que me lleva a considerar que la infinita deuda estadounidense en realidad es un tributo encubierto mediante el cual este país mantiene cierta red de protección social voluntariamente pagada por otras naciones). En definitiva, que a la minoría pudiente hay que quitarle, y mucho, porque en caso contrario no tenemos ni para empezar. Quizá eso en general nos dé poca pena. Pero surge un problema: los saltos tributarios son antieconómicos, y la única forma de arrebatar a los pudientes lo necesario moderando o suprimiendo los saltos tributarios pasa por imponer a los sectores sociales menos pudientes tipos fiscales que seguramente serían sensiblemente más exigentes que los actualmente existentes. Cosa que no se puede ni plantear, porque en tal caso estaría por ver qué les quedaría para vivir. Vamos, que no hay manera. O se renuncia al pan, o se renuncia al circo, porque el pan y circo a la manera de los romanos antiguos, igual que les pasó a ellos, nosotros tampoco lo podemos sostener.



Conclusión: que seguimos y seguiremos instalados en esta explosiva combinación entre impuestos confiscatorios y agresivos saltos tributarios. Mas no se acaba aquí el problema. Al ser mayores los saltos, más evidente es para el que está arriba la penalización de que es objeto su riqueza, y menor el sentido que quien esté en situación de enriquecerse pueda verle a los trabajos que debería tomarse para llegar a alcanzar esa posición. En definitiva, que el sistema en el que vivimos instalado, a fin de cuentas redunda en una menor movilidad social. Por eso, sabemos bien que en éste continente el poder está siempre en manos de los mismos, con muy pocas excepciones. Vistas así las cosas, el interrogante no está tanto en si podemos como en si debemos mantener la tributación progresiva. Yo creo que no, ni siquiera si eliminamos los saltos tributarios. Racionalizar la desigualdad e imponer reglas matemáticas que eviten exacciones especialmente arbitrarias sería sin duda un avance, pero, ¿de qué serviría en este caso mantener la progresividad? Lo único que se consigue es aumentar en proporción escasa la cantidad que obtendríamos a través de un tipo único igual para todos los contribuyentes, a cambio de sacrificar un principio de enorme y capital importancia como es el de la igualdad esencial que debe existir entre éstos. Así pues, por lo inmoral, por lo contraproducente y por el socavamiento del principio de igualdad esencial entre los ciudadanos; por todo ello me niego en rotundo a adherirme a los enunciados básicos que fundamentan ese monstruo en cuyas fáuces voraces voluntariamente se adentra la mayoría de la ciudadanía que en España y en Europa se adscribe directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, pero con grave perjuicio para la comunidad en cualquier caso, a las ideas keynesianas y socialdemócratas.



No creo en el Estado Social, es más, entiendo que es uno de los grandes cánceres políticos de nuestro tiempo. No creo en su postulado fundamental, que es el del carácter "menesteroso" del individuo, y la acuciante necesidad que éste tiene de un Estado intervencionista que le solucione la vida. Semejante idea no solo no me convence, sino que me parece un insulto a la dignidad y a las capacidades de los individuos. Tampoco me parece que sus consecuencias prácticas sean dignas de despertar, ni en mi ni en nadie, la creencia en la viabilidad de un sistema que naufraga muy lentamente, pero a la vez de forma inexorable, y lo hace desde sus mismos inicios.



Sin duda alguna, el Estado Social de prestaciones crea una sensación de seguridad que no por falsa y carente de fundamento es menos reconfortante para una mayoría de espíritus que no es que sean menos ilustrados, sino que sencillamente carecen de ese mismo sentido común que permitió que pasadas generaciones empleasen sus capacidades en la consecución de los grandes logros que hoy nos deslumbran y de los que no percibimos que sea digna heredera y sucesora la actual generación de occidentales. El Estado capitalista, sin duda alguna, parece un tanto ruin y despiadado en comparación. Y sin embargo, la mencionada es una sensación infundada, que nada tiene que ver con la realidad. El Estado capitalista es un Estado duro, pero justo. Sobre todo, es más justo que el actual no solo porque muestra mayor respeto por un individuo en cuyas capacidades cree y al que no tutela dando por hecha su inutilidad -como hace el actual Estado, que, al no respetarnos humanamente, menos aun va a respetarnos políticamente, de ahí los subterfugios inherentes a los Estados Sociales de Europa a través de los cuales se hurta la soberanía del pueblo, en general sometido a sus respectivas partitocracias-; sino porque, de cara a las generaciones posteriores, es un Estado sostenible, que sabemos podremos legarle a las generaciones venideras sin mayores temores acerca de su viabilidad.





Lo peor de nuestro modelo de Estado Social es que es un modelo engañoso. Pues, tanto desde el punto de vista teórico como del práctico favorece a los ricos. Lo analizaré desde ambas vertientes.



Desde un punto de vista teórico, el Estado Social desincentiva el esfuerzo competitivo de los individuos. Solo por esto favorece una mayor concentración tendencial de la riqueza, al ser menos a repartirse el pastel. Pero, en realidad, lo que de verdad favorece al gran capital y arruina a las PYMEs es la progresividad tributaria. La progresividad tributaria, como hemos explicado antes, implica diversos tipos, mayores a medida los sujetos a los que se les aplican son más ricos. Pero tiene que haber un límite, pues el Estado no puede partir de la base de que existen ciudadanos suyos que posean más allá de un determinado patrimonio.



Dicho de otro modo, es posible establecer un tipo máximo para los que ganan más de 1.000.000 de euros mensuales, pero resulta extravagante imponer impuestos específicos a los que ganan 10.000.000, y no digo nada a los multimillonarios. Generalmente, más allá de una cantidad el tipo impositivo que se aplica es el mismo para todos, y muy alto. Supongamos que se aplica un tipo de un 45% (y no estoy siendo nada abusivo, porque los ha habido mucho mayores) a todos los que ganan más de 1.000.000 de euros mensuales. Y que ese tipo se va aplicando mes a mes. Pues la cuestión es muy simple, el tipo es enorme, e impone tales trabas a las PYMEs que lo sufren y gimen bajo su yugo, que a éstos les resulta imposible mantenerse en la competición. No pueden resistirlo, sobre todo si se tiene en cuenta que, en la economía globalizada actual, deben enfrentarse a empresas que no están sometidas a tipos impositivos tan abusivos. 



Realmente, los tipos más elevados pueden llegar a ser irresistibles hasta para los más grandes propietarios. Pero éstos, por el mero hecho de su tamaño, pueden resistirlos durante más tiempo que las PYMEs. De hecho, si los tipos se mantienen el tiempo suficiente, la desaparición de las PYMEs genera beneficio para los grandes, que ganan cuota de mercado como consecuencia de la desaparición de competidores. El abuso impositivo se compensa a través de la tremenda ampliación de su mercado. En definitiva, que el sistema tributario progresivo fomenta, a largo plazo, la conformación de oligopolios colusivos y hasta de monopolios. El paso previo, según en algún momento dejó caer claramente Lenin, al socialismo. Pues, cuantas menos sean las manos en que queda concentrada la propiedad, más facil resulta concentrarla toda en manos del Estado, al que le basta con unas pocas órdenes de expropiación para controlar sectores enteros y transferirlos "al pueblo" (al Partido Comunista). Ahora bien, todo lo expuesto hasta ahora es la teoría.



La práctica es muy diferente, y si la teoría les ha parecido mala, la práctica a buen seguro les parecerá peor, y mucho más despreciable. Todo lo que hemos dicho antes parte de la base de un Estado que impone unos tipos y consigue cobrarlos en la medida impuesta a todos los propietarios, que pagan las cantidades adeudadas religiosamente. Pero eso no es lo que sucede en modo alguno. El Estado Social cuesta mucho, y se basa en grandes cargas impositivas. Para todos. El ciudadano de a pie paga no menos de un 20% de impuestos (el equivalente a dos diezmos de antaño), cuando en otro tipo de Estado que comportase menos gastos y dejase más a la iniciativa de las personas seguramente bastaría con que entregase rara vez por encima del 15%. Por lo tanto, imagínese lo que paga el empresariado, que, por regla general, es un sector de la sociedad más opulento que la media. A menudo por encima del 30% y hasta del 40%. Cuanto más se sube en la escala, más debería pagarse, pero por desgracia no suele ser así. Y no suele ser así por la existencia de diversas instituciones jurídicas pensadas para favorecer a los sectores más ricos de la sociedad: una es la de las SICAV; y la otra la de los paraísos fiscales.



Las SICAV tributan al 1%. Ya está todo dicho. Y los paraísos fiscales no son accesibles a todos por igual, sino que cuanto más rico se es más fácil resulta acceder y hacerlo en las mejores condiciones posibles. En definitiva, que por medio de subterfigios como éstos el gran capital consigue reducir legalmente sus impuestos y mantener a salvo de los agresivos tipos tributarios del Estado Social sus recursos. Con el permiso de las autoridades políticas de los Estados Sociales de Europa, que no solo no luchan contra los paraísos fiscales, sino que además los potencian (caso de Gibraltar). Los mismos que luego claman contra la gran empresa son los que luego le hacen a ésta el caldo gordo. A costa de las PYMEs



Ciertamente dan ganas de vomitar, pero a este punto de vandalismo partitocrático es al que hemos llegado, y de nada vale negarlo. Los pequeños y medianos empresarios se ven continuamente torpedeados por Gobiernos que hacen política apelando muy frecuentemente a la supuesta "necesidad" de subirles los impuestos a los más ricos, pero a los que luego no les importa nada ponerse al servicio de los intereses de los más pudientes de todos, cuya posición socioeconómica contribuyen a asegurar y a proteger de toda posible perturbación. Nuestro sistema impositivo está diseñado contra el mediano empresario. Para impedir que éste, que es el que podría, llegue a desbancar jamás a los grandes de su pedestal.



En definitiva, que se dificulta gravemente la movilidad social, se garantiza el poder de los mismos de siempre, y se arruina a nuestro Estado obligándolo a hacerse cargo de gastos que no puede costear, quedando gravemente comprometido de este modo el futuro de las generaciones de españoles y de europeos que vendrán. Casi nada. ¡Y lo peor es que ojalá aquí se terminase la relación de los desmanes de la actual casta política dirigente de las naciones occidentales! Pues no es el caso. Aunque a los demás despropósitos tendrán que dedicarse nuevas entradas. Porque lo que es la presente ya se ha extendido demasiado.



Un abrazo a todos los lectores, y que Dios les bendiga y de fuerzas para enfrentar el siempre incierto porvenir. IHS

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