lunes, 11 de noviembre de 2013

DOS DINASTÍAS, LA MISMA BARBARIE

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Hace mucho tiempo, en las regiones pantanosas de al este del Rhin, más allá del límite del todopoderoso Imperio Romano y de la gran civilización que éste representaba, vivió un hombre llamado Merovech. Murió, y seguramente a nadie le pareció que aquel fuera un suceso trascendente. Era el caudillo de la bárbara tribu germánica de los francos salios. Que desde hacía cerca de un siglo vivían como federados de los romanos. Fue sucedido por su hijo Khilderick.

Este hijo tomó el título de rey. Aprovechándose de la total decadencia de Roma, y contemplando cómo otros pueblos de su misma estirpe teutónica se repartían los restos cada vez más exiguos que iban quedando del mismo, se decidió a actuar. Anexionó unas pocas ciudades galorromanas, y su reinado pasó sin particular pena ni gloria. Ni él ni su pueblo tuvieron un papel importante en la caída del Imperio Romano de Occidente, que justo entonces acababa de exhalar su último y postrero aliento.

En el 481, Khilderick murió. De tal suerte que fue exaltado al bárbaro trono de los francos salios su hijo Clodoveo. Éste parecía destinado a ser el tranquilo monarca débil de un reino igualmente impotente. ¿Qué eran los francos al lado de visigodos, ostrogodos, burgundios o alamanes? Más bien poca cosa. Tanto en términos de poder como de civilización, los francos habían resultado ser un alumno no demasiado aventajado de esa vieja profesora que es la Historia. Por de pronto, ni siquiera eran uno solo. Los francos salios reconocían la autoridad del rey. No así los francos ripuarios.

Sin embargo, al nuevo rey parecieron no arredrarle las enormes dificultades. De modo que a lo largo de un glorioso reinado que se extendió treinta años, Clodoveo convirtió a su reino en el más poderoso de toda Europa Occidental. Convertido al catolicismo desde el 496 -no se sabe si por convencimiento o por conveniencia-, el nuevo rey unificó a los francos (consiguiendo que al viejo caudillo de los francos ripuarios, Sigeberto, lo asesinase su propio hijo para luego denunciar al asesino), conquistó a los alamanes, arrebató tierras al poderoso Reino Burgundio, y destruyó en el 507 el primero de los reinos visigodos (el que, establecido solidamente en Aquitania, tenía su capital en Tolosa); obligando a éstos a abandonar las Galias casi por completo para dirigirse en tromba hacia Hispania, donde el destino les tenía reservada una segunda edad de oro mucho más impresionante que la primera...

Clodoveo murió, pero no sin haber alcanzado una notable fama en vida. Tan grande fue el ascendiente que ganó sobre los francos, que dio origen a una dinastía. Así hizo su gloriosa entrada en la Historia el linaje de los llamados reyes merovingios. Cuyo nombre derivaba del de ese mismo Merovech cuya vida parecía en un principio tan carente de trascendencia.

Nos gustaría poder decir que Clodoveo le dio por completo la vuelta a la tortilla, y que los reyes merovingios se pusieron a la cabeza de los soberanos de la Europa surgida de las ruinas del Imperio Romano de Occidente. Y, desde luego, si de lo que hablamos es de poder, lo cierto es que así lo hizo. Desgraciadamente para el mundo, no sucedió lo mismo en el plano de la cultura. Los reyes merovingios no eran más civilizados de lo que pudo haberlo sido aquel Merovech del que derivaba el nombre de su dinastía. Bien es posible que hasta lo fueran menos. Pues no eran tiempos de bonanza para la civilización, y seguramente parecía entonces mucho menos importante aprender a leer libros que a esgrimir la espada. En verdad, parece ser que ninguno de los reyes merovingios aprendió nunca a leer.

En el 711, los musulmanes conquistaron el Reino Visigodo de Toledo. De manera que, tras la caída de aquel primer Reino de España, a los francos correspondió la tarea de erigirse como gran baluarte -junto a los restos del Imperio Romano con capital en Constantinopla- de la civilización occidental frente a la marea islámica. Es una pena que la supervivencia de la gran cultura latina en Occidente quedara en manos del menos apto entre los defensores germánicos imaginables. Esta última no es una afirmación gratuita. Lean y juzguen ustedes mismos.

Desde los días de Clodoveo en adelante, aquellos bárbaros habían mantenido la concepción bárbara según la cual el reino era una propiedad privada del monarca. Es por esto que éste tenía la posibilidad de dividir su reino entre los hijos que dejaba en el mundo. Los monarcas francos hicieron esto siempre, lo que daba pie a que la sucesión al trono fuese seguida de guerras civiles y atrocidades sin cuento, que se alargaban hasta que alguno de los contendientes conseguía reunir todo el patrimonio del padre en sus manos. Y que dejaban el amplio ámbito franco bien regado de sangre y brutalidad. Como sucedió con motivo de las querellas entre las celebérrimas Brunilda y Fredegunda, reinas de Neustria y de Austriasia, respectivamente. Que seguramente sean las mujeres que más han contribuído al mal de la Humanidad de todos los tiempos.

Gracias a este nefasto proceder de los francos pasó exactamente lo que tenía que pasar. Los caminos romanos, desatendidos, dejaron de transitarse, convirtiéndose en morada de bandidos y saqueadores; y el tránsito por ellos se volvió imposible. Los acueductos fueron derruidos -al igual que las redes de alcantarillado-, de manera que las ciudades ya no pudieron disponer de un suministro de agua limpia, lo que las convirtió en un entorno insalubre que favorecía la difusión de las enfermedades. Se dejó de acuñar moneda, al mismo tiempo que se retornaba a los intercambios en especie. Todo resto de la antigua administración pública romana desapareció, siendo sustituída por un nuevo orden que reposaba por entero en las habilidades bélicas de los guerreros francos. El Derecho romano fue reemplazado por la Ley Sálica, en la que se recopilaban las sanguinarias costumbres de los bárbaros; y de este modo la Justicia de los Césares dio paso a las arbitrariedades de los reyes merovingios, de la misma manera que la ley escrita fue reemplazada por la tradición consuetudinaria. La educación superior, antaño abierta a los seglares, quedó recluída en los monasterios, y pasarían siglos antes de que los laicos pudieran volver a beneficiarse de ella. La ruina de las comunicaciones provocó el debilitamiento del poder de los monarcas, que no podían moverse rápidamente de un sitio a otro, y dependían de los gobernadores nombrados por el rey para hacerse cargo de cada territorio.

Esos señores se volvieron más fuertes de lo que habían sido nunca, en tanto que el rey dependía de ellos para mantener el orden, y ellos a su vez disponían de cada vez más siervos. Esto era así en tanto que las ciudades se fueron vaciando cada vez más rápidamente de hombres, y sus antiguos ciudadanos afluyeron al campo, a fin de hallar la protección que solo podía dispensarles la nobleza. Que no los protegió gratuitamente, sino que los obligó a trabajar para ellos y los adscribió a la tierra, que ya no pudieron abandonar. Ni siquiera cuando llegó el momento en que quisieron hacerlo. Cada parcela de tierra, incomunicada con el resto del reino por el deterioro de las comunicaciones terrestres y la práctica desaparición del comercio marítimo, tuvo que procurar ser autosuficiente en la medida de lo posible.

En definitiva, que la fortaleza de los francos quizá salvó a Europa de la desaparición, pero a costa de un precio como el que probablemente Occidente no ha pagado jamás. Nuestra civilización descendió hasta cotas bajas como no se recordaban en muchos siglos. Los herederos de Merovech y de Clodoveo sumieron sus tierras en la oscuridad. Y Europa entera pagó en algunos aspectos por los pecados de los merovingios durante más de un milenio contado a partir de la caída del último rey de ésta dinastía, Khilderick III, en el 751. Magro consuelo es saber que los años transcurridos entre el 638 y el 751 fueron años de prolongada decadencia de una dinastía que, a partir de la muerte de Dagoberto I, no dio un solo rey digno del gran Clodoveo. O saber que los monarcas merovingios perdieron todo el poco poder que les quedaba en manos de los mayordomos de palacio. No es un motivo para estar satisfechos, porque la ignominia ajena no es motivo para la alegría, y menos aún cuando los malos hábitos de los que caen en desgracia se perpetúan tanto en el tiempo...

Sin duda alguna, la dinastía carolingia que sustituyó a la de los decadentes merovingios comenzó bajo los mejores auspicios. Herederos de Carlos Martel, el mayordomo de palacio de Austrasia -reino franco que abarcaba los territorios originales que este pueblo aún dominaba al este del Rhin junto con sus conquistas más antiguas al oeste del río-, que derrotó a los musulmanes en el 732 con motivo de la celebérrima batalla de Poitiers, su primer rey se reveló tan o más grande que el mismísimo Clodoveo. Ese rey fue Pipino el Breve -así llamado por subaja estatura-, hijo de Carlos Martel, que no vaciló en echar del trono a Khilderick III para colocarse en su lugar, y en guerrear contra los lombardos para ganarse el favor del Papa, que sancionó su usurpación del trono franco.

En cuanto al segundo rey de la dinastía carolingia, se trató del que claramente sería el más grande de los soberanos que daría la Europa post-romana hasta los Reyes Católicos: Carlomagno. Conquistador de lombardos, sajones y bávaros; y creador de la Marca Hispánica -que es el germen de lo que hoy llamamos Cataluña y Aragón-, de la Marca de Bretaña, y de la Marca Danesa -que es la que da a Dinamarca (Dan-mark) su actual nombre-. El más poderoso de los monarcas europeos desde tiempos romanos y hasta el día de hoy. Coronado en la Navidad del año 800 como Emperador del restablecido "Imperio Romano de Occidente". Quien durante su reinado pareció representar la culminación de las esperanzas de renacimiento de nuestra civilización latina, que quizá volvería a emerger del cieno fortalecida por la aportación guerrera de los germanos.

Desafortunadamente, la grandeza de Pipino y la aún mayor de su hijo Carlomagno no era más que una desafortunada ilusión. Las viejas tradiciones de los merovingios no habían desaparecido. En teoría, el Imperio Romano de Occidente había quedado restablecido. Mas al título imperial no le había seguido una revitalización de las ideas romanas acerca de la res publica. Si no se había echado todo a perder es porque una serie de afortunadas coincidencias (abdicación de Carlomán, hermano de Pipino; y muerte de Carlomán, hijo de Pipino y hermano de Carlomagno) habían permitido que el ámbito franco permaneciera unido. El mismo Carlomagno tuvo la gran suerte de que solo su hijo Ludovico Pío le sobrevivió. De otro modo, él mismo habría desecho su gran obra con la misma seguridad y la misma estupidez que Clodoveo.


Lamentablemente, Ludovico no tuvo esa misma suerte. Y Europa tampoco. Así que lo que vino después de su muerte y del Tratado de Verdún de 843 (en el que los nietos de Carlomagno -Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo- se repartieron a partes más o menos iguales los territorios imperiales -pese a que esa no era la voluntad del heredero del título imperial, Lotario-) hizo parecer hasta buenos los nefastos días de los merovingios. Pues a la guerra interminable en el interior y al enemigo musulmán en el exterior se unió la amenaza que representaba una horda nómada procedente de las estepas del este: los húngaros, dignos sucesores de los jinetes hunos de antaño -pese a que no llegaran tan al oeste como el gran Atila-. Pero lejos, en el frío norte de Escandinavia, algo empezó a moverse aún en los días del gran Calomagno. No se sabe bien por qué, pero sucedió que algunos pueblos germanos de aquella zona, que tradicionalmente habían vivido del pastoreo y de la pesca -y que, en un mundo que se iba haciendo cristiano, seguían siendo paganos-, se convirtieron en constructores de barcos. Tan buenos, que en sus astilleros vieron la luz los primeros barcos capaces de surcar las aguas profundas del Atlántico. Barcos a bordo de los cuales aquellos hombres navegaron hacia el este y hacia el oeste, desembarcando en tierras mucho más ricas y avanzadas que las suyas propias. Y no precisamente como amigos, sino como feroces guerreros, a los que los habitantes del antiguo ámbito romano dieron el nombre de normandos. Ellos preferían referirse a sí mismos como vikingos. Pero ese ya es otro capítulo de la Historia...

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