jueves, 27 de diciembre de 2012

BREVE COMENTARIO A LA VICTORIA DE OBAMA

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Aunque este artículo tocaba haberlo escrito el mismo día 7 de noviembre, me alegro de haber tenido el blog en el congelador durante algún tiempo. Pese a que tengo no poca materia atrasada, me da la sensación de que el haber dejado correr un poco el tiempo ha tenido como consecuencia el que tomara conocimiento de sucesos que sin duda podrán contribuir a enriquecer unas entradas que, además, al no escribirse al calor del momento, tenderán a mostrarse más equilibradas por reflexionadas. En fin, procedo a exponer el tema que va a ocupar esta entrada, que merece ser comentado antes de que termine el 2012.

Ya comenté en una entrada anterior que los Estados Unidos, y de rebote el resto del mundo, se jugaban mucho en la pasada elección presidencial acontecida en ese gran país. La esencia de los Estados Unidos es la libertad, y parte de esa libertad se fundamenta profundamente en la creencia de que el poder público no debe entrometerse en nada en lo que no sea estrictamente necesario que se inmiscuya. Este noble, básico y sensato principio no siempre se ha seguido todo lo que habría sido deseable. Pero los últimos tiempos han sido testigos de como la actual Administración de Obama realmente no se conforma con no ser fiel a los mismos, sino que, precisamente en base a su infidelidad, desea borrar hasta su recuerdo de la mente y del corazón de la Unión Federal que malgobiernan.

Podría extenderme hablando acerca de los males que pueden proceder de la actual Administración. Pero el caso es que nada de lo que diga cambiará el resultado: Obama y Biden 332 Romney y Ryan 206. Y victoria contundente también en voto popular del actual inquilino de la Casa Blanca, que a ojos de los electores estadounidenses ha merecido otros cuatro años al frente del país.

Reconozco que la victoria de Obama fue mucho más holgada de lo que esperaba. Aunque le daba favorito, consideraba que Romney tenía unas posibilidades que es obvio que no tenía ni por asomo, e incluso veía probable que Romney lo derrotase en términos de voto popular. No lo hizo. Y, sin embargo, no me sorprenden los resultados.

¿Por qué digo que no me sorprenden? Las razones son varias. Una de ellas es el candidato. Sin duda alguna, es fácil decir ahora que Romney era un candidato débil. Pero lo cierto es que eso no quita que en efecto lo era. No por su desempeño, que fue mejor del esperado (nadie habría pensado que pudiera ganarle como lo hizo el primer debate a Obama). Sino por su propia naturaleza. Romney ha sido la demostración de que en Estados Unidos la doctrina del mal menor (tan lesiva para la calidad de la democracia, e incluso para la democracia misma) no ha cuajado nada en absoluto. El ciudadano busca un candidato que lo estimule, y no que se limite a ser menos malo que el otro. Romney no era particularmente estimulante (a la gente no le estimula un niño bien al que se percibe a años luz de las preocupaciones de la gente de la calle), y había cambiado demasiadas veces de posición como para que se concediera particular crédito a los posicionamientos más radicales con que en las últimas semanas de campaña intentó ganarse a las bases republicanas y, en concreto, a los simpatizantes del movimiento Tea Party. Esto ya es malo. Pero lo que más daño hizo a Romney, seguramente, fue su religión. La religión mormona es un credo increíblemente chorra, que a la mayoría le genera risa, pero que a muchos (especialmente cristianos convencidos, católicos o protestantes, de entre los que forman la base electoral republicana) les produce profunda repulsión, caso de un servidor. La suficiente como para no votar a un candidato mormón ni siquiera si su contrincante es el igualmente pagano presidente Barack Hussein Obama (ese no es mi caso, yo, a pesar de la profunda repulsión que me produce el culto pagano de los mormones, si habría votado a Romney).

Realmente, a tenor de los resultados electorales, me parece evidente que si se hubiese presentado como candidato a alguien que no fuese mormón y que estuviese más en sintonía con las bases republicanas (desde luego, a alguien que no hubiese jamás aprobado como gobernador de Massachusetts una especie de anticipo de la reforma sanitaria obamita), seguramente la elección hubiese resultado mucho más competitiva. Aun así, no voy a mentir: a la vista de los cambios demográficos que están teniendo lugar en los Estados Unidos, incluso un Ronald Reagan habría tenido dificultades serias para alzarse con la victoria sobre el actual presidente. Esa es una de las enseñanzas que se sacan de las últimas elecciones. No se llega a ningún lado autolimitando la propia base electoral a la decreciente mayoría blanca. Así que solo quedan dos opciones: convencer a esa declinante mayoría de ponerse manos a la obra y tener un mayor número de hijos que preserve su condición mayoritaria, o intentar abrirse camino entre las minorías. Yo aconsejaría optar por los dos caminos. El actual Partido Republicano no opta por ninguno.

El mayor error de la campaña electoral republicana para mi ha sido evidente. Se ha enfocado con vistas a la derrota de Obama y de todo lo que este y el actual Partido Demócrata representan; más que por la victoria de una alternativa diferente al mero retorno a la situación previa al mandato del actual presidente.

O eso se cambia, o nos cambia Obama. Continuará...

domingo, 18 de noviembre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (2ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

¿Qué relación debe existir entre la política y la religión? ¿Deben los creyentes de una confesión -más concretamente, los cristianos en su versión católica ortodoxa- participar activamente en las disputas políticas? Y si este es el caso, ¿cómo deben canalizar esa participación? ¿Deben dejar que sus acciones políticas vayan guiadas por los principios que les dicta su conciencia, inevitablemente marcados por la concepción religiosa a la que se adscriban? ¿O deben, por el contrario, procurar gobernar sin justificarse nunca en los dictados de su propia conciencia, y atendiendo solo a lo que el común de la población identifique como "bien común de la sociedad", o incluso solo a la voluntad de ésta, independientemente de toda mínima consideración moral -hasta de moral "pactada" o "sincrética"-?

En verdad, yo creo que en la presente cuestión se contiene la clave de lo que, según mi personal perspectiva, debería ser la relación existente entre la política y la religión. Pero es una cuestión densa, y antes de intentar abordarla, creo que puede resultar conveniente hacer mención de mis ideas acerca del confesionalismo estatal. Para evitar así malas interpretaciones de mi pensamiento, en una u otra dirección.

Sinceramente, siempre he creído que el confesionalismo, sin ser necesariamente monstruoso (no debe confundirse el confesionalismo con la teocracia -gobierno a cargo del estamento religioso en el que las funciones religiosas y civiles se ejecen juntas e incluso se confunden, no pudiendo distinguirse unas de otras-, y ni siquiera con la hierocracia -las funciones civiles y religiosas se ejercen por separado, pero el Estado es confesional, sobreponiéndose en la práctica el estamento religioso al civil, que necesita de aquel para legitimarse-), como defienden algunos católicos excesivamente influenciados por las modas pasajeras del mundo, es innecesario y tendencialmente contraproducente. Ahora bien, como católico, es mi obligación creer en todo lo que forma parte de mi fe, y no solo en lo que a mi me de la gana. Esto es un todo del que no puede separarse ninguna parte (para que se me entienda bien, no se puede ser católico y al mismo tiempo pretender creer solo en nueve de los Diez Mandamientos). Así pues, yo creo en el deber de rendir pleitesía a Cristo en todos los ámbitos de la realidad, tanto desde una perspectiva individual como a nivel social, siendo como es Jesucristo el Señor de todos los hombres y de las naciones que éstos construyen sobre la Tierra. Lo que no creo es que la confesionalidad de los Estados sea el mejor modo de cumplir con ese deber inherente a la condicion de cristiano.

Creo en la democracia, y creo en el catolicismo, pero mi fe en mi religión es incomparablemente mayor que la fe que pueda tener en una forma concreta de organización política, por más que ésta me guste, caso de la democracia (sobre cuyos requisitos fundamentales -o al menos los que yo creo que debe cumplir- ya he hablado en entradas anteriores). Creo que la Historia del mundo todavía no ha visto nacer una democracia inspirada en principios cristianos y consecuente con los mismos. Y creo que el camino para conseguir algo como esto -que entiendo que sería muy deseable y beneficioso para los hombres- no pasa por la confesionalidad del Estado. Entre otras cosas, porque desde mi punto de vista la confesionalidad de un Estado difícilmente puede casar bien con su organización democrática.

Una de las razones por las que creo en la democracia, es porque creo que, al ser la única forma de gobierno en cuyo seno los gobernados realmente pueden influir en la manera en que se les gobierna, es la única forma de gobierno respetuosa con la dignidad inherente a todos los hombres, puesto que, aunque puede deformarse fácilmente y optar por tiranizar a éstos y tratarlos como a niños al imponerles sujección a mandatos absurdos, también puede no hacerlo. Las demás formas de gobierno, al tratarnos de ineptos e incapaces que no merecen influir de ninguna manera, ni siquiera tangencial, en la forma en que se les gobierna, inevitablemente incurren en semejante comportamiento respecto de los gobernados, cuya dignidad se ve rebajada. Creo en la democracia, porque todos los gobiernos se equivocan, pero la democracia permite que por lo menos las equivocaciones corran de nuestra propia cuenta, y no sean consecuencia del capricho de un soberano (lo que, según se mire, es una solución más respetuosa con nuestra dignidad, pero que a la vez hace a la mayoría dominante en cada momento más responsable de los errores colectivos, tanto ante Dios como ante los hombres).

Quienes hayan estudiado algo acerca de éstas cosas ya sabrán que el confesionalismo puede ser formal o material. El confesionalismo formal no vale más que para hacer el paripé. Se dice profesar determinada religión, pero el Estado no liga a dicha religión la producción normativa, luego se pueden perfectamente promulgar leyes que sean contrarias a los principios de la religión que se supone "profesa" el Estado, lo que, entre otras consecuencias negativas, tiene la de que el Estado se instale en la hipocresía. El confesionalismo material, que impone la sujección de las normas jurídicas a los principios y valores de la religión que profesa el Estado, es más coherente. Pero me chirría por una simple razón: implica la supresión del derecho a cometer lo que, según el punto de vista de la religión que adoptemos como oficial, es una equivocación. Y crea problemas de no poca importancia. Por ejemplo: ¿Puede asumir un pagano el poder en un Estado confesional católico?

Unos dicen que si, y otros que no. La opción más coherente con la naturaleza confesional del Estado es la primera, porque no tiene mucho sentido que los máximos mandatarios, por ejemplo, de un Estado católico sean paganos y recen un molinillo de oraciones budista o asistan a las celebraciones del predicador pentecostal de turno. El problema que plantearía el Estado confesional material así considerado es que impedir a un hombre acceder a un cargo por razón de religión (siempre y cuando se trate de una confesión tolerable, y que por ende deba ser tolarada por el Estado) es incompatible con la democracia. Fundamentalmente porque negarle a un hombre el derecho a acceder a los puestos de poder desde los que defender sus propias convicciones políticas y sociales únicamente en base al hecho de que profesa una religión diferente de la del Estado o no profesa ninguna es incurrir en flagrante discriminación.

Ahora bien, supongamos que se permite a los paganos y a los judíos, herejes y cismáticos acceder a los cargos públicos en igualdad de condiciones respecto de los católicos en el seno de un Estado confesional material católico. Eso no soluciona nada, puesto que también es una evidente discriminación pretender que un pagano pueda acceder a los puestos de poder, pero al mismo tiempo pretender que no puede gobernar de acuerdo con sus propios criterios, y que haga en todas las cosas como a la Iglesia le parezca correcto. Además, seamos sinceros, el confesionalismo material llama a la violencia, sea a corto, a medio o a largo plazo, porque difícilmente hombres que aprecien en algo su propia dignidad aceptarían someterse pacíficamente a semejante rasero. Y para que se vea hasta qué punto la idea no es peregrina, pondré de ejemplo a los propios católicos. Los católicos solemos quejarnos, con gran razón, del trato discriminatorio que sufrimos a manos de los enemigos de la fe. Pero muchos católicos parece que no tendrían problemas en darle el mismo trato a cualquiera que no profese la verdadera religión. ¿Donde queda el amar al prójimo como a nosotros mismos? Creo que esa es una sentencia de los Evangelios de la que nunca nos hemos acordado como corresponde. No basta con no perseguir como escoria a los herejes y a los paganos al estilo musulmán o al de la Inquisición de otros tiempos. Creo que un católico debe demostrar que de verdad respeta a esa gente igual que se respeta a si mismo (lo que no implica respetar sus falsas doctrinas, que detestamos, del mismo modo para nada en que respetamos a la religión de Jesús, por la que hemos conocido la Verdad). A ningún católico le gustaría quedar excluído de las magistraturas, ni que en caso de poder acceder a ellas se le obligase a gobernar de acuerdo con principios herejes o paganos que informaran la legislación de un hipotético Estado confesional pagano. Con la diferencia de que los católicos -y los cristianos en general- tenemos más o menos bien aprehendida la noción de mansedumbre y de aprender a poner la otra mejilla. Mientras que incluso entre los paganos proclives a dirimir sus diferencias de manera pacífica, eso no pasa de ser una opción moral de validez relativa y controvertible (imaginaos entonces lo que pensarán de este concepto los paganos más alejados de los patrones de conducta cristianos). No es un mandamiento moral de validez absoluta, intemporal y universal. En definitiva, que para ellos es una actitud que, en la mayoría de los casos, puede abandonarse sin particular menoscabo de nada que haya que abstenerse a toda costa de menoscabar.

¿Significa todo lo antedicho que acaso los católicos debemos permanecer inertes ante la deriva anticatólica de los Estados que antaño conformaron la Cristiandad? ¿Quiere decir acaso que debemos de abstenernos de ejecutar una agenda legislativa de acendrado carácter católico en nombre del derecho de los paganos a ser tratados igual que nos gustaría ser tratados a nosotros mismos?

¡De ningún modo! Eso no puede ser, porque implicaría abstenernos de comportarnos de acuerdo a los principios de nuestra propia religión, que nos ordenan luchar a través de medios moralmente lícitos por conseguir que Jesucristo reciba la adoración que le corresponde, tanto a nivel individual como social. Así que quedan respondidas las preguntas con las que se abrió el post. La religión de Dios, y esto los paganos lo deben de entender, no es cosa que solo se practique dentro de las cuatro paredes que delimitan el recinto de las iglesias, ni en el interior de nuestros hogares al calor del entorno familiar. ¡Y una mierda! La religión de Dios fue predicada por Éste mismo encarnado precisamente para que se expandiese por toda la Tierra. Pero el mismo Dios nos alertó de que muchos no querrían que fuese así, y de que entre esos estarían a menudo los señores de las naciones, que utilizarían su poder para prevenir la expansión de la fe mediante su persecución, y mediante la promoción entre los hombres del mal, en forma de pecado contra los hombres y de blasfemia contra el Señor. Aquellos entre los paganos que se consideran en guerra perpétua contra Jesucristo querrían que nos olvidásemos de que Él es nuestro Rey y Dios nada más cruzamos las puertas de nuestra casa para salir a la calle a relacionarnos con nuestros semejantes. Sin embargo, nosotros no nos podemos permitir el lujo de hacer lo que los paganos querrían que hiciéramos, ni de dejarnos intimidar por la violencia (física o normativa, es igual) que puedan desplegar en nuestra contra caso de no seguir sus descarriadas indicaciones.


A los creyentes en el Verbo de Dios nos corresponde hacer todo lo contrario. Entre otras cosas, nos corresponde llevar a cabo un proyecto político de calado que implique transformaciones políticas profundas en la dirección que a nosotros nos interesa, que es la de la senda que marca la fe de Dios. Nuestro objeto al hacer esto ha de ser la consecución de tres objetivos irrenunciables: acceder al poder (pues si no lo ocupamos nosotros mismos lo ocupará cualquer otro, y si ese otro es un enemigo profesional acérrimo de la fe católica, nos exponemos a persecución física o normativa, riesgo que nos corresponde evitar por nuestro propio bien y el de los que tenemos a nuestro cargo), bregar en pro de políticas que humanicen el mundo, haciendo prevalecer en este la Ciudad de Dios, y conseguir por éstos medios crear un clima propicio a la conversión voluntaria de los paganos, que es la única que puede servirles a ellos y a nosotros de algo.

De este modo, nos encontramos con que tenemos por delante un gran desafío. Hacer política -y, en su caso, gobernar- respetando esa misma fe y sus mandamientos, que nos ordenan amar y respetar a los paganos. Lo que debe implicar que sepamos a un tiempo dejar de lado todo complejo y, en caso de ganar las elecciones, gobernar haciendo lo que se espera de un gobernante cristiano (prohibir el aborto, institucionalizar un matrimonio civil acorde al natural, proscribir la eutanasia, defender el derecho de los padres a educar a sus hijos en la fe, etc.); y evitar acto alguno que los discrimine respecto de nosotros mismos, o gesto de cualquier clase que haga sentirse innecesariamente menospreciados incluso a los paganos que para con nosotros muestran tolerancia y para con no pocas de nuestras ideas acuerdo cuasi pleno (nunca será pleno del todo porque nunca habrá acuerdo en el fundamento último de nuestra por lo demás aparentemente idéntica postura).

Para conseguir una cosa como ésta, o aunque solo sea aspirar a hacerlo, lo que necesitamos es organizarnos. Los católicos necesitamos organizarnos políticamente asumiendo la posición separada y desigual (por mejor informada) de que Jesucristo, el único Dios, nos ha dotado respecto de los paganos, judios, herejes y cismáticos. Eso, hablando en cristiano, implica actuar en el terreno de lo público por separado de todo el que no profese nuestra misma religión, sin importar la posible comunión de objetivos prácticos. No importa que queramos lo mismo. Hemos también de quererlo por las mismas razones. Los católicos deben formar partidos políticos abiertos solo a católicos, excluyendo a todos los que no lo sean de un modo comprometido (se debe exigir un catolicismo practicante, leal a los principios innegociables, pues otra cosa, por más que el individuo que la profese esté bautizado y se proclame nuestro correligionario, no es catolicismo). Esto responde a la pregunta de si debemos o no limitarnos a defender nuestras ideas apelando únicamente a ideas morales "universales" o recurriendo directamente a argumentar desde nuestra fe. Pregunta que reviste no poco interés, dado el alto número de católicos practicantes que procuran abstenerse de hacer mención a la religión a la hora de defender sus posturas morales, y que insisten siempre en que nuestras ideas las comparten personas que no son cristianas, como si necesitáramos el aval de otro que no sea Cristo para creer en la doctrina que profesamos. Insisto en no debemos aparcar a Jesucristo en un rincón del desván, sino todo lo contrario, enarbolarlo como nuestro más poderoso estandarte, pues nuestras ideas no pueden tener mayor valedor.

Por cierto, que no es preciso que todos los católicos estemos unidos en la misma formación política. Entre correligionarios pueden existir lícitas diferencias que hagan imposible viajar todos en el mismo barco. El acuerdo en torno de los principios innegociables no excluye el desacuerdo en todo lo demás, esto es, en los aspectos puramente políticos de la lucha pública. Hay católicos conservadores, hay católicos tradicionalistas (en lo político además de en lo moral), hay católicos partidarios del liberalismo económico, y hay católicos preocupados por lo social (que no socialistas, porque no es compatible el catolicismo y el socialismo, doctrina atea y materialista) y partidarios por ende de la intervención de la economía y de la regulación de los mercados. Yo mismo me defino como libertario, así que poco puedo tener en común en lo político con la mayoría de los católicos antes mencionados.

Ahora bien, tengo en común con ellos lo más importante de todo: nuestra fe en Jesucristo. Y eso significa que, igual que colaboraría con paganos, judíos, herejes y cismáticos aunque sin mezclarme ni confundirme políticamente con ellos, para conseguir un propósito común; la colaboración entre católicos debe estar a la orden del día. Podemos tener grandes diferencias, pero más grande es lo que nos une. Debemos estar permanentemente dispuestos a la colaboración (incluso en materia de coaliciones electorales), y nunca dejar que florezcan asperezas en el trato que haya entre nosotros.

Sobre todo, es necesario insistir en que los católicos tenemos derecho a hacer todo lo que aquí se propone. Tanto desde el punto de vista de la moral católica como del ordenamiento jurídico civil puramente humano. A posturas como las que yo defiendo aquí públicamente se les suele objetar que quebrantan el principio de separación entre Iglesia y Estado, que es la madre del cordero de la democracia, que resulta imposible sin éste (una de las razones por las que el confesionalismo, incluso católico, me parece tan sumamente inconveniente, es que contraviene la separación entre Iglesia y Estado). Eso no es así. La postura que yo defiendo es dualista, en el sentido de que entiende que los ámbitos espirituales y terrenos son distintos (a diferencia del monismo, cuyo punto de expresión culminante es la maléfica religión del Islam, según la cual no hay distinción ninguna entre el ámbito de lo religioso y de civil, dado que todo forma parte del ámbito religioso). Y además es compatible con la idea evangélica de que "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". La única diferencia entre nuestra concepción de la separación de poderes y la concepción, más que de separación, de enfrentamiento contra los poderes religiosos cristianos (y, más concretamente, contra la Iglesia Católica Apostólica y Romana), está en el hecho de que nosotros respetamos al César en tanto que hombre, y al mismo tiempo nos negamos a tenerlo por cosa otra que no sea ser nuestro igual. En ese sentido, y en tanto que hombre, el César, servidor público, tiene derecho a profesar una religión, igual que otra persona cualquiera, y a desempeñarse como servidor de todos en el modo en que él mejor sepa, promoviendo para ello lo que buenamente crea que redundará en el bien de toda la comunidad, que sin duda será aquello que su religión o creencias trascendentales le impulsen a valorar como bueno para todos los seres humanos o al menos para la comunidad sobre la que gobierna. Desde una perspectiva católica, la Iglesia no puede pretender pasar por encima del César, ni el César entrometerse en los asuntos de la Iglesia. Pero lo que al César no se le puede negar ni la Iglesia puede dejar de acoger como una buena noticia es que libremente el César decida profesar la fe cristiana católica ortodoxa y se conduzca en términos políticos del modo más acorde posible a la misma.

Ahora bien, ni la religión puede pretender practicarse sin ninguna clase de limitación (fundamentalmente, porque no todas las religiones son iguales, y algunas de ellas parten de presupuestos tales que resulta una quimera aspirar a una convivencia pacífica y armómica con ellas); ni el César puede por tanto actuar de cualquier modo y de acuerdo a cualquier postulado trascendente -o con pretensiones de trascendencia- en el que decida libremente creer. Por de pronto, el César no puede adscribirse a postulados tales que lo conviertan en un peligro público ambulante para quienes no participen de su punto de vista, tanto político como religioso, arreligioso o antirreligioso. Así pues, no es posible que el César sea comunista, y persiga la propiedad, ni que sea nazi y persiga a los hijos de Israel y a los gitanos, ni que sea musulmán, y haga la vida imposible y procure la muerte o la humillación de todos los que no profesen la vergonzosa religión del falso profeta Mahoma. Tiene que haber unos límites. Y esos límites tienen que ser los que imponga la sociedad, y tienen que ser límites políticos.

Así pues, en democracia -y de eso estamos tratando, de cómo debería articularse una democracia de cuño católico, y no ninguna otra clase de régimen político- los católicos no deben imponer la observancia por parte de los poderes públicos de la fe cristiana amparados en motivos religiosos (esto es, deben abstenerse de implantar ninguna clase de confesionalismo material -y también formal, para, como vimos antes, evitar hipocresías-). Pero buenamente pueden y deben imponer sus puntos de vista políticamente, solo que a través de medios políticos (da igual que el Estado no sea confesional, igualmente puede y debe imponer en su Constitución la observancia positiva de preceptos cristianos, tales como el respeto a la vida o al matrimonio natural, etc.). De hecho, no solo los católicos pueden y deben por medio de medios políticos impulsar e imponer sus ideas, sino que también por medios políticos pueden y deben obstaculizar a quienes pretendan atacar la vigencia de esos valores morales absolutos y universales en los que creemos impulsados por nuestra propia naturaleza (que a su vez gana ese impulso -que de otro modo podemos perder por completo, convirtiéndonos en perfectos esclavos del pecado y de Satanás- mediante la profesión de la verdadera religión).

¿Y cómo podemos obstaculizar el mal que otros quieran hacer valiéndose de peregrinos y temporales cambios en el estado de ánimo del pueblo? Pues mediante las Constituciones, cúspides de los ordenamientos jurídicos positivos de las naciones civilizadas. Imponiendo a nivel constitucional, tan pormenorizadamente como lo exija la situación, la vigencia forzosa de ciertos principios en los que nosotros creemos, animados por nuestra fe (y en los que sin duda otros muchos creerán, aunque no sea animados por la verdadera religión). ¿Son esos todos los principios cristianos? No, y aquí recurro a las ideas de Santo Tomás de Aquino, cuando hacía referencia al hecho de que, si bien todo el Derecho debe ser moral (lo que para nosotros significa que no debe contradecir los principios cristianos), no debe imponerse la observancia de toda la moral recurriendo al Derecho. Generalmente, los mismos cristianos que se postulan a favor de la imposición del confesionalismo estatal son los mismos que consideran que el Estado tiene que hacer de sus ciudadanos -que ellos tratan más bien de súbditos necesitados de "su" tutela- santos de Dios, imponiéndoles a la fuerza, si es preciso, la observancia de todas las virtudes y el alejamiento de todos los pecados. Si por ellos fuera, se suprimiría el divorcio y se perseguiría criminalmente el adulterio. ¿Acaso pretendo yo eso?

¡No, no lo pretendo! Y no porque no repudie el divorcio, contra el que nos previene Jesús, dejándonos claro que no podemos disolver lo unido por Dios y que volver a casar no habiendo la muerte disuelto un matrimonio anterior implica cometer adulterio. Sino porque contra el divorcio de los paganos hemos de emplear la predicación de los creyentes de Jesús. Tampoco es que me de igual el adulterio, que es una traición terrible de la confianza del cónyuge contra el que se comete, y un acto ingrato a Dios y merecedor de su más inapelable sentencia. Lo que sucede es que yo creo que contra el adulterio se deben emplear otra clase de armas (Ej.: en vez de prisión, el adulterio debería comportar consecuencias juríricas negativas en caso de divorcio, tales como desventajas patrimoniales o en orden a la custodia sobre los hijos).

La razón fundamental por la que me niego a aceptar los planteamientos de aquellos que aspiran a juridificar positivamente la observancia de toda la moral revelada por Dios es que, aunque a mi me interesa la salvación de todos -no solo, aunque si primariamente, la mia-, no puedo pretender tutelar a los paganos hasta el punto de imponérles a la fuerza los comportamientos que llevan a ella, ni encarcelarlos si no son buenos. Si empezamos así, tendremos que meter en la cárcel a cualquiera que pudiendo hacerlo sin sufrir el menor menoscabo económico no le compre un bocata a un mendigo hambriento en la calle, o que sea antipático, o que le falte al respeto en una conversación en su casa a los padres, o que le silbe a una mujer por la calle y le suelte ordinarieces, o que se masturbe pensando en una joven y guapa profesora o en una compañera de clase, o que blasfeme en su casa porque se pilla los dedos contra una puerta, o que increpe a una monja en la calle y se burle del voto de celibato, o que mantenga relaciones prematrimoniales, o que mienta a sus padres por que le da miedo confesar que él fue el que ha roto un espejo (porque todo eso está mal, no tanto como el adulterio, pero está mal). En definitiva, que acabaríamos volviéndonos locos, porque nos propondríamos algo que no podemos conseguir, y además nos rebajaríamos al nivel de Maquiavelo al actuar como si el fin justificase los medios.

Nosotros, los cristianos, sabemos que no podemos dejar rienda suelta a los paganos para que hagan cualquier barbaridad, amparados en su libertad religiosa para no profesar la fe cristiana y si profesar en cambio cualquier otra doctrina (más o menos falsa o deleznable según los casos, pero siempre inferior a la de la Iglesia, única enteramente verdadera). Pero para conseguir esto no necesitamos obligarles a vivir como cristianos sin serlo (de hecho, eso es contraproducente, dado que les crearía -como les creó en el pasado- sensación de opresión y haría menos probable la circuncisión del corazón a la que necesitan someterse para pasar a ser cristianos católicos ortodoxos y poder beneficiarse de los efectos salvíficos del sacrificio que por ellos hizo nuestro Señor, Dios y Redentor Jesucristo). Basta con impedir todas aquellas atrocidades (aborto, eutanasia activa, homonomio y demás aberraciones a las que últimamente tanto se han aficionado cierta clase de paganos) que, además de ser objetivamente malas -lo que no cambiaría incluso aunque las aceptase sin chistar toda la Humanidad-, ponen en riesgo nuestra convivencia. En el sentido de que uno, ante un mal olor puede taparse la nariz un tiempo, pero ante los peores malos olores esto resulta imposible, lo que obliga a erradicarlos o a morir, esto es, a enfocar nuestra relación con los paganos más beligerantes en términos de "O ellos o nosotros". Circunstancias en las que es muy fácil incurrir en el exceso y que paguen justos por pecadores.

Ahora bien, una cosa se tiene que tener en cuenta, y es que el empleo de medios políticos debe tener límites. Aunque los valores morales en que creemos son inmutables, y su validez no dependen de las creencias populares, ni siquiera los mejores valores vale la pena que sean impuestos a toda costa a quienes no quieren beneficiarse de ellos. Para que se me entienda, no considero nunca conveniente -aunque sería un mecanismo puramente político que no comprometería la separación entre las esferas de lo terreno y de lo espiritual- la imposición de cláusulas pétreas, o de intangibilidad (preceptos irreformables de la propia Constitución, que son siempre válidos y que no se pueden reformar). Las razones que me mueven a ellos son dos: primero, que si una gran mayoría del pueblo se separa de la doctrina de la Verdad y en su ceguera desea liberarse de la legítima sujeción a un valor objetivamente positivo, lo hará, y que si existen cláusulas pétreas lo hará mandando al cuerno la Constitución entera (lo que significa que todo lo bueno que ésta contuviera se iría por el sumidero, mientras que en otro caso sería posible conservarlo y emplearlo para reconquistar el terreno perdido); y segundo, que no hay razón para impedir que un pueblo que desea despeñarse se despeñe, mientras no obligue a que la minoría que permanezca fiel a la Verdad se despeñe junto con ellos (y es que si se nos obliga a actuar contra nuestra conciencia lo que sucede es que ya de hecho la democracia ha muerto, porque para que sobreviva es necesario que los polos opuestos establezcan una mínima convivencia y que exista una aceptación mutua; puesto que si ésta desaparece se imposibilita la democracia, facultando a quien quiera hacerlo para imponer formas distintas de Gobierno, incluso autoritarias y represivas -nunca totalitarias-, para así hacer posible su supervivencia y evitar que él y los suyos caigan en manos de quienes, enceguecidos por el odio, los asedian para darles muerte a ellos o a su forma de vida por todos los medios).

Sin duda alguna, mi negativa a aceptar cláusulas pétreas implica la posibilidad de que ciertas verdades y deberes humanos sean obviados por el Derecho positivo. Pero busca aminorar la probabilidad de que con una verdad cuestionada caigan el resto, facilitándose el retardamiento de los procesos de putrefacción moral de la sociedad, y facilitándose correlativamente la reacción de restauración de la Verdad que, renovada, ponga fin a tan odiosos procesos y restablezca el mayor ajuste posible del accionar humano a la Justicia divina. Creo que el fin es noble y que el argumento es razonable, y que esto hace digna de ser compartida mi posición.

Último aspecto al que hago mención es el de la importancia que le atribuyo a reclamar las raíces de toda buena obra que se hace, que para los católicos son las de la doctrina divina revelada por Jesucristo a su Iglesia. En ese sentido, dejo bien claro que el legislador católico ha de abstenerse de hacer manar a la fuerza el Derecho de la religión verdadera, pero nunca debe tener miedo de confesar que sobre ella él, al legislar, cimenta todo lo que construye, ni de que conste así por escrito (incluso en los textos normativos). Si tú al principio de una Constitución católica haces constar que estableces un Estado aconfesional, pero al mismo tiempo señalas abierta y públicamente que todo lo que estableces viene inspirado por tu fe en Jesucristo y en su única Iglesia, no solo no haces ningún mal ni quebrantas la separación entre la Iglesia y el Estado, sino que además haces lo que debes, porque dejando constancia de en qué te inspiras obligas a que se te interprete conforme a la fuente de la que tú mismo confiesas que mana tu pensamiento. Obligas a que las normas que has creado se interpreten cristianamente, como tú mismo lo hacías (evitando así que se falsee tu voluntad, cosa que los odiadores profesionales de Cristo han demostrado estar dispuestos a hacer a la mínima oportunidad), pero no obligas a que los paganos que el día de mañana pudieran crear normas lo hagan obligatoriamente de acuerdo a los postulados de la única religión verdadera.

En fin, termino la entrada del presente post confiado en que este largo artículo habrá servido para que se entienda el punto de vista que servidor defiende en relación con el apasionante tema de la relación entre la política y la religión; y para alejar los miedos que a menudo asolan a tantos que recelan de las intenciones de quienes cuestionan la manera tan deficiente en que hoy en día dicha relación está comprendida en nuestro decadente mundo. Envío un fuerte y sentido abrazo a todos los lectores, independientemente de su religión, y solicito igual para cristianos y paganos la bendición de Jesucristo, de su Santa Madre la Virgen María y de los ángeles, los profetas y los santos del Señor; que, lo sepan o no, es la única que de verdad puede aportarles algo útil en esta vida y prepararles para aceptar a Jesús o perfeccionar esa supuesta aceptación en la medida necesaria para beneficiarse de la Gloria de la Resurrección y de la eterna vida que nos concederá nuestro Padre de manera subsiguiente al Juicio Final y a la Sentencia Inapelable emitida por su único Hijo. IHS

martes, 16 de octubre de 2012

POLÍTICA Y RELIGIÓN (1ª Parte)

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Hace no mucho, los católicos que en todo el mundo seguimos la campaña electoral estadounidense nos regalamos los oidos escuchando a Paul Ryan, candidato republicano a la Vicepresidencia de los EEUU, espetarle a Joe Biden -actual Vicepresidente y segundo de Obama- que no concibe cómo las creencias religiosas pueden situarse al margen del hacer terrenal de los cargos públicos políticos electos. Respondía así a Biden, quien justo antes defendía ser un católico coherente (él es de familia católica y sostiene profesar la religión católica), dando a entender que las políticas patrocinadas por la Administración Obama en relación con el aborto, el lobby de la otra acera y la ideología de género (que son totalmente opuestas a la doctrina que la Iglesia ha enseñado desde hace casi dos milenios) no obedecen a que él personalmente crea que el aborto, la homosexualidad ni el feminismo sean buenos.

Según sostiene el Vicepresidente de los EEUU, su apoyo a las políticas de su Presidente se debe a que él cree que, por fuertes que sean nuestras creencias -en este caso, sus supuestas creencias católicas-, no podemos considerarnos tan absolutamente infalibles como para que dicha creencia en nuestra propia infalibilidad nos anime a imponer nuestras creencias al resto de seres humanos. Razón por la que, lejos de maniobrar políticamente para promocionar nuestras ideas, debemos abstenernos de hacer nada que implique obligar coactivamente al resto de la colectividad a comportarse de acuerdo a las mismas. En resumidas cuentas, que Biden se pretende un católico devoto -lo que, a menos que me hayan informado mal, implica estar absolutamente en contra de toda clase de permisividad hacia todas estas viejas aberraciones que han tomado nuevo impulso en el siglo XXI-, y a la vez declara públicamente que considera que a un cargo público católico debe abstraerse de su fe religiosa a la hora de ejercer sus poderes. Dicho de otro modo, sostiene que la religión es cosa que cada cual practica en su casa, y de la que tenemos que olvidarnos si hacemos política, porque en caso de plantear nuestras políticas desde una perspectiva religiosa, y de, por tanto, legalizar lo que nuestra fe permite y plantearnos proscribir en cambio lo que ésta no tolera; incurriríamos en una invasión del espacio público, y nos entrometeríamos en un grado inadmisible en la vida privada de los particulares, a los que obligaríamos a comportarse de acuerdo a los postulados de nuestra religión incluso en el caso de que no fuesen ellos mismos fieles de nuestro propio culto.

La cosa podría tener gracia por dos razones. La primera es que, si de verdad Joe Biden es católico, entonces cree que el aborto es, por lo menos, un homicidio (porque en el pensamiento del católico no tienen cabida artificiales diferencias introducidas por hombres engreídos según los que el valor de la vida humana dependiente de la madre es inferior al de la vida humana independiente). Lo que significa que, si considera que el aborto no debe ser punible, tampoco debería considerar perseguibles criminalmente el infanticidio o el homicidio, puesto que idéntica intromisión del Estado en la vida de los particulares es la que les impìde atentar contra la vida de un nasciturus como la que les impide acabar con la de un niño ya nacido o la de un hombre adulto. En verdad, si se toma en serio el argumento de Biden, es evidente que no cabe defender la existencia de Códigos Penales, y ni siquiera la de norma jurídica alguna de Derecho imperativo, puesto que en el momento en que se le impone a alguien abstenerse de hacer algo que no cree que esté moralmente obligado a dejar de hacer se puede decir que se está vulnerando su derecho a la libertad de conciencia. Eso es así siempre, se prohiba lo que se prohiba. Y a nadie en su sano juicio se le ocurriría solicitar que se dejase de punir el homicidio. Así pues, ¿qué problema plantea el aborto? Sobre eso volveremos después.

La segunda razón es que, pese a que el Vicepresidente sostiene que no podemos invadir la libertad de conciencia de las mujeres que decidan abortar, y que el Gobierno del que él forma parte tiene como principio fundamental el de "vivir y dejar vivir", sin imponer las propias convicciones; lo cierto es que la Administración del actual Presidente, Barack Hussein Obama, de quien Biden es segundo, si que se considera con derecho -como bien le recordó Ryan- a intervenir en la vida de ciertos ciudadanos, a los que parece que si puede imponérseles actuaciones contrarias a sus parámetros éticos. Efectivamente, la actual Administración Obama lleva tiempo limpiándose el pandero con el contenido de la Primera Enmienda, que protege, entre otras, la libertad de religión. La Secretaría de Sanidad ha hecho sacar adelante reglamentos de desarrollo a la celebérrima ley de Reforma Sanitaria que obligan a los católicos a actuar en contra de sus propias y más trascendentales creencias y del sagrado dictado de su conciencia al garantizar -primero directamente y ahora de forma indirecta, lo que llama menos la atención, pero viene a tener los mismos efectos prácticos- la provisión de seguros médicos para sus empleados que costeen prácticas que la religión católica considera abyectas e inmorales, como sucede con las prácticas abortivas y con las anticoncepceptivas. Los empleadores católicos sufragarán obligatoriamente la expansión de un modo de vida radicalmente contrario a las enseñanzas de los Santos Evangelios.

Pero en realidad nada de esto es gracioso. Porque Joe Biden es el Vicepresidente de la segunda mayor potencia del mundo. Y porque es ofensa muy seria aquella por medio de la cual atenta contra nuestra dignidad. Pues su Administración ha decidido hacer algo que en Europa ha sido durante mucho tiempo el pan nuestro de cada día y jamás se ha terminado de desterrar, pero que en los Estados Unidos nunca se había visto. El César ha ordenado a los creyentes cristianos que le escupamos en la cara al mismo Dios. Ocurrencia propia de un majadero, por cuanto que sus efectos dañinos para la convivencia pacífica a largo plazo son potencialmente incalculables. Así es, puesto que supone un precedente que intranquilizará, y con razón, a los ciudadanos en la medida en que es una intromisión ilegítima en sus libertades -y he aquí el quid de la cuestión: en la cuestión de la legitimidad moral de la intromisión-, y por lo que tiene de atentado inmediato e insensato contra la sensibilidad de un colectivo que, hoy por hoy, mantiene un importante peso social (si hay una nación cristiana en el mundo actual -aunque, por desgracia, lo sea en versión hereje-, esa son los Estados Unidos de América).

En verdad, la cuestión subyancente en el fondo es una de las más apasionantes en términos políticos y filosóficos que existen. Y es a lo que se dilucida en el fondo, al gran debate filosófico que tanto tiempo llevamos planteándonos en el Occidente de raíces cristianas, a lo que de verdad deseo dedicar la presente entrada de este blog. Cuya segunda parte se explayará sobre estas cuestiones.

Un saludo a todos los lectores en Cristo Jesús. Que Dios os bendiga y ayude a derrotar a Obama. Pero no tanto a él, como a la concepción del mundo nefasta que él y quienes anticiparon sus ideas en el pasado, desde los mismos comienzos de la Humanidad, representan. IESVS HOMINVM SALVATOR

viernes, 12 de octubre de 2012

LA NACIÓN VA ANTES QUE LA DEMOCRACIA

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Creo que el glorioso día de la Hispanidad es un buen momento para publicar un artículo del tenor del que ustedes van a leer.

Todos los que seguimos los asuntos de actualidad recordamos lo que hace bien poco, con motivo de la celebración de la Diada, sucedió el día 11 de septiembre pasado en Cataluña. Quienes creemos en España como Nación, y entendemos por consiguiente que nuestra patria merece ser gobernada por individuos dotados de una visión general adecuada del pasado y del presente del país (facultades absolutamente imprescindibles para que un estadista pueda albergar siquiera un esbozo de proyecto de futuro mínimamente valedero para la sociedad sobre la que rigen sus mandatos y disposiciones), no podemos sino mostrar desazón por la situación actual del país.

Y si sostengo que la situación actual del país es tan grave no es ni por las algaradas independentistas ni por el enorme calado de ideas tan deleznables desde un punto de vista racional e histórico como son aquellas con las que, apoyándose en recurrentes falsedades, los secesionistas nos atacan a todos los españoles. Lo que de verdad me parece que determina el estado de descomposición política territorial que mantiene actualmente postrada a España (todavía no irreversible, pero si mucho más avanzado de lo que nunca habrían imaginado ni siquiera los que, dentro de España, tantos afanes dedican a la innoble tarea de destruirla) es la inacción y la absoluta pasividad con que nuestro actual Gobierno rajoyesco, siguiendo el peor estilo la era zapateril, hace frente a la situación. O, mejor dicho, no le hace frente, y he ahí el problema. En que nada contundente dice ni hace nuestro Gobierno que dé a entender claramente que defendería sin vacilación la integridad territorial de España en caso de que sus peores hijos definitivamente cometiesen el ignominioso acto de proclamar su secesión respecto de la que, les guste o no -esto no es cosa que la persona elija-, es su patria.

Al contrario, los balbuceos incoherentes y ridículamente quejumbrosos del Gobierno pepero (ridículos, en tanto que es el Gobierno el que tiene -o debería tener- el control de la situación y, por consiguiente, el poder de anticiparse a los hechos, que seguramente no se sucederían de una forma tan desastrosa para el interés nacional si ellos trabajasen un poco para evitarlo) solo sirven para fortalecer la resolucion suicida de los separatistas, que entienden que de este Gobierno no debe temerse reacción, y que podrán hacer su agosto a costa de la dignidad de ese resto de la Nación del que, más que separarse, da la sensación desean colonizar y mantener sujeto económicamente sobre la base de una confederación cimentada en la más absoluta desigualdad de las regiones de la España que ellos insensatamente atomizarían sin vacilar.

De todos modos, lo fácil ante las presentes circunstancias es criticar a un Gobierno manifiestamente inútil, y carente de ideas más allá de los patéticos parches con los que intenta combatir una crisis que erróneamente estima meramente económica, según ponen de manifiesto sus estúpidas declaraciones -cuando lo cierto es que es una crisis total, y de raiz eminentemente moral antes que de ningún otro tipo-. Lo difícil es intentar ponerse en el lugar de nuestros dirigentes, y pensar en serio acerca de las soluciones que dar al problema separatista. Que nuestro Gobierno parece creer que atajará con la amenaza de que una Cataluña o unas Vascongadas independientes no pertenecerían automáticamente a la UE -si no que tendrían que solicitar el ingreso en ella y ponerse a la cola-, cuando lo cierto es que, desde mi perspectiva, es España la que no debería pertenecer a esa pútrida organización, y son los secesionistas de Cataluña o las Vascongadas los que recibirían un inmerecido favor -sean o no conscientes de ello- si se les excluyese de la misma. Así visto, ¿qué podemos hacer ante el desafío separatista? Yo lo tengo claro, pero no deseo adentrarme en este asunto sin antes intentar al menos ponernos en antecedentes históricos y político-jurídicos. Empiezo con los históricos.

Ante todo, tener claro el principio fundamental: España, históricamente, es una nación antigua. Muy antigua. Quizá la más antigua de todo el continente europeo. No debemos temer afirmar la existencia de España -de una España muy diferente de la actual, pero, sin lugar a dudas, causante de la que hoy existe- desde fecha tan temprana como el 589, año del III Concilio de Toledo y de la oficialización de la conversión al catolicismo de Recaredo. Se que a muchos les parecerá muy impropio unir el nacimiento de una nación a un hecho de evidente cariz religioso. Pero el hecho es que esa conversión y, posteriormente, la aprobación en el año 654 de una ley común a todos los hispanos (el Liber Iudiciorum) son sucesos de esos que jalonan nuestra más importante Historia, en tanto que son hechos que marcan profunda y casi irreversiblemente el camino recorrido por las colectividades diversas -y, hasta entonces, excesivamente diferenciadas unas de otras como para considerarlas unidad de ningún tipo- que coexistían en territorio español en pos de una identidad común y claramente definida.

Segundo, y sin salirnos de la Historia, entender que España no solo no ha evolucionado linealmente, sino que su Historia, al igual que la de Francia -aunque de modo más radical y más amenazador para nuestra propia esencia nacional-, está profundamente marcada por un hecho que bien cerca estuvo de marcar una interrupción total y definitiva del proceso de conformación nacional. Si en Francia dicho suceso fue la Guerra de los Cien Años; en España fue la conquista islámica. Durante siglos, la mayor parte de nuestro país, más que usurpado -que algo de eso hubo, no puede negarse-, fue subvertido de raíz. Sin duda alguna, la mayor parte de los andalusies eran muladíes -españoles que apostataron del catolicismo y se hicieron musulmanes- o descendientes de muladíes. En ese sentido, algo tenían de españoles (no podía ser de otro modo, habiéndolo sido como lo fueron). Pero las semejanzas que nos hubieran podido mantener unidos a esa gente, pese a la total fractura religiosa, desaparecieron por la propia naturaleza de la repugnante religión que adoptaron, que les confirió una nueva identidad, y que hizo imposible poder seguir considerándolos compatriotas nuestros una vez finalizada la Reconquista.

Y si esa grandísima parte de España que se perdió -y que fue transformada en lo que habitualmente denominamos Ándalus- se pudo recuperar, eso solo sucedió por la acción relativamente combinada de los reductos cristianos que pervivieron en el norte de la Península. Reductos combinados que formaron diversos reinos (ninguno de los cuáles fue el de Cataluña -mera agrupación de condados diversos convertida en principado dentro de la Corona de Aragón- ni el de las Vascongadas -que siempre fueron tres territorios dotados de amplia autonomía, y distintos unos de otros hasta el punto de no poder decirse que estuviesen más cerca entre sí que del resto del reino de Castilla al que pertenecían-). Y si esos reinos -de los que formaron parte fundamental gallegos, vascos y catalanes- combinaron aunque solo fuese relativamente sus fuerzas, eso sucedió porque, pese a que litigaban frecuentemente entre si, existía entre todos ellos -incluyendo al reino que hoy es Portugal- un común sentimiento de pertenencia a la España arruinada por la invasión islámica, y de baluarte de la Cristiandad frente a las arremetidas de esos muyahidines yihadistas que ya entonces estaban hechos los mahometanos.

Sentimiento de común unidad hispánica que favoreció que la unión dinástica -y la unión política consiguiente- que tuvo lugar en tiempos de los Reyes Católicos aconteciese sin provocar graves traumas. España es nación desde el final del siglo VI, siguió siéndolo en el sentimiento -pese a su casi destrucción y a la desunión política de los reductos cristianos que la componían- durante los ocho siglos que duró la Reconquista, y restableció la unidad política arruinada por los musulmanes a partir del siglo XV -consumándola en 1580 con la anexión de Portugal por parte de Felipe II-, que pese a la exitosa secesión de Portugal -hoy día nación claramente diferenciada de la española- se ha mantenido desde entonces. Pero que hoy peligra. ¿Por qué peligra esa unidad?

Porque la unión política se llevó a cabo, pero no se encauzó de la forma jurídicamente más adecuada. Seguramente por una mezcla de exceso y de falta de tacto. Hubo exceso de tacto, porque los fueros territoriales fueron abolidos por partes. Felipe V desaprovechó la primera gran oportunidad de poner fin a las particularidades feudales heredadas por los territorios vascos -lo que, todo sea dicho, era relativamente comprensible, dado que le fueron fieles-, a los que seguramente habría debido aplicar también, en interés de España, los decretos de Nueva Planta. Así pues, los fueros de las Vascongadas siempre estuvieron ahí sirviendo de reclamo para otras regiones de España que, por contra, habían perdido sus fueros, caso de Cataluña -cuyo Derecho público fue castellanizado-. Y, cuando se abolieron, esto se hizo de mala manera, por incompleta. Siempre han quedado resquicios de una propia identidad que, sin negar a la española -y, por ende, sin impedir la existencia de la nación española y la consideración de los territorios vascos y catalanes como parte de la misma-, se sumaba a ésta. Esto fue un error, porque la nación solo puede sostenerse sobre la base de que la identidad fundamental es la nacional. Si existe otra identidad de igual o parecido peso fuertemente arraigada, eso echa sombras sobre todo lo que positivamente si se había conseguido -unidad e indentidad españolas-, y amenaza con volverse en contra como un búmeran. Que es lo que ha sucedido. Otra gran oportunidad para terminar de uniformar políticamente España la desaprovechó Franco -de quien tan buen concepto tengo-. Pudo igualar a todas las regiones de España y no lo hizo (por las mismas razones que Felipe V, pues Álava y Navarra apoyaron el Alzamiento Nacional, a diferencia de Vizcaya y Guipúzcoa, que quedaron bajo poder del PNV, y fueron privadas del concierto económico que venían manteniendo desde el siglo XIX). La última oportunidad perdida fue el propio y trágico proceso constituyente de 1978. Si los franquistas reconvertidos que abrieron el melón constitucional hubiesen insistido en blindar la unidad nacional, y en igualar a todas las regiones, ni los nacionalistas habrían chantajeado a tantos Gobiernos, ni Cataluña exigiría un concierto a la vasco-navarra, por la sencilla razón de que dicho concierto no existiría. Error tras error. En 1700 eran excusables. En 1900 no lo eran. Y en 1978 lo que fueron esos errores es imperdonables.

Pasemos ahora del plano histórico al jurídico. Analicemos brevemente la situación. ¿Existen mecanismos jurídicos por medio de los cuales sea posible que Cataluña o Vascongadas accedan legalmente a su independencia? Hasta donde podemos ver, no existen otros que los establecidos en Derecho Internacional Público. Si Cataluña o Vascongadas quieren la independencia, ésta debe venir otorgada unilateralmente por España, o ser reconocida a través de Tratado Internacional. Pero estos mecanismos no nos interesan, porque son mecanismos comunes a todos los Estados y ajenos a la legalidad española. Lo que interesa es saber si nuestro ordenamiento jurídico prevé algún procedimiento de independencia regional. Lógicamente, no lo hace. El constituyente, en su día, la cagó a lo grande con aquella mención tan gilipollas que se hace en el artículo 2º de las "nacionalidades" (que nadie sabe qué cuernos son). Sin embargo, esa estúpida referencia no implica soberanía alguna de las regiones en competencia con la soberanía nacional. La soberanía nacional es, pues, la única, y reside exclusivamente en las Cortes Generales. El Estatuto de Autonomía catalán o el vasco, por mucho que a los que han hecho los nuevos Estatutos se les haya ido la pinza -y no solo en las dos regiones díscolas-, no son las Constituciones de unas entidades políticas soberanas, sino que cada uno de esos Estatutos de Autonomía son una mera Ley Orgánica aprobada por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Por eso se insiste frecuentemente que, por más que los separatistas reclamen que el "pueblo catalán" o el "pueblo vasco" decidan en referéndum, eso no puede suceder bajo el actual ordenamiento, porque no existe pueblo catalán o vasco soberano alguno. Existe un pueblo español del que los catalanes y vascos son parte. Si se quieren escindir legalmente (y es recomendable que, si eso sucede, sea legalmente, porque despreciar la legalidad equivale a poner en peligro la paz todavía reinante) a través de una consulta, esa consulta debería celebrarse manifestando su opinión todo el pueblo español. Todo esto es lógico, porque, al fin y al cabo, no hay pueblo soberano más que si hay territorio soberano. No siendo soberano el territorio de Cataluña ni el de Vascongadas, no cabe imaginar que su censo electoral ni sus instituciones sean competentes para declarar ninguna independencia.

Vamos, que las pretensiones de los separatistas de Cataluña y Vascongadas ni se justifican históricamente, ni son realizables dentro de la actual legalidad española (Además de que, aunque a nadie parece importarle, implica un agravio respecto de nosotros, del resto de los españoles, porque cercena nuestros derechos. Ya que, donde hoy somos compatriotas dotados de plenos derechos mañana podemos quedar convertidos en extanjeros a los que se les pueden limitar dichos derechos. Peor aun, existen en ambas regiones de España amplias minorías que me parece que tienen derecho a no tener que optar entre ser abandonadas a su suerte en una Cataluña y unas Vascongadas independientes, que sin duda alguna los marginarían y los convertirían en apestados sociales por decenios; o abandonar esas regiones, en las que no pocos deben de llevar generaciones incontables, y cortar de una sola vez las profundas raíces que los unen a esas tierras para establecerse en lo que quede de España y así escapar al odio y a la intolerancia separatistas).

Por el contrario, el Gobierno actual de España es el que si que posee variadas vías legales para hacer frente a una hipotética secesión, o a cualquier quebrantamiento ilegítimo del marco constitucional. Ninguna de esas vías han sido utilizadas hasta ahora.

Ahora si es el momento de responder a la pregunta que dejamos atrás. ¿Cuáles son las vías por medio de las cuales podría actuarse para prevenir cualquier conato de rebelión regional contra el Gobierno nacional? ¿Deberían utilizarse? ¿Y si no se utilizan ahora, cuándo? La respuesta a todas estas cuestiones está en dos artículos de la Constitución: el 155º y el 8º. En el artículo 155º se hace referencia a la posibilidad de que se suspenda una autonomía en caso de incumplimiento grave de sus obligaciones o del atentado por su parte contra el interés general de España. En el artículo 8º se hace referencia al deber de las Fuerzas Armadas de mantener la unidad nacional, en tanto que garante de la misma.

Desde mi punto de vista, la cuestión está clara. El artículo 155º lleva años pudiendo ser tranquilamente aplicado en Cataluña. Lo increíble es que no se haya aplicado aun. Artur Mas anda desafiando al Estado Central, y anuncia día si y día también que celebrará consulta para imponer la alternativa de la independencia (o de lo que realmente anden buscando, que no está claro que sea eso). ¡No imagino forma de atentar más gravemente contra el interés de España! Nuestro Gobierno, como si oyera llover. Si lo que desean es despreciar las bravuconadas de Artur Mas, se me ocurren formas mucho más sugerentes de hacerlo. Por cierto, de momento es solo Artur Mas, pero a partir del 21 de octubre, veremos si no se suma (y casi seguro que va a ser que si) el próximo Gobierno vasco.

Creo que deberíamos darnos prisa. Y demostrar determinación. El separatismo ventajista (nacionalismo es un término que evito, porque para poder hablar de nacionalismo deberíamos poder hablar de nación, y está visto que eso Cataluña y las Vascongadas no lo han sido en toda su Historia como regiones de España) se crece ante la inacción del poder de la nación cuya existencia se ve amenazada. Esto no es Irlanda. No hay rebelión ninguna contra injusticia secular de ninguna clase. Al contrario, las Vascongadas son de siempre la región más privilegiada de España. Y Cataluña no se queda muy atrás (solo de Vascongadas y Navarra, y según para qué cosas). Son regiones que han crecido gracias al mimo con que se las ha tratado desde esa ciudad de Madrid contra la que tanto despotrican.

Pero el separatismo ventajista es cobarde, porque no lo alimenta un verdadero sentimiento de agravio, sino solo el egoismo (alimentado por esa infundada idea de que los lastramos y de que, por ende, vivirían mejor sin nosotros) y retrocede con facilidad a la menor muestra de fortaleza gubernamental.

Yo, caso de estar al frente del Gobierno español, en las mismas condiciones que el actual ejecutivo pepero, lo tengo claro. Utilizaría mi mayoría absoluta en ambas cámaras para hacer cosas, y no solo para quedarme papando moscas y fascinándome con mi propio poder. Restablecería la pena de muerte en el Código de Justicia Militar. Entre otros delitos, por los de traición, rebelión y sedición, especialmente cuando éstos vinieran a ser cometidos por cargos públicos (que no olvidemos que, en un país con soberanía nacional única y centralizada, representan a la nación. Dicho de otro modo, que Mas no representa al ficticio pueblo de Cataluña, sino que representa al pueblo español en Cataluña, que son cosas distintas). Suspendería la autonomía de Cataluña. Me prepararía para suspender la de las Vascongadas (y lo anunciaría claramente en el transcurso de esta campaña electoral vasca). Y le dejaría claras a Mas -y a Urkullu o Mintegui en las Vascongadas- dos cosas: que si celebran una consulta se aplica el artículo 8º de la Constitución, y el Ejército aplasta cualquier conato de secesión; y que a los responsables de la convocatoria o celebración de una consulta independentista se los juzgaría según el Código de Justicia Militar, y se los ejecutaría tan tranquilamente.

El problema es que ni yo ni otro mínimamente sensato estamos al frente del Gobierno español. Está Rajoy. Y ni hace ni parece que vaya a hacer nada para impedir la consumación del desastre. Por lo que dejo caer claramente una cosa. El mandato del artículo 8º de la Constitución a las Fuerzas Armadas de preservar la unidad nacional no puede quedar en papel mojado solo porque el Gobierno (a quien correspondería dirigir al Ejército en una situación como esa) se niegue a cumplir con su deber -pasándose así, por omisión, al lado del enemigo-. Así pues, animo a los integrantes de las Fuerzas Armadas a que, si el Gobierno español se niega a cumplir con su responsabilidad, las Fuerzas Armadas si que cumplan con la suya. Pasando por encima del Gobierno y derrocándolo, si es menester. Porque, aunque el Gobierno es relativamente legítimo por haber ganado las elecciones; yo creo sinceramente echada a perder su legitimidad en caso de desentenderse de la Nación. La democracia es deseable. Pero aquí no tenemos democracia, aunque celebremos elecciones. Sin embargo, aunque España fuera la mejor democracia del mundo (ni es la mejor ni es democracia), la supervivencia de la Nación justifica deponer a cualquier Gobierno que se negase a defenderla. Porque la Nación va antes que la democracia.

Ese es el tema que ilustra el título de la presente entrega del blog. ¿Y qué significa eso de que "la Nación va antes que la democracia"? Pues, como es lógico, significa que, al menos desde mi modo de ver, la supervivencia de la nación es siempre más importante que el hecho de que esta se organice o no de una manera democrática. No quiero decir que la nación sea siempre más importante que la forma de Gobierno. No suscribo aquella famosa sentencia de José Calvo Sotelo cuando  afirmaba lo de que "es mejor una España roja que una España rota". Para mi, el límite está en el totalitarismo. Mejor una España rota pero relativamente libre que una España unida bajo el totalitarismo, sea éste fascista, nazi, socialista o musulmán. Ahora bien, si que creo que una dictadura -civil o militar, no importa-, siempre que sea comedida, puede ser útil en lo que hace a ciertos estropicios que ningún Gobierno, por democrática que haya sido su elección, tiene derecho a cometer.

Pero esto de que "la Nación va antes que la democracia" también afecta a la esencia misma de democracia. Y es que democracia significa, literalmente, "gobierno del pueblo". Para que el pueblo gobierne, corresponde que se aclare quiénes formamos parte del pueblo -y, de momento, no es nuestro pueblo toda la especie humana, por imposible metafísico que no sabemos cuando terminará-. Aquí en España, se supone que el único pueblo soberano que existe es el español. Pero algunos niegan este particular, y se arrogan la potestad de romper las normas que nos dimos allá por 1978 -muy inadecuadas, sin duda, pero son las que nos dimos, y yo no las rompería más que por una causa verdaderamente grande, que no es para nada la causa de odio y de disgregación que defienden los nacionalistas-, proclamendo soberanías que no existen sobre el papel. Que en este caso es el que importa, porque en él pudo haberse escrito otra cosa, y no se hizo. En definitiva, está en cuestión el concepto mismo de pueblo español. ¿Que "gobierno del pueblo" puede existir en tanto que no se aclare cuál es ese pueblo -o esos pueblos- que son soberanos y ejercen el natural derecho de gobernarse a si mismos? Ninguno con visos de perdurar. Porque no puede perdurar aquella construcción teórico-práctica cuyos fundamentos se están cuestionando constantemente por parte de una fracción tan importante de los mismos que han de someterse a los postulados de dicha construcción. En momentos como éstos me acuerdo de Abraham Lincoln, y de su famoso: "Toda casa dividida contra si misma no subsistirá". Aplicó la enseñanza bíblica (Mt 12, 25) a unos Estados Unidos divididos entre Estados donde todos los hombres eran libres y Estados donde muchos hombres fueron atados con las ligaduras de la esclavitud. Pero yo pienso que es enteramente aplicable al caso de una España que amenaza quedar demediada porque no supo poner límites a la codicia de unas regiones, que, lejos de fortalecer, yo suprimiría. He dicho.

Hoy, día de la Hispanidad, más que nunca: ¡ARRIBA ESPAÑA! Rezo para que sobreviva. Y os animo a que hagais lo mismo.

domingo, 23 de septiembre de 2012

UNA GRANDEZA OLVIDADA DE LA PASADA HISTORIA DE ESPAÑA

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

Estamos en el año 2012. Casi constantemente recibimos un bombardeo incesante de propaganda dedicado a exaltar la Constitución de Cádiz de 1812, con motivo del bicentenario de la aprobación de la misma. No hay unanimidad en torno de la misma, porque en ninguna cuestion histórica es posible conciliar la totalidad de las posturas en torno de un único punto de vista. Pero la mayoría de quienes hacen referencia a la Constitución de Cádiz (popularmente conocida como "la Pepa") la rememoran en términos elogiosos, considerándola un precedente de la actual aprobada en 1978.

Desde mi punto de vista, la Constitución de 1812 es digna de ser contemplada con los mejores ojos. Se la critica mucho, especialmente en ambientes ultramontanos o ridículamente tradicionalistas, que la desprecian por haber servido para introducir en España los "males" del liberalismo. También tenemos a otros que la desdeñan desde ciertos ámbitos académicos, tachándola de retrógrada y conservadora (fundamentalmente por la cuestión del fuerte confesionalismo católico de que hace gala el texto constitucional gaditano), y sosteniendo que el verdadero acto fundacional del constitucionalismo español es el que lleva a la elaboración, en 1808, de la Constitución de Bayona (más bien carta otorgada, al ser impuesta por voluntad de José I Bonaparte, el rey fantoche y celebérrimo Pepe Botella, hermano del gran Napoleón). Yo creo que, no siendo perfecta la Constitución de 1812, fue mejor de lejos que las posteriores, y vino a demostrar que no necesitábamos de la conquista francesa para dotarnos de un régimen de libertades que superase el degenerado marco del Antiguo Régimen (que entonces creo que ya había aportado todo lo que podía aportar, y que llevaba cerca de dos siglos sin aportar realmente nada nuevo y bueno, lastrándonos más cuanto más tiempo permanecíamos bajo su nefasto imperio).

Sin embargo, la cuestión de 1812 no es aquella de la que quiero hablar. No quiero dedicarle hoy espacio a aquello de lo que ya otros muchos y mejor documentados hablan más que yo. Quiero hablar de un evento cuyo aniversario no celebramos este año (ni ninguno) como es debido. Deseo dedicarle aunque solo sea un sentido recuerdo y una breve semblanza a uno de los sucesos más importantes de toda la Historia de España. A un suceso más importante que la Constitución de 1812. No porque esta no tenga importancia, pues sin duda alguna la tiene como primer antecedente constitucional patrio; sino porque el suceso de que hablo fue la reparación de un grave hecho anterior que puso en grave peligro la existencia de nuestra patria, por lo que en si mismo contribuyó enormemente a restablecerla y a que se configure de la forma que hoy conocemos. Ese gran evento fue la batalla de las Navas de Tolosa, de la que se cumplían el pasado 16 de julio el octavo centenario.

Las Navas de Tolosa congregaron a tres de los cinco reyes cristianos de la Península. Acudieron Alfonso VIII de Castilla, Pedro II el Católico de Aragón, y Sancho VII el Fuerte de Navarra. No acudieron ni Alfonso II de Portugal ni Alfonso IX de Aragón, por pequeñas rencillas territoriales que tenían ambos monarcas con el castellano; pero si que acudieron combatientes de ambos reinos, así como de toda Europa (no en vano el Papa había elevado aquella campaña al grado de Cruzada, razón por la que los monarcas portugués y leonés no se atrevieron a torpedear la empresa abiertamente, pues eso les habría significado la excomunión). Acudieron a luchar contra el emir de los almohades, entonces en su maximo esplendor, al-Nasir, al que la Historia ha deparado el ser conocido con el sobrenombre de Miramamolín. Y, aunque al principio de la batalla llegó a parecer que los almohades podían llevarse del campo de combate una gran victoria, al final fueron los españoles los que derrotaron completamente a los andalusíes, cuyo poder militar no se recompuso desde entonces, lo que abrió las puertas a la plena recuperación de España para la Cristiandad (que aun tendría que esperar dos siglos y medio pasados para ver del todo expulsados a los moros del territorio español).

A menudo se ha considerado la batalla de las Navas de Tolosa como la Batalla a secas, con mayúscula, por entenderse el evento clave de la Reconquista de los territorios arrebatados tras la conquista islámica. En verdad, muchos creen que con las Navas de Tolosa queda cerrado el periodo de la Reconquista. No lo veo así. Creo que la Batalla ha de ser evaluada no tanto por lo que se consiguió como por lo que se evitó. Aunque clave en el proceso histórico de Reconquista, la batalla de las Navas de Tolosa por si sola no explica el avance posterior, ni fue el último evento de importancia. El verdadero cierre militar de la Reconquista está en la batalla del Salado, de 1340, que es la que definitivamente aborta toda posibilidad de invesión musulmana desde el norte de África. Así pues, ¿qué es lo que creo que debe valorarse por encima de todo al tratar la Batalla?

Pues que nos evitó una reedición de la catástrofe de Guadalete, que en 711 abrió al Islam las puertas de la Península. Que destruyó a un ejército que no se defendía, sino que atacaba. Y que si hubiera vencido habría podido arruinar en muy poco tiempo todos los logros cosechados por la empresa de la Reconquista en los siglos precedentes. Los muyahidines que combatían por el Miramamolín no pensaban en defender Al-Ándalus de los embates de los reyes cristianos de España, sino destruir y anexionar toda ésta, e incluso todo el Occidente, de serles posible. Magna empresa para la que, no obstante, parece ser que los almohades se consideraban capacitados al abrigo de la fe en Alá, en ese desgraciado diosecillo que Mahoma vendió a los suyos y que siempre está sediento de sangre.

Porque les dimos en las narices a lo grande, como nadie (con la excepción de Juan III Sobieski, ese glorioso polaco tan universal como el mismo Juan Pablo II) ha conseguido darle en las narices al Islam. Por eso aquella glorioso fecha merece ser siempre conmemorada en medio de gran jolgorio popular y de innumeables alabanzas a los héroes reconquistadores que tomaron parte en tan fructífera gesta. Sin lo que sucedió el 26 de julio de 1212, es difícil imaginar que nunca hubiese sucedido lo del 2 de enero de 1492. ¡Y mucho menos lo del 12 de octubre de aquel magnífico año! Por eso es una vergüenza que el año pasado los desgraciados que nos gobiernan (y no se salva nadie) conmemorasen la victoria musulmana en Guadalete, que sirvió para destruir nuestra patria casi por completo; y que en cambio nadie haya movido un dedo para que las Navas de Tolosa sean celebradas como corresponde. Y para celebrar ese imponderable acontecimiento, no basta con hacerlo una vez por siglo. Lo que a mi me molesta no es que no se celebrase este año, sino que no se celebre a lo grande todos los años. Por eso, afirmo ante todos los lectores que no debemos descansar hasta que la fecha que no conmemoramos este año llegue a ser declarada fiesta nacional, con más razón de la que habría para hacer lo mismo con el 19 de marzo (aniversario de la Constitución de 1812). ¿Que hay demasiadas fiestas? ¡No importa! Si hay que prescindir de alguna menos importante se prescinde. Por la parte que a mi me corresponde, no me importaría lo más mínimo tener que trabajar el 6 de diciembre.

Un abrazo a todos los lectores, y la bendición del Padre para los gloriosos héroes de las Navas de Tolosa. ¡ARRIBA ESPAÑA!

(Para algunos esto es franquismo casposo y barato, y patrioterismo de la peor especie, pero para mi esto es un sincero arrebato de amor a la tierra que me vio nacer y entre cuya gente he crecido. ¡He dicho!)

viernes, 14 de septiembre de 2012

TRASCENDENCIA DE LA PRÓXIMA ELECCIÓN PRESIDENCIAL ESTADOUNIDENSE

A TODO EL QUE LE GUSTE LO QUE LEYERE, QUE LO DIVULGARA A TRAVÉS DE CUALQUIER MEDIO DISPONIBLE YO LE PIDIERE. ¡DIFUSIÓN ES PODER!

El próximo 6 de noviembre, los Estados Unidos elegirán al hombre que presidirá esa gran nación. Las opciones están entre repetir el ticket ganador de 2008 (formado por el celebérrimo Barack Hussein Obama, y por el menos conocido vicepresidente Joe Biden), del Partido Demócrata; o concederle una oportunidad a la candidatura del Partido Republicano, integrada por Mitt Romney, el mormón multimillonario ex-gobernador de Massachussets, y por Paul Ryan, el candidato católico y simpatizante del movimiento libertario Tea Party, al que el anterior ha elegido como su hombre para la vicepresidencia.

Para quienes no sean estadounidenses debe de ser difícil no ya elegir un candidato favorito, sino sencillamente entender por qué deberían tener uno. Los Estados Unidos son la potencia más importante del globo, pero para muchos eso no significa que el hecho de que uno u otro individuo se siente en el Despacho Oval haya de importarnos particularmente. Yo, sin embargo, no comparto esa opinión, dado que siempre ha existido cierta interrelación cultural entre las naciones, más si cabe cuando se forma parte de un mismo bloque cultural. En los últimos tiempos, la relativa globalización que ha experimentado la economía ha llevado a una poco paulatina consolidación de dicha tendencia. No debe olvidarse, asimismo, que la atracción cultural entre semejantes suele darse de modo desparejo. Es el menos poderoso y dinámico el que más fácilmente se deja sugestionar por el que se sitúa por encima, y no viceversa. Prueba empírica de la verdad de mis afirmaciones lo es el hecho de que los últimos decenios de Historia de Occidente han consistido (y no solo en Occidente) en una progresiva y constante americanización de nuestro modo de vida.

La deriva que tomen los EEUU puede marcar de manera trascendental no solo sus relaciones con el Viejo Continente, sino hasta el mismo devenir de los acontecimientos que se vayan sucediendo en el mismo.

En ese sentido, yo si tengo un candidato favorito en estas elecciones. Aunque, por desgracia, no se ha encaramado a tal condición por sus logros, sino por los peligros y deméritos graves que concurren en la persona pública del rival. No estoy con Mitt Romney, sino que me situo radicalmente en contra de todo lo que representa Barack Hussein Obama. A quien tengo por el presidente más pernicioso que ha parido la Historia de los Estados Unidos desde los días de James Buchanan -quien quiera saber que tengo contra Buchanan, que consulte en un manual de Historia estadounidense-.

En efecto, Barack Hussein Obama me parece que es un presidente que levanta dudas imperdonables relativas a su pasado e ideas políticas y religiosas. Pero que a este hecho, bastante malo de por si, suma una serie de realizaciones nefastas a través de las cuáles parece pretender ir sembrando de despropósitos el hasta ahora globalmente fructífero campo del futuro estadounidense.

En cuanto al primer apartado, Barack Hussein Obama es un presidente que no solo ha coqueteado en su juventud con ideas socialistas y antioccidentalistas bastante contrarias a los valores que han hecho grande a la Unión Federal norteamericana; sino que además, aunque no se atreva a reivindicarlos demasiado abiertamente, tampoco parece haberlos abandonado. Asimismo, Barack Hussein Obama es un presidente nieto de un keniata musulmán practicante y polígamo. Esto no demuestra nada acerca de su persona, pero es evidente que según la Sharía, el hijo de un musulmán es un musulmán, y así todos su descendencia hasta el fin del mundo (de modo que, aunque Barack Hussein Obama se defienda alegando que su padre era ateo, el caso es que para los musulmanes su padre era musulmán, y el también es musulmán, y musulmanas son Malia y Sasha -las dos adorables hijitas del presidente a las que éste regaló un perro tras ganar las elecciones-). Y también es evidente que, aunque es risible la idea de que a Obama nadie pueda obligarle a practicar el Islam, ni condenarlo a muerte por apostasía en caso de no hacerlo; tampoco es que sus discursos sobre religión -especialmente los que versan sobre la religión musulmana- o su política anti-israelí contribuyan a despejar las dudas acerca de si no nos estará engañando a todos y simpatizará con la fe de ese engendro despreciable de ser humano que era Mahoma en un grado más elevado que el que reconoce (que ya es demasiado alto) y, sobre todo, superior al que se puede confesar en un país como los EEUU. En realidad, lo que gestos como esos -o como la famosa reverencia ante el emir de Arabia Saudí, sin duda el más teócrata jefe de Estado de todo el globo-, lo que tienen más bien es el efecto de potenciar y dotar de credibilidad a las sospechas más siniestras entre las que penden encima del personaje acerca de su relación con la aborrecible religión del Islam.

Respecto de sus políticas prácticas, éstas no son precisamente como para que tiremos cohetes en su honor, sino en todo caso contra él. Básicamente, sus políticas, aparentemente poco fructíferas (más aun si se tiene en cuenta que prometió el oro y el moro -nunca mejor dicho- en la brillante campaña a través de la cual consiguió su incontestable elección en 2008) han consistido en echar sobre la tierra de EEUU los cimientos sobre los que construir el mismo edificio ruinoso que denuncié en la anterior entrega de este blog y que putrefacta la vitalidad y lastra el dinamismo y el porvenir del antaño glorioso e imbatible continente europeo. Y la clave de dicha empresa de demolición de los valores americanos está en su reforma sanitaria. Que, aunque en modo alguno llega a instituir una sanidad universal como la que existe en el continente europeo, avanza mucho en esa dirección. Como nunca se atreviera a hacerlo ni siquiera Franklin Delano Roosevelt. Y que, además, se permite imponer a los ciudadanos la contratación de un seguro, incluso en contra de su voluntad. Esta es una práctica a la que los europeos -debido a nuestra mentalidad de siervos feudales- nos hemos acostumbrado -igual que en su día estábamos acostumbrados a que nuestros nobles satisficiesen sus más inconfesables apetitos mediante el uso impropio del cuerpo lozano de las más jóvenes y bellas de nuestras hijas (es el problema de acostumbrarse tan fácilmente a cualquier cosa), sin que muchos de los afectados se rebelasen ni lo más mínimo contra dichas prácticas-. Estamos, efectivamente, acostumbrados a que el Estado omnipotente nos imponga contrataciones privadas contra nuestra voluntad. Pero esto es cosa que nunca se ha estilado en EEUU, por aquello de que se entiende que la libertad del ciudadano está por encima de esto. Muchos de los que critican el modelo social estadounidense lo hacen alegando que es cruel, y que resulta ridículo que la nación más rica no sea aquella en la que sus ciudadanos mejor vivan -en términos materiales- del mundo. Lo que a mi me parece ridículo es que aquí haya alguien que se atreva a presumir de nuestro modelo, que constituye un clamoroso desafío a la racionalidad, por aquello de que es de todo punto de vista insostenible.

Llegados aquí reitero algo que ya he dicho en otras ocasiones: el Estado Social es malo en la práctica, pero ambién en la teoría. No se trata solo de que es per se infinanciable, ni de que en la práctica las políticas chorras o de ingeniería social gubernamentales en Europa lo hacen aun más insoportable para las arcas públicas. Se trata de que, aunque se tratase de un Estado perfectamente financiable, es un Estado indeseable. No en el mismo grado que el Estado socialista, pero pese a todo si en un grado nada desdeñable. Hablamos de un Estado que parte de presupuestos filosóficos que revelan total falta de respeto por la persona y sus posibilidades. De un Estado que nos considera menesterosos, y que no cree en las posibilidades de éxito de los individuos a partir de su solo desenvolvimiento. De un Estado que tutela a todos, a los más aventajados y a los menos aventajados, y que en el caso de los primeros no contribuye nada a que desarrollen las capacidades que les permiten posicionarse de manera ventajosa respecto de los demás. De un Estado que puede ser conducido con honradez, pero que es muy fácil de instrumentalizar para crear redes clientelares que sostengan a castas políticas ciertamente ineficientes en el poder, mediante la distorsión de la verdadera opinión que el pueblo tiene sobre las cosas en cada momento.

Sin duda alguna, el Estado Social (que no se a cuento de qué algunos se empecinan en llamar "del Bienestar", cuando si por algo ha destacado es porque ha contribuído a reducirlo como ninguna otra cosa) no contribuye a fomentar entre los hombres el deseo de responsabilizarse en la medida correspondiente de sus asuntos individuales. Y esto tiene sus claros efectos políticos. Ningún hombre con sentido común negaría que la desresponsabilización en cualquier aspecto de la vida contribuye a alentar la despreocupación por cualquiera de los aspectos de la vida en general. Sobre todo cuando no es consecuencia del propio trabajo, sino que viene regalada desde el poder. La democracia requiere de una mínima dosis de responsabilidad ciudadana, y el Estado Social echa por tierra fácilmente cualquier esfuerzo de la gran mayoría en ese sentido. Andalucía es, en ese sentido, un grotesco ejemplo representativo de hasta dónde puede hacer degenerar una sociedad el Estado Social. Quienes aquí padecemos el yugo del que históricamente ha sido el peor partido en el mal (por más activo, aunque en los últimos tiempos está perdiendo su ventaja a ritmo acelerado) de los dos que se reparten los cargos públicos de importancia en este país (no es un secreto que me refiero al PSOE), sabemos perfectamente de lo que estamos hablando.

Por eso resulta particularmente triste que una gran nación como son los EEUU, históricamente ajenos a la deriva del Viejo Continente, decidan voluntariamente precipitarse por esa insana pendiente de lóbrega apatía. Ya decía Tocqueville que la democracia, lejos de ser débil, alcance niveles de fortaleza inimaginables en una oligarquía. Europa vive en una oligarquía. Y a nuestros gobernantes se les nota el miedo. ¿A qué? ¡Pues a que nos demos cuenta y actuemos en consecuencia para derrocarlos! En cambio, quienes gobiernan en democracia pueden temer por la impopularidad de algo que vayan a hacer, pero no tanto nunca por su legitimidad (y eso que a menudo hacen barbaridades, porque la cultura de la opulencia mórbida de Europa va unida a una cultura de la muerte de la que en modo alguno se ven libres los EEUU, para la desgracia común de todo Occidente). La americana es la única nación democrática sobre la Tierra. Razón por la que sus errores son más graves, porque no son producto de la tiranía de uno, sino de la falta de correcto discernimiento de muchos. En ese sentido, el hecho de que EEUU pudiera caer en la trampa del Estado Social es particularmente trágico. No tanto por lo irreversible. Como son una democracia, eso implica que pueden revocar libremente sus decisiones. Pero, si deciden transitar ese sendero de perdición, es evidente que no puede esperarse que lo hagan sin pagar un alto precio: el de la progresiva degradación de la calidad de su democracia (que ya actualmente es muy imperfecta).

Eso sería malo para ellos. Pero a nosotros podría sentenciarnos. Pues sobre nosotros es sobre quienes pende la Espada de Damocles, y nosotros somos quienes podemos necesitar ayuda de afuera para liberarnos de las cadenas con que nuestros peores enemigos amenazan oprimirnos. Aunque en relación con este asunto no voy a extenderme. Sobre esto habrá entradas para dar y tomar. ¡Palabra!

viernes, 31 de agosto de 2012

BREVE EXPLICACIÓN DEL SISTEMA DE ELECCIÓN PRESIDENCIAL EN LOS ESTADOS UNIDOS

Estamos en 2012. Para quien no lo sepa, eso significa que éste es un año electoral en los EEUU. Bueno, la verdad es que en ese país prácticamente todos los años son electorales en algún sitio. Se vota prácticamente todo. Su sistema no es nada perfecto, pero cumple de sobra los requisitos mínimos que he expuesto en artículos anteriores al objeto de poder considerarlo una democracia. De momento, quizá la norteamericana sea el único régimen política merecedor de ese nombre que existe sobre la Tierra.

Los EEUU no son solo excepcionales por ser una democracia. También son excepcionales por el éxito que, considerados en su conjunto, han tenido en el mundo a lo largo de su no demasiado larga Historia como federación de naciones soberana e independiente. Han pasado, en doscientos treinta y seis años, de ser una pequeña confederación integrada por 13 Estados casi independientes, ninguno de ellos demasiado grande; a constituir una poderosa Unión Federal de Estados claramente sujetos a la autoridad del conjunto -pese a lo cual mantienen el núcleo básico de su libertad-, algunos de ellos más grandes que cualquier nación europea (que no sea, lógicamente, la inabarcable Rusia). Han pasado de ser un país insignificante a convertirse en la mayor de todas las potencias sobre la Tierra. Son hoy día el motor cultural, político y económico del mundo occidental en pleno, con no poca influencia también fuera de Occidente. En definitiva, que sus elecciones presidenciales pueden no afectarnos directamente, pero merecen atraer aunque solo sea un poquito nuestro interés, pues de su resultado depende el rumbo que tomarán no pocos asuntos que inciden sobre la estabilidad de todo el globo.

Así pues, voy a dedicar el presente post a explicar como funcionan las elecciones presidenciales, y de paso, el tinglado institucional a nivel federal en ese país.

Comenzar diciendo que en los EEUU se cumplen todas las condiciones que, a mi entender, permiten hablar sin temor a errar de la existencia de una auténtica democracia. Se celebra prófusamente elecciones, rige la separación de poderes, y el sistema electoral en ningún caso es proporcional (salvo excepciones puramente testimoniales, casi siempre locales -Vg.: ayuntamiento de Cambridge, en Massachussets-). El poder judicial es independiente (no quiero decir con ésto que sea imparcial, porque eso es imposible, dado que todos tenemos nuestros prejuicios), dado que, si bien a los jueces de la Corte Suprema los designa el Presidente, su mandato es vitalicio, igual que el de los demás jueces federales. Así pues, el carácter vitalicio de sus cargos los hace en la práctica impermeables a las presiones procedentes de la Casa Blanca, que puede indignarse con sus elegidos, pero nada más.

El poder legislativo es también independiente. Está en manos del Congreso, al que a su vez lo componen dos cámaras diferenciadas: la Cámara de Representantes y el Senado. Las dos cámaras son prácticamente iguales en poder (aunque el Senado actualmente y desde hace mucho se suele considerar más prestigioso que la Cámara de Representantes). Lo que las diferencia es su composición.

La Cámara de Representantes la compone un número variable de Representantes. Actualmente son 435. Esos 435 representantes se reparten entre los 50 Estados, y a cada Estado le corresponde un número de Representantes proporcional a su población. Así, California, el Estado más poblado, tiene ella sola más de 50 Representantes; mientras que Alaska y Delaware, los Estados menos poblados, tienen solo uno cada uno de ellos. Con cada nuevo censo de la población que se hace, cambia el reparto de los Representantes entre los diversos Estados. Cada Estado, tras el nuevo censo que establece los Representantes que le tocan, se divide en tantas circunscripciones o territorios (a fines electorales, no administrativos ni de ningún otro tipo) como Representantes le corresponden. El día de las elecciones a la Cámara de Representantes, que se elige toda del vuelta cada dos años, cada circunscripción elige a su Representante (lógicamente, al Representante lo vota solo la gente de su circunscripción no la gente de todo el Estado).

La Cámara de Representantes existe para que los Estados más grandes puedan hacer valer su tamaño en la toma de decisiones. Es normal. No sería justo que, siendo los Estados que más contribuyen a la Unión, eso no les reportase ninguna ventaja.

El Senado es más fácil. Hay dos Senadores por cada Estado, y no hay más que hablar. California tiene dos Senadores, del mismo modo que Alaska o Delaware tienen dos Senadores cada una. No se divide el Estado en circunscripciones, sino que todos los ciudadanos del Estado eligen a sus dos Senadores por igual. Puedes votar por un Senador republicano y uno demócrata, o por dos de un solo color político. El mandato de los Senadores es de 6 años, mucho mñas extenso que el de los Representantes. Además, el Senado se renueva por tercios cada dos años (razón por la cual ningún Estado elige nunca a la vez a sus dos Senadores). De este modo, siempre que se renueva la Cámara de Representantes, se renueva un tercio del Senado. Lo que tiene el inconveniente de que el Senado no suele responder a la situación real del país, dado que siempre hay puestos que fueron elegidos dos o cuatro años antes del momento en que se eligen los últimos. De manera que se retarda la evolución política del país, dado que, por popular que en un momento dado sea un partido político, le es muy difícil ganar la mayoría en el Senado si en la anterior elección obtuvo un resultado excesivamente malo.

Dejando a un lado el defecto descrito, lo cierto es que el Senado existe para que, pese a las diferencias en términos de tamaño, población e Historia de cada Estado, prevalezca el principio de su igualdad esencial. Son 50 Estados soberanos (aunque sin derecho a la secesión unilateral, luego su soberanía está limitada). y, como tales, ninguno es más digno que otro, lo que corresponde que se vea plasmado de algún modo.

Está visto que el sistema de elección de los Congresistas es mayoritario en ambas cámaras. Me remito a lo expuesto en artículos anteriores en relación al hecho de que esto, sin ser lo ideal, es siempre preferible a los sistemas electorales proporcionales por lista que secuestran la voluntad del pueblo para el provecho de las castas parasitarias (que son los que anegan a la mayoría de los Estados europeos). Muchas son las cosas del sistema electoral de los Estados Unidos que no me gustan, aunque no da tiempo a exponerlas aquí. Pero quienes denuncian a éste sistema por estar en manos de los ricos hombres y del gran capital y por instrumentalizarse al servicio de la marginación de las minorías nos engañan a todos cuando pretenden que el remedio al posible problema (que, aunque en cierto grado existe, es a menudo menos agudo de lo que sostienen sus acérrimos detractores a ambos lados del Gran Charco Atlántico) pasa por convertir a unas potenciales o supuestas marionetas en manos de oscuros poderes fácticos de índole privada en seguros peleles en manos de una nada etérea partitocracia como la que sufrimos los europeos (lo que seguro sería el destino que aguardaría a la gran nación estadounidense en caso de decidir despeñarse por la misma pendiente suicida por la que llevamos decenios cayéndonos los europeos).

Ahora por fin toca abordar la cuestión de la elección presidencial, que es la que motiva principalmente esta entrega del blog. Ahora comprenderéis que no podíamos tocarla sin antes hacer mención a los otros poderes, y, en concreto, al legislativo (el judicial no hacía falta, pero decidí mencionarlo siquiera brevemente por aquello de no dejarlo descolgado).

Al Presidente de los EEUU lo elige un Colegio Electoral. Ese Colegio Electoral lo integran delegados de cada Estado. Cada Estado tiene derecho a tantos delegados como Congresistas tiene en el Congreso (esto es, tantos delegados como Representantes y Senadores lo representan en las respectivas cámaras). Por lo tanto, California es el Estado que más delegados tiene, y Delaware o Alaska los que menos. Como existen 435 Representantes y 100 Senadores, el total de delegados integrantes del Colegio Electoral es de 538 (los 535 Congresistas y tres delegados que elige el Distrito de Columbia).

Cada Estado decide cómo se reparten esos delegados en las elecciones, como forma de hacer valer su soberanía. Las leyes de casi todos los Estados establecen que el candidato a la presidencia que gana en el Estado se lleva todos los delegados, aunque gane por un voto. Eso es lo que explica que, en una elección presidencial, pueda ganar un candidato que pierda en votos. Lo que importa no es cuantos votos recibes, sino cuántos Estados te apoyan. Aunque nos choque desde una perspectiva europea y esencialmente unitaria, esto es justo. Un candidato puede ganar las elecciones solo porque en el Distrito de Columbia (no soberano) el apoyo está muy descompensado en su favor. Pero puede perder por poco en todos los Estados. Globalmente, gana las elecciones en votos. Pero están contra él absolutamente todos los Estados que componen la Unión. Idea que a cualquiera que entienda que EEUU es más una asociación de naciones que una nación al estilo en que las entendemos en Europa le resultará en extremo repugnante. ¿Cómo tolerar un sistema en virtud del cual todas las naciones asociadas rechazan a un candidato y, aún así, éste es elegido Presidente?

Volviendo al tema que nos interesa, lo cierto es que, para ganar las elecciones, un candidato tiene que alcanzar la mayoría absoluta de los delegados. Si nadie alcanza la mayoría absoluta de los delegados, cosa que solo ha ocurrido una vez en la Historia (en las elecciones de 1824), gana las elecciones el candidato elegido por la Cámara de Representantes, que no tiene porque ser el ganador (puede ser cualquiera de los que han conseguido delegados para el Colegio Electoral).

A modo de curiosidad, decir que no existe la obligación jurídica de que los miembros del Colegio Electoral voten por un candidato. Así pues, en ocasiones un miembro del Colegio Electoral ha votado por otro candidato que no era el suyo. Aunque esto nunca ha provocado una alteración en la elección, el caso es que es un dato pintoresco a tener en cuenta (es una de las razones por las que servidor vería bien que se aboliese el Colegio Electoral, institución totalmente inútil).

De hecho, la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos habría sido mayormente impensable en el país de no mediar el sistema electoral. Pues en los Estados libres del Norte no todo el mundo era abolicionista, mientras que en los Estados esclavistas del Sur nadie ponía en cuestión la institución de la esclavitud -que erróneamente entendían vital para su supervivencia económica-. Lincoln ganó las elecciones en votos y escaños, pero si ganó en votos fue solo porque el esclavista Partido Demócrata de entonces no fue capaz de encontrar un candidato común que le hiciese frente. El más grande de los Presidentes de los Estados Unidos fue elegido con el menor porcentaje de votos de toda la Historia (39'6%, cuando lo normal es que el candidato perdedor saque por lo menos el 45% de los votos). Eso da una idea del apoyo que tenía el Partido Republicano (que, aunque esto pocos europeos lo saben, nació con el específico fin de abolir la esclavitud en todo el territorio de la Unión Federal). Pero, aunque los demócratas hubiesen presentado un único candidato y este se hubiese hecho con el voto de todos los que votaron por Lincoln, éste seguiría habiendo ganado las elecciones (pese a tener al 60'4% de los electores en contra).

Parece injusto. Pero os invito a que lo reflexionéis bien, sobre la base de lo que os voy a decir. Los Estados libres eran mucho más poblados que los Estados esclavistas. Así pues, tenían muchos más delegados en el Colegio Electoral. Lincoln ganó en todos los Estados libres, salvo en Nueva Jersey. Lógicamente, ganó obteniendo porcentajes que en casi ningún caso rebasaron el 60% de los votos -si es que eso sucedió en algún Estado-. Por el contrario, en los Estados esclavistas, en la parte podrida y tumefacciosa de los Estados Unidos, corrompida por el terrible mal de la esclavitud (y encima, pese a ser cada vez más minoritaria, sobrerrepresentada en el Colegio Electoral, pues su peso era superior al número de electores, dado que los esclavos negros privados del derecho al voto -y, en verdad, de todo derecho- contaban en los célebres 3/5 para el cálculo del tamaño de la representación en la Cámara de Representantes y en el Colegio Electoral), el de Illinois apenas obtuvo algo más de 1000 votos. ¿Esa terrible y fanática aversión que hacia Lincoln y el Partido Republicano sentían los Estados del Sur debía condenarlo a no poder nunca ganar unas elecciones? Según muchos pedantes críticos europeos, si. Desde mi punto de vista no.

Pues no debemos olvidar jamás que hablamos de Estados soberanos, y no de regiones ni municipalidades en última instancia subordinadas al interés general y a una única soberanía nacional (como sucede con las Comunidades Autónomas o las municipalidades en España y en los Estados no federales). La elección por sufragio universal directo está bien donde solo hay una única soberanía, no donde hay varias, que por más que se inclinen ante la soberanía principal, tienen derecho a hacerse oir y a pesar a la hora de conformar ésta última. Así es como yo lo veo.

Evidentemente, con eso no quiero decir que sea partidario de un sistema confederal en el que cada nación asociada tenga un voto. Una federación no es propiamente una nación, sino una asociación de naciones. Pero no de naciones esencialmente independientes como lo siguen siendo unas naciones confederadas, sino una sociedad de naciones parcialmente integradas, con vocación de perdurar en el tiempo. Por eso el sistema de elección presidencial estadounidense está bien planteado. Para ser Presidente, es preciso contar con el apoyo de al menos una parte significativa de las entidades federadas que componen el país, pero no necesariamente de la mayoría, porque el sistema tiene en cuenta el hecho de que unos Estados pesan más que los otros y amontonan una proporción mayor de la población. En definitiva, que el sistema que se establece es de corte federalista. Imperfecto, sin duda, pero mucho mejor que las alternativas que la mayoría de los que están disconformes con él proponen que lo sustituyan.

Pues nada, esto es todo. Un fuerte abrazo a los lectores, y el siguiente mensaje: GOD BLESS AMERICA! ¡Y QUE NO SE OLVIDE DE ESPAÑA, QUE QUIZÁ AHORA MISMO NOSOTROS TENEMOS MÁS NECESIDAD DE ÉL! IHS